Si yo fuera Rajoy trataría de averiguar quién ha escrito el guión de la Convención de Sevilla. Probablemente descubrirá quién quiere robarle el sillón
La jerga interna de los partidos, que se trasmite de generación en generación sin hacer distinción de siglas, credos o tamaño, explica la utilidad de una Convención como una forma de "mantener movilizada a la militancia", "recuperar la iniciativa política" o "incrementar la presencia mediática". Si atendemos a esas acuñaciones de uso tópico tendremos que llegar a la conclusión de que el PP ha hecho el canelo durante tres días. Y encima, ¡a qué precio! Aunque no haya tráfico de coimas entre los tramoyistas, el coste de la puesta en escena casi siempre es prohibitivo.
Los peperos andaluces, como anfitriones, han tenido la oportunidad de contrastar en vivo y en directo que sus conmilitones del resto de España están tan abatidos como ellos y que el desánimo y la desolación no va por barrios. Es un fenómeno general. Las caras de todos ellos, cuentan las crónicas, eran poemas elegíacos. Eso sí: a la hora de aplaudir, las palmas echaban humo. Si midiéramos la vitalidad del PP por los decibelios de sus ovaciones internas creeríamos que está al borde la la mayoría absoluta.
¿Ha servido esta Convención para "mantener movilizada a la militancia"? Si movilizar significa "poner en pie de guerra", tal vez. Los asistentes, desde luego, han coreado con voz militar aguerridos himnos de combate. Parecían dispuestos a comerse el mundo. Si movilizar significa "poner en movimiento", depende. ¿Agitarse es moverse? Entonces, sí. Agitación había mucha. Por todas partes. La metáfora más ilustrativa del evento queda perfectamente plasmada en una imagen ampliamente reproducida por la prensa: encima de una cinta de correr donde podía leerse el lema "sigue el ritmo de Rajoy", el presidente del partido caminaba muy deprisa para permanecer siempre en el mismo sitio. ¿Moverse es avanzar? En ese caso, no. La Convención ha sido un fracaso sin paliativos.
La idea de que un acto de esta naturaleza, tan concurrido y oneroso, pueda servir para "recuperar la iniciativa política" entronca bastante bien con la tercera acepción que la Academia le da al término "convención" en su diccionario: "reunión general de un partido político para fijar programas, elegir candidatos o resolver otros asuntos". En este sentido, la jerga y la gramática académica se dan la mano. Pero no hace falta subrayar lo obvio: de viernes a domingo, los populares no han protagonizado ninguna reflexión programática -al menos que haya trascendido-, no han elegido a ningún candidato y no han resuelto ningún asunto. Solo han conseguido chupar cámara, que es la fórmula abreviada de la expresión "incrementar la presencia mediática". Y eso, naturalmente, siempre es un arma de doble filo. Si el hecho de salir en la tele fuera sinónimo de algo necesariamente positivo no existiría la llamada "pena de telediario". Se puede salir en la caja tonta para exhibir el lado fotogénico -en este caso musculatura ideológica, fortaleza interna o moral de victoria-, y también para todo lo contrario. El PP ha elegido la segunda opción. El rastro que deja su exhibición pública es el de un partido de caras largas, aplauso fácil, moral de derrota, oficio en el fingimiento y conformismo pastueño ante una debacle segura.
Se podrá decir, no sin razón, que no hay nada nuevo bajo ese sol descriptivo. Si es por eso, el PP, en efecto, ha celebrado una Convención en toda regla. Una convención, diccionario en mano, también puede ser una práctica que responde a la costumbre. Y también si nos atenemos a la siguiente acepción: "firma de un pacto". El pacto que han sellado este fin de semana los principales del PP ha sido el de cargar con los baldones que enturbian la imagen del partido sin hacer nada para que la transparencia sobrepuje las sombras de la sospecha. Ahí está el caso Cifuentes para demostrarlo. Una atenta lectura de las mejores crónicas de la cumbre política sevillana nos llevará a la conclusión inevitable de que la ovación de apoyo que le obsequiaron sus compañeros de partido tuvo bastante de lo primero y muy poco de lo segundo. El aplauso fue tan atronador como falso.
El acto de exaltación de la lideresa en apuros no reflejaba ningún atisbo de convicción en su inocencia. De hecho, según el cabildeo off the record de los aplaudidores con los periodistas, la inmensa mayoría de ellos aún sospecha que Cifuentes no ha dicho toda la verdad. La ovación fue la respuesta gregaria, irracional, hipócrita y maluenda a una instrucción llovida de arriba sin consulta previa a los de abajo. Después del abrazo público que le brindó Rajoy el viernes por la tarde no había más remedio que consumar la pantomima. Lo contrario hubiera supuesto desautorizar la política de cierre de filas ordenada por el líder máximo.
Muchos siguieron la partitura con estupor. Las dudas solo mueven al entusiasmo a los locos o a los temerarios y si algo sobreabunda en el caso Cifuentes es precisamente el exceso de dudas. Casi todo el mundo, también en el interior del PP, percibe que en las explicaciones públicas y parlamentarias de la presidenta madrileña hay algo que huele a chamusquina. En esas circunstancias, confundir la lealtad a una compañera de partido con la obligación de exonerarla de culpa ignorando los indicios racionales que apuntan en su contra es un riesgo desproporcionado. Tal vez fuera razonable si la historia reciente del PP no estuviera plagada de chascos gigantescos. Ahora ya no les queda margen para otro más.
Añádase además la firme sospecha de que entre la turbamulta de palmeros que aclamaba a Cifuentes se encontraban los autores de la filtración que la ha colocado a los pies de los caballos y adquirirá más relieve el carácter surrealista de la obra representada. A la espera de que la justicia investigue lo que ha sucedido, entre arriesgar un veredicto de inocencia extemporáneo y quemar a la sospechosa en la hoguera de la inquisición había opciones intermedias. Por ejemplo, el silencio. Pocas cosas hay más prudentes, cuando las cosas vienen mal dadas, que mantener la boca cerrada y las manos en los bolsillos.
Por eso llama tanto la atención el discurso de clausura de Rajoy. El futuro de Cifuentes, cuando se ventile la moción de censura presentada por Angel Gabilondo en la Asamblea de Madrid, está en manos de Ciudadanos. Es decir, de esos "inexpertos lenguaraces que regalan tantos consejos teniendo menos experiencia que el alcalde del pueblo más humilde de la Sierra de Grazalema". El ataque, desde luego, no fue casual.
La convención de Sevilla estaba diseñada para tratar de contrarrestar el auge que ha cobrado el partido de Rivera. Además, un político avezado -y Rajoy lo es- sabe qué párrafos de un discurso van a alimentar los titulares de la prensa del día siguiente. Él quería caricaturizar a Ciudadanos como a una pandilla de parlanchines que no ha gobernado jamás y se puede permitir el lujo de prometer todo gratis sin límites y sin compromiso. Pregunto: ¿también el apoyo a la presidenta de Madrid?
Si ya es un error de bulto menospreciar al adversario, aún lo es más hacerlo cuando éste te está doblando el brazo y tu futuro inmediato depende de su magnanimidad. Perder el partido o la batalla ante una potencia de reconocido prestigio nunca es indigno. Hacerlo ante una pandilla de inexpertos lenguaraces, sí. Si yo fuera Rajoy trataría de averiguar quién ha escrito el guión de la Convención de Sevilla. Probablemente descubrirá quién quiere robarle el sillón.