Ricardo García Cárcel
Catedrático de Historia Moderna
Universidad Autónoma de Barcelona
El recorrido por la memoria histórica
elaborada en el marco de la transición política española, el aprendizaje de las
lecciones de nuestra historia reciente nos lleva a la conclusión de la
necesidad de fustigar tres supuestos que se han repetido hasta el tópico y que
ya es hora de que los superemos:
1. El mito de que la transición
estableció un presunto pacto de silencio sobre nuestra historia conflictiva.
Se ha insistido y se viene insistiendo
en la idea de que la transición implicó una conjura del silencio de unos y de
otros para poder construir la España democrática.
El tema, particularmente, se ha
planteado al hilo de las fosas de muertos de la Guerra Civil y de su
deseable/indeseable exhumación
En múltiples tribunas mediáticas y
políticas se ha repetido la especie de que la memoria de la Guerra Civil había
quedado desactivada por un presunto pacto de silencio efectuado en la
transición. Y que habría llegado la hora del desenterramiento de la presunta
verdad enmudecida.
La necesidad de la memoria como fuente
de aprendizaje respecto al pasado, como cantera de experiencias sufridas y de
indeseable repetición es innegable. Pero constituye un tópico inadmisible lo de
la presunta desmemoria pactada. Es cierto que muchos niños hoy ignoran todo
sobre Franco o sobre la Segunda República. Pero ello no es el producto de un
olvido intencionado. La transición no pactó el consenso de las dos Españas en
el olvido, sino en el aprendizaje de la
lección histórica: nunca más.
Y la realidad es que los estudiantes de
hoy, tanto de bachillerato como universitarios, han oído y leído mucho sobre
esta materia.
El problema, desde mi punto de vista,
para las más jóvenes generaciones, no ha sido el olvido de esta temática sino
el reduccionismo de la historia de España a esta historia reciente, la memoria corta, la no
explicación histórica en el largo plazo de una realidad que se ha planteado a
los alumnos como si se produjera por generación espontánea. República, Guerra
Civil y franquismo deben entenderse –y los alumnos, sin duda, se interesarían
más por ello– en el marco de una historia larga que explore las causas de largo
alcance y una historia ancha, que contextualice la realidad española en el
ámbito internacional.
Hay que reiterar que la memoria
histórica debe ser integral, nunca sectaria, porque ésta lo único que suscita
es el ajuste de cuentas histórico.
2.-En la guerra civil hubo víctimas de
los dos lados.
Constituye un craso error creer que la
legitimidad moral de las víctimas se puede medir cuantitativamente. No tienen
más razón moral los muertos de un lado respecto a los del otro por ser más.
Sólo superaremos los desgarros de aquella experiencia sobre la base de asumir
que el victimismo no puede ser parcial.
La memoria histórica tiene que
iluminarse con el conocimiento efectivo, no con la satisfacción del prejuicio
ideológico.
Lo decía, recientemente, José Jiménez
Lozano, con la lucidez que le caracteriza: “La guerra acabó socialmente
enterrada hace años. No se puede vivir sin ese entierro. Ese entierro no me
parece incompatible con el recuerdo de la barbarie [...] No podemos abrir las
fosas porque hay muchas fosas y de todos lados [...] Me parece bien que se
honre a los muertos, pero jugar con los huesos me da miedo. No hay que abrir
las tumbas. La catarsis hay que hacerla por dentro”.
3. El mito de la excepcionalidad de
nuestra transición.
Si la memoria