jueves, 29 de diciembre de 2011

Comentario al Discurso de Juan Carlos (22 de noviembre de 1975)


Fuente primaria: texto del discurso de don Juan Carlos al ser proclamado Rey (se utlizan fragmentos del mismo, tal como los publica un periódico).
Asumido por el Rey (aunque no fuera él quien elaborara el discurso en su plenitud tal como ha manifestado en más de alguna ocasión).
El Rey ha confesado: “Seguí al pie de la letra el consejo de Torcuato. Y en aquel discurso de la Corona dije muy claramente que quería ser el rey de todos los españoles”, dejar claro que se ponía término a cuatro décadas del Régimen de Franco, comenzaba una etapa de fundamentada en la reconciliación de todos los españoles. “Y en aquel discurso de la Corona dije muy claramente que quería ser el rey de todos los españoles”.
Más cosas, aunque no estén en el texto (pueden utilizarlas, siempre que signifique explicación de lo que dice el texto o contextualización de su contenido:
“En esta hora, cargada de emoción y esperanza” asumía la Corona del Reino con pleno sentido de su responsabilidad ante el pueblo español y de la honrosa obligación de cumplir las leyes y respetar la tradición centenaria.
Era Rey por “tradición histórica”, por la “Leyes Fundamentales del Reino” y “el mandato legítimo de los españoles”.
Hoy la figura de Franco “entra en la historia”.
(…) “El cumplimiento del deber está por encima de cualquier otra circunstancia”.
“Hoy comienza una nueva etapa de la historia de España”, una “etapa, que hemos de recorrer juntos”.
“La Monarquía (…) procurará en todo momento mantener la más estrecha relación con el pueblo·.
“La institución que personifica integra a todos los españoles, y hoy, (…) os convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España.
Que todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional”.
“El Rey es el primer español obligado a cumplir con su deber y con estos propósitos”.
Quiere seguir “el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos de España”, “desea “actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia”.
“Que nadie tema que su causa sea olvidada”. (…) “Juntos podremos hacerlo todo si a todos damos su justa oportunidad. Guardaré y haré guardar las leyes, teniendo por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que justifica toda mi función”.
“La patria es una empresa colectiva que a todos compete, su fortaleza y su grandeza deben de apoyarse por ello en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos”.
“La justicia es el supuesto para la libertad con dignidad, con prosperidad y con grandeza. Insistamos en la construcción de un orden justo, un orden donde tanto la actividad pública como la privada se hallen bajo la salvaguardia jurisdiccional”.
“Un orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del Reino y del Estado las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de pueblos que constituyen la sagrada realidad de España.
El Rey quiere serlo de todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su tradición.Al servicio de esa gran comunidad que es España, debemos de estar: la Corona, los ejércitos de la nación, los organismos del Estado, el mundo del trabajo, los empresarios, los profesionales, las instituciones privadas y todos los ciudadanos, constituyendo su conjunto un firme entramado de deberes y derechos. Sólo así podremos sentirnos fuertes y libres al mismo tiempo”.

Como primer soldado de la nación me dedicaré con ahínco a que las Fuerzas Armadas de España, ejemplo de patriotismo y disciplina, tengan la eficacia y la potencia que requiere nuestro pueblo”.

El mundo del pensamiento, de las ciencias y de las letras, de las artes y de la técnica tienen (…) una gran responsabilidad de compromiso con la sociedad. (…) En tarea tan alta, mi apoyo y estímulo no han de faltar”.“La Corona entiende (…) como deber fundamental el reconocimiento de los derechos sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las condiciones de carácter material que les permitan el efectivo ejercicio de todas sus libertades”.

“Por lo tanto, hoy, queremos proclamar, que no queremos ni un español sin trabajo, ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía para él y para sus hijos”.

“Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión, en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en el control de la riqueza nacional. Hacer cada día más cierta y eficaz esa participación debe ser una empresa comunitaria y una tarea de gobierno”.

“El Rey, que es y se siente profundamente católico, expresa su más respetuosa consideración para la Iglesia”, aunque “el respeto a la dignidad de la persona que supone el principio de libertad religiosa es un elemento esencial para la armoniosa convivencia de nuestra sociedad”.

