martes, 27 de diciembre de 2011

La Memoria Histórica de la Transición Española.

Ricardo García Cárcel
Catedrático de Historia Moderna Universidad Autónoma de Barcelona
El recorrido por la memoria histórica elaborada en el marco de la transición política española, el aprendizaje de las lecciones de nuestra historia reciente nos lleva a la conclusión de la necesidad de fustigar tres supuestos que se han repetido hasta el tópico y que ya es hora de que los superemos:
1. El mito de que la transición estableció un presunto pacto de silencio sobre nuestra historia conflictiva.
Se ha insistido y se viene insistiendo en la idea de que la transición implicó una conjura del silencio de unos y de otros para poder construir la España democrática.
El tema, particularmente, se ha planteado al hilo de las fosas de muertos de la Guerra Civil y de su deseable/indeseable exhumación
En múltiples tribunas mediáticas y políticas se ha repetido la especie de que la memoria de la Guerra Civil había quedado desactivada por un presunto pacto de silencio efectuado en la transición. Y que habría llegado la hora del desenterramiento de la presunta verdad enmudecida.
La necesidad de la memoria como fuente de aprendizaje respecto al pasado, como cantera de experiencias sufridas y de indeseable repetición es innegable. Pero constituye un tópico inadmisible lo de la presunta desmemoria pactada. Es cierto que muchos niños hoy ignoran todo sobre Franco o sobre la Segunda República. Pero ello no es el producto de un olvido intencionado. La transición no pactó el consenso de las dos Españas en el  olvido, sino en el aprendizaje de la lección histórica: nunca más.
Y la realidad es que los estudiantes de hoy, tanto de bachillerato como universitarios, han oído y leído mucho sobre esta materia.
El problema, desde mi punto de vista, para las más jóvenes generaciones, no ha sido el olvido de esta temática sino el reduccionismo de la historia de España a esta  historia reciente, la memoria corta, la no explicación histórica en el largo plazo de una realidad que se ha planteado a los alumnos como si se produjera por generación espontánea. República, Guerra Civil y franquismo deben entenderse –y los alumnos, sin duda, se interesarían más por ello– en el marco de una historia larga que explore las causas de largo alcance y una historia ancha, que contextualice la realidad española en el ámbito internacional.
Hay que reiterar que la memoria histórica debe ser integral, nunca sectaria, porque ésta lo único que suscita es el ajuste de cuentas histórico.

2.-En la guerra civil hubo víctimas de los dos lados.
Constituye un craso error creer que la legitimidad moral de las víctimas se puede medir cuantitativamente. No tienen más razón moral los muertos de un lado respecto a los del otro por ser más. Sólo superaremos los desgarros de aquella experiencia sobre la base de asumir que el victimismo no puede ser parcial.
La memoria histórica tiene que iluminarse con el conocimiento efectivo, no con la satisfacción del prejuicio ideológico.
Lo decía, recientemente, José Jiménez Lozano, con la lucidez que le caracteriza: “La guerra acabó socialmente enterrada hace años. No se puede vivir sin ese entierro. Ese entierro no me parece incompatible con el recuerdo de la barbarie [...] No podemos abrir las fosas porque hay muchas fosas y de todos lados [...] Me parece bien que se honre a los muertos, pero jugar con los huesos me da miedo. No hay que abrir las tumbas. La catarsis hay que hacerla por dentro”.

3. El mito de la excepcionalidad de nuestra transición.
Si la memoria histórica en la transición nos ha conducido a normalizar nuestro propio pasado histórico, no tiene sentido esa tendencia de determinados hagiógrafos y de determinados críticos de la transición, a subrayar la excepcionalidad de la misma.
Hoy, desde los estudios de Przeworski a los de Casanova, ha de entenderse que la transición española no es un modelo excepcional que tenga que servir para ser imitado por todos los  países que intentan salir de una dictadura, porque los supuestos de partida nunca serán los mismos.
Pero tampoco es admisible la creencia de los críticos que consideran que la transición ha sido el fruto de un “estado de ánimo” coyuntural excepcional derivado del miedo o del  horror vacui y que, como tal coyuntura, es accidental y reversible.
A estos historiadores habría que decirles que la historia no sólo es coyuntura, es también estructura y que es evolución y cambio, pero también permanencia. No sólo Heráclito, también Parménides.

 4. El mito de la dependencia exterior, del sucursalismo hispánico respecto a Europa.
Nadie puede negar que la integración en la Unión Europea a mediados de los ochenta constituye un hito indiscutible en el proceso de normalización política de la democracia española. Pero ello no puede llevarnos a asumir que la transición política sea, como a veces se ha dicho, deudora de una presunta sensibilidad proespañola supuestamente existente en Europa.
Conviene recordar que la legitimación europea fue siempre a posteriori y que, desde luego, no faltaron palos en las ruedas en el desarrollo de nuestra recién nacida democracia sobre todo por parte de Francia en lo que se refiere especialmente a la solidaridad en la lucha contra el terrorismo.
La hispanofilia europea, a lo largo de su historia –que está por hacer, por cierto– presenta muchos agujeros negros poco confesables en tiempos de consenso europeísta. La transición, con sus virtudes y sus defectos, la hicieron los españoles solos. Conviene rendir cuentas de las deudas pendientes, pero nunca a falsos acreedores.

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