(…) Miguel de Unamuno, sumo sacerdote de la generación del 98, siguió un camino diferente. Como rector de la universidad de Salamanca, al empezar la guerra civil se había encontrado en territorio nacionalista. La República le haa desilusionado, había admirado a algunos de los jóvenes falangistas, y dio dinero para el alzamiento. Todavía el 15 de septiembre apoyaba al movimiento nacionalista. Pero el 12 de octubre de 1936 había cambiado de opinión. Estaba, como dijo más tarde, “aterrado por el cariz que estaba tomando aquella guerra civil, realmente horrible, debida a una enfermedad mental colectiva, a una epidemia de locura, con un sustrato patológico”. En aquella fecha, aniversario del descubrimiento de América por Colón, en el que se conmemoraba la “Fiesta de la Raza”, se celebró una ceremonia en el paraninfo de la universidad de Salamanca. Allí estaban presentes el doctor Pla y Deniel, obispo de Salamanca, y el general Millán Astray, el fundador de la legión extranjera, que por entonces era un asesor importante, aunque oficioso, de Franco. Su parche negro en un ojo, su único brazo y sus dedos mutilados lo convertían en un héroe del momento. Presidía el acto Unamuno, el rector de la universidad.
La ceremonia tenía lugar a un centenar de metros del cuartel general de Franco, instalado desde hacía poco tiempo en el palacio del obispo de Salamanca, por propia invitación del prelado. Después de las formalidades iniciales, vinieron los discursos del dominico Vicente Beltrán de Heredia y del escritor monárquico José María Pemán. Ambos discursos fueron muy apasionados. También lo fue el del profesor Francisco Maldonado, que atacó violentamente al nacionalismo catalán y al vasco, describiéndolos como “cánceres en el cuerpo de la nación”. El fascismo, el “sanador” de España, sabría cómo exterminarlos, “cortando en la carne viva como un cirujano resuelto, libre de falsos sentimentalismos”. Desde el fondo de la sala alguien gritó el lema de la legión extranjera: “¡Viva la muerte!”. Millán Astray dio a continuación los gritos excitadores de multitudes que ahora eran ya habituales: “¡España!”, gritó. Automáticamente, una serie de personas gritaron: “¡Una!” “¡España!”, volvió a gritar Millán Astray. “¡Grande!”, contestó el auditorio. Y al grito final de “¡España!” de Millán Astray, sus seguidores respondieron: “¡Libre!”. Varios falangistas, con sus camisas azules, hicieron el saludo fascista ante la fotografía sepia de Franco que colgaba de la pared sobre el estrado.
Todos los ojos se volvieron hacia Unamuno, cuya antipatía a Millán Astray era conocida, y que, al levantarse para cerrar el acto, dijo: “Estáis esperando a mis palabras. Me conocéis bien y sabéis que soy incapaz de permanecer en silencio. A veces, quedarse callado equivale a mentir. Porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. Quiero hacer algunos comentarios al discurso, por llamarlo de algún modo, del profesor Maldonado. Dejaré de lado la ofensa personal que supone su repentina explosión contra vascos y catalanes. Yo mismo, como sabéis, nací en Bilbao. El obispo –y aquí Unamuno señaló al tembloroso prelado que estaba sentado a su lado–, lo quiero o no lo quiera, es catalán, nacido en Barcelona”.
Hizo una pausa. Se produjo un silencio cargado de temores. Nunca se había pronunciado un discurso como aquel en la España nacionalista. ¿Qué diría el rector a continuación? “Pero ahora –continuó Unamuno– acabo de oír el necrófilo e insensato grito: “¡viva la muerte!” Y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general Millán Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero, desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general Millán Astray pueda dictar las normas de la psicología de la masa. Un mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, es de esperar que encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su alrededor”.
En ese momento, Millán Astray ya no pudo contenerse por más tiempo. “¡Mueran los intelectuales! –gritó–. ¡Viva la muerte!” Este grito fue coreado por los falangistas, con el que el militar que era Millán Astray tenía, en realidad, muy poco en común. “¡Abajo los falsos intelectuales! ¡Traidores!”, gritó José María Pemán, deseoso de limar las aristas del frente nacionalista. Pero Unamuno continuó: “Éste es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaríais algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho”.
Siguió una larga pausa. Algunos de los legionarios que rodeaban a Millán Astray iniciaron un amenazador movimiento de aproximación al estrado. El guardia personal de Millán Astray apuntó a Unamuno con su ametralladora. La mujer de Franco, doña Carmen, se acercó a Unamuno y Millán Astray y pidió al recto que le diera el brazo. Él se lo dio y los dos salieron juntos, lentamente. Pero ésta fue la última vez que Unamuno habló en público. Aquella noche, Unamuno fue al casino de Salamanca, del que era presidente. Cuando los miembros del casino, algo intimidados por estos acontecimientos, vieron la venerable figura del rector subiendo las escaleras, algunos gritaron: “¡Fuera! ¡Es un rojo y no un español! ¡Rojo, traidor!” Unamuno entró y se sentó. Un tal Tomás Marcos Escribano le dijo: “No debería haber venido, don Miguel, nosotros lamentamos lo ocurrido hoy en la universidad, pero, de todos modos, no debería haber venido”. Unamuno se marchó, acompañado de su hijo, entre gritos de “¡traidor!” El único que salió con ellos fue un escritor de segundo orden, Mariano de Santiago.
A partir de entonces, el rector ya no salió casi nunca de su casa, y la guardia armada que le acompañaba tal vez era necesaria para garantizar su seguridad. La junta de la universidad “pidió” y obtuvo su dimisión del cargo de rector. Murió con el corazón roto de pena el último día de 1936. La tragedia de sus últimos meses fue una expresión natural de la tragedia de España, donde la cultura, la elocuencia y la creatividad estaban siendo reemplazadas por el militarismo, la propaganda y la muerte. Poco después, hubo incluso un campo de concentración para prisioneros republicanos llamado “Unamuno”.
Hugh Thomas, "La guerra Civil española".
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