“Estoy también seguro de que nuestro futuro es prometedor porque tengo pruebas de las cualidades de las nuevas generaciones”.“España es el núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos. Cuanto suponga potenciar la comunidad de intereses, el intercambio de ideales y la cooperación mutua es un interés común que debe ser estimulado”.

“Europa deberá contar con España, pues los españoles somos europeos”.Asume la lucha “por restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio”.“Si todos permanecemos unidos habremos ganado el futuro”.¡Viva España!

Datos para el comentario, sin olvidar que sólo se deben utilizar para enmarcar el sentido de las palabras del texto a comentar.
Designado sucesor a la Jefatura del Estado en 1969, tras la muerte del anterior Jefe del Estado, Francisco Franco, Don Juan Carlos fue proclamado Rey el 22 de noviembre de 1975, y pronunció en las Cortes su primer mensaje a la nación, en el que expresó las ideas básicas de su reinado: restablecer la democracia y ser el Rey de todos los españoles, sin excepción:
*.- Anunció, expresamente y sin equívocos, que asumía su misión de reconciliar a todos los españoles, procurando el entendimiento entre opositores (rupturistas o reformistas) y renovadores.
*.-  En su discurso no ignoró a nadie: Franco, era una figura excepcional pero que ya era historia (pasado); su padre, que le había inculcado el cumplimiento del deber; los ejércitos, la Iglesia, el mundo del pensamiento, las peculiaridades regionales y "la participación de todos en los foros de decisión" (haciendo referencia veladamente a todos los partidos políticos sin exclusión).
*.- Con sus palabras pretendía disipar la desconfianza de quienes, viniendo de una tradición republicana, lo veían como Rey y designado por Franco, o por quienes, siendo monárquicos o no, tenían sospechas de que como Rey fuera un mero continuador del Régimen de Franco.
*.- A unos y a otros se pretendió hacerles llegar que el nuevo Rey estaba dispuesto a devolver la soberanía al pueblo y a facilitar la vía pacífica a la democracia.
*.- "La Corona ampara a la totalidad del pueblo y a cada uno de los ciudadanos, garantizando, a través del derecho y mediante el ejercicio de las libertades civiles, el imperio de la justicia".
*.- El Rey ha confesado: “Seguí al pie de la letra el consejo de Torcuato. Y en aquel discurso de la Corona dije muy claramente que quería ser el rey de todos los españoles”, dejar claro que se ponía término a cuatro décadas del Régimen de Franco, comenzaba una etapa de fundamentada en la reconciliación de todos los españoles.
*.-  “Y en aquel discurso de la Corona dije muy claramente que quería ser el rey de todos los españoles”.
*.- Quería dejar claras, en su discurso de proclamación y para que no quedase ninguna duda, sus verdaderas intenciones para el futuro. Y que utilizaría todo el poder “para decirles a los españoles que en el futuro eran ellos quienes debían expresar su voluntad”.
*.- El día 22 de noviembre de 1975, no habló de una legitimidad derivada del 18 de julio ni de cualquier otra fecha, sino de la historia, las Leyes Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles, tres conceptos difícilmente compatibles con los títulos de legimitidad que podrían aducir los miembros de aquellas Cortes y del Consejo del Reino a quienes se dirigía.
*.- Se presentó como Rey legítimo por historia, por las Leyes Fundamentales y el mandato legítimo de los españoles, obviando cualquier legitimidad que tuviera su origen en su designación por Franco como sucesor a título de Rey.
*.- Consideró improcedente que, en su primer, discurso el Rey hiciera cualquier referencia excesivamente elogiosa a Franco. Si se quería instaurar un régimen democrático, no tenía sentido hablar de Franco en términos excesivamente laudatorios.

*.- Siguió fielmente la recomendación que le había hecho Torcuato Fernández Miranda: “Vuestro primer discurso será la clave de todo el cambio, y en él habéis de decir a los españoles: esto es lo que tengo la intención de hacer y así es como voy a hacerlo”, aunque dejando claro que “aquel primer discurso de la Corona fue mío, solamente mío".

*.- En su discurso no ignoró a nadie: Franco, figura histórica del pasado; los ejércitos, la Iglesia, el mundo del pensamiento, las peculiaridades regionales y "la participación de todos en los foros de decisión".

martes, 27 de diciembre de 2011

La Memoria Histórica de la Transición Española.

Ricardo García Cárcel
Catedrático de Historia Moderna Universidad Autónoma de Barcelona
El recorrido por la memoria histórica elaborada en el marco de la transición política española, el aprendizaje de las lecciones de nuestra historia reciente nos lleva a la conclusión de la necesidad de fustigar tres supuestos que se han repetido hasta el tópico y que ya es hora de que los superemos:
1. El mito de que la transición estableció un presunto pacto de silencio sobre nuestra historia conflictiva.
Se ha insistido y se viene insistiendo en la idea de que la transición implicó una conjura del silencio de unos y de otros para poder construir la España democrática.
El tema, particularmente, se ha planteado al hilo de las fosas de muertos de la Guerra Civil y de su deseable/indeseable exhumación
En múltiples tribunas mediáticas y políticas se ha repetido la especie de que la memoria de la Guerra Civil había quedado desactivada por un presunto pacto de silencio efectuado en la transición. Y que habría llegado la hora del desenterramiento de la presunta verdad enmudecida.
La necesidad de la memoria como fuente de aprendizaje respecto al pasado, como cantera de experiencias sufridas y de indeseable repetición es innegable. Pero constituye un tópico inadmisible lo de la presunta desmemoria pactada. Es cierto que muchos niños hoy ignoran todo sobre Franco o sobre la Segunda República. Pero ello no es el producto de un olvido intencionado. La transición no pactó el consenso de las dos Españas en el  olvido, sino en el aprendizaje de la lección histórica: nunca más.
Y la realidad es que los estudiantes de hoy, tanto de bachillerato como universitarios, han oído y leído mucho sobre esta materia.
El problema, desde mi punto de vista, para las más jóvenes generaciones, no ha sido el olvido de esta temática sino el reduccionismo de la historia de España a esta  historia reciente, la memoria corta, la no explicación histórica en el largo plazo de una realidad que se ha planteado a los alumnos como si se produjera por generación espontánea. República, Guerra Civil y franquismo deben entenderse –y los alumnos, sin duda, se interesarían más por ello– en el marco de una historia larga que explore las causas de largo alcance y una historia ancha, que contextualice la realidad española en el ámbito internacional.
Hay que reiterar que la memoria histórica debe ser integral, nunca sectaria, porque ésta lo único que suscita es el ajuste de cuentas histórico.

2.-En la guerra civil hubo víctimas de los dos lados.
Constituye un craso error creer que la legitimidad moral de las víctimas se puede medir cuantitativamente. No tienen más razón moral los muertos de un lado respecto a los del otro por ser más. Sólo superaremos los desgarros de aquella experiencia sobre la base de asumir que el victimismo no puede ser parcial.
La memoria histórica tiene que iluminarse con el conocimiento efectivo, no con la satisfacción del prejuicio ideológico.
Lo decía, recientemente, José Jiménez Lozano, con la lucidez que le caracteriza: “La guerra acabó socialmente enterrada hace años. No se puede vivir sin ese entierro. Ese entierro no me parece incompatible con el recuerdo de la barbarie [...] No podemos abrir las fosas porque hay muchas fosas y de todos lados [...] Me parece bien que se honre a los muertos, pero jugar con los huesos me da miedo. No hay que abrir las tumbas. La catarsis hay que hacerla por dentro”.

3. El mito de la excepcionalidad de nuestra transición.
Si la memoria histórica en la transición nos ha conducido a normalizar nuestro propio pasado histórico, no tiene sentido esa tendencia de determinados hagiógrafos y de determinados críticos de la transición, a subrayar la excepcionalidad de la misma.
Hoy, desde los estudios de Przeworski a los de Casanova, ha de entenderse que la transición española no es un modelo excepcional que tenga que servir para ser imitado por todos los  países que intentan salir de una dictadura, porque los supuestos de partida nunca serán los mismos.
Pero tampoco es admisible la creencia de los críticos que consideran que la transición ha sido el fruto de un “estado de ánimo” coyuntural excepcional derivado del miedo o del  horror vacui y que, como tal coyuntura, es accidental y reversible.
A estos historiadores habría que decirles que la historia no sólo es coyuntura, es también estructura y que es evolución y cambio, pero también permanencia. No sólo Heráclito, también Parménides.

 4. El mito de la dependencia exterior, del sucursalismo hispánico respecto a Europa.
Nadie puede negar que la integración en la Unión Europea a mediados de los ochenta constituye un hito indiscutible en el proceso de normalización política de la democracia española. Pero ello no puede llevarnos a asumir que la transición política sea, como a veces se ha dicho, deudora de una presunta sensibilidad proespañola supuestamente existente en Europa.
Conviene recordar que la legitimación europea fue siempre a posteriori y que, desde luego, no faltaron palos en las ruedas en el desarrollo de nuestra recién nacida democracia sobre todo por parte de Francia en lo que se refiere especialmente a la solidaridad en la lucha contra el terrorismo.
La hispanofilia europea, a lo largo de su historia –que está por hacer, por cierto– presenta muchos agujeros negros poco confesables en tiempos de consenso europeísta. La transición, con sus virtudes y sus defectos, la hicieron los españoles solos. Conviene rendir cuentas de las deudas pendientes, pero nunca a falsos acreedores.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Días de Conjura


FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR.
Catedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto.

EN 1943, en medio de una ciudad -Bucarest- trastornada por la guerra y los gobiernos filonazis, sin saber si su vida de hombre prisionero de una historia siniestra era realidad o ficción, sin saber si recordaba las escenas de una novela o las estaba viviendo, el escritor de origen judío Mihail Sebastian apuntaba en su diario:
«Posible título para un ensayo: De la realidad física de la ficción. Demostrar que la mentira, por arbitraria que sea, crece, se ramifica, se organiza, se convierte en un sistema, cobra perfil y punto de apoyo y, a partir de cierto grado, sustituye a la realidad, se transforma ella misma en realidad y empieza a ejercer una presión irresistible no sólo sobre el mundo sino sobre el propio autor de la mentira».
Sebastian escribía estas notas después de haber escuchado decir a uno de los intelectuales más brillantes de Rumania que el comunismo era el complot universal de los judíos, después de haber visto cómo al calor de aquel mito las leyes antisemitas le convertían poco a poco en un proscrito, en un conspirador ansioso de hacer saltar por los aires Bucarest, después de caminar durante horas por las calles blancas y desiertas del amanecer, solo, vacío de recuerdos y de esperanzas, después de tener la impresión de que la ciudad que había soñado suya se alejaba, se perdía, y en su lugar brotaba una ciudad frívola, paranoica y terrible, una ciudad en forma de ficción, de enigma, de complot, de culpa.

Sebastian moriría en 1945, arrollado por un camión. Jamás escribió aquel ensayo. Quien si lo hizo fue Danilo Kis, un novelista de la antigua ex Yugoslavia que investigaría las matanzas de judíos de los años bárbaros y escribiría un relato sobre la historia fantástica de aquel mito del complot, de su demencial influencia sobre generaciones y generaciones de lectores y de las trágicas consecuencias que de todo ello se derivaron.
Como un detective que trata de descifrar un enigma, Danilo Kis se movió entre textos extraños, representaciones alucinantes y persecutorias, utopías negativas que se renovaban en sociedades secretas y le llevaban por los caminos de la superstición, el ocultismo, la locura mística, el fanatismo religioso y esa forma tan moderna de literatura especulativa y paranoica que surgiría en Europa con la caída del Antiguo Régimen. Convertido en un aventurero que busca un secreto que tal vez no existe, destejió el modo en que la literatura del complot actuaba y producía efectos en la realidad, desde su origen propagandístico en la Francia revolucionaria hasta los rumores que la trasladaban a la Rusia de los zares y la Alemania de la República de Weimar y el ascenso nazi. El poder de la ficción, concluía, la realidad física del complot, de aquella fabulosa conspiración con diversas cabezas rectoras y múltiples tentáculos, el poder de aquel fraude, residía en la posibilidad de hacer creer.

Como se descubre leyendo muchos de los escritos posteriores a la Revolución Francesa, el complot, la idea de minorías tramando el destino del mundo, tuvo a finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX un gran arraigo en la mentalidad de los escritores reaccionarios de Europa. La Revolución Francesa, observaba un noble francés en 1796, era un acontecimiento único en la historia. Los nobles, los clérigos y los reyes descubrieron entonces que un sueño podía ser un polvorín de barricadas; que las doctrinas podían difundirse más allá de las fronteras, y lo que era peor, sus ejércitos, convertidos en cruzados de la causa, destruir los sistemas políticos del continente. Era tentador achacar el hundimiento del Antiguo Régimen a una conjura abiertamente decidida contra Dios y contra las leyes. No pocos lo hicieron; y el modo delirante, y muchas veces marginal, de analizar la historia, aquel modo de convertir el mundo en un gigantesco complot criminal que hallaría eco en la novela y el folletín decimonónico y sería la mecha de futuros incendios, se extendió como la fiebre de Malta -la fiebre de Malta estaba de moda en el siglo XIX-.

No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que no elegimos nuestras desdichas. En un mundo sin Dios la idea de la conjura universal pasó a ser un breviario que enseñaba que por detrás de toda la historia latía una misteriosa, oscura y poderosa fuerza y que ésta tenía en sus manos el destino del hombre, disponía de las fuentes del poder, desencadenaba las guerras y las rebeliones, las revoluciones y las tiranías.

Las escenas también iban a ser reales en España, donde los rumores del complot llevaban propagándose desde finales del siglo XVIII. Se cierne sobre el mundo, escribe por aquellos años un tradicionalista, una época implacable. «Hay una conspiración abiertamente decidida contra Dios y contra Cristo, que por todos los medios trata de abolir la religión, que para este medio envía emisarios por todas las provincias...», redacta un espía de Carlos IV. La conspiración pronto tendría un nombre -masonería- y no pocos tradicionalistas y conservadores harían de ella la clave de la interpretación de la sociedad, etiquetando de masón o conjurado a todo aquel que se mostrara partidario del pensamiento moderno o extranjero y reprochándosele todos los males que sufría el país. A modo de epílogo, en 1936 los generales rebeldes se presentarían ante el mundo como el seguro médico de la sociedad contra el imperio de los conspiradores masones, comunistas y judíos. El eco del complot tomaba forma en la tenebrosa vía de los juzgados, en su sollozo de hierro.

La gente se olvida a menudo de que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante y está dispuesta a creer en cualquier intriga; de ahí el gran éxito que ha cosechado el fantasma del complot en la historia moderna de Europa; de ahí también su supervivencia. Los tiempos, no obstante, cambian, y si en el pasado de España el complot fue un relato ideado por la reacción, hoy es una novela escrita por la izquierda.

Según una teoría recientemente ilustrada por nuestros eternos progresistas, en España existe hoy una conspiración neofranquista destinada a desguazar la democracia; una conjura cósmica tramada en lo secreto y oculto; un deseo nostálgico de hacer desfilar a las JONS por las viejas calles del viejo Madrid. La frustración de expectativas durante la Transición, la caída socialista, el ascenso de Aznar al poder, el transfuguismo sonámbulo de algunos políticos, las entrevistas secretas con ETA y las crecientes e insaciables demandas de los nacionalistas de la periferia, serían obra suya. Literatos, historiadores, periodistas, miembros del Opus Dei, ministros, alcaldes, espías, empresarios, víctimas del terrorismo... figurarían, según parece, en la lista de conjurados.

Lo ridículo y más grave de toda esta concepción paranoica de la sociedad no es que se niegue lo que es y se explique lo que no es. Lo más grave es que presentar a los actuales defensores de la Constitución y del espíritu que ésta forma como conjurados antidemócratas y peligrosos neofranquistas, como siniestros fascistas que han penetrado en el tejido del poder y deben ser extirpados, crea un ritmo de deslegitimación del adversario político que amenaza con hacer imposible la democracia. Sostener, ligeramente, esta tesis entraña un riesgo. Si hay algo que enseña la historia del siglo XX es que las democracias terminan derrumbándose, no por culpa del patetismo hueco de los revolucionarios, sino por culpa del escepticismo irónico de quienes deberían haber constituido su fiel apoyo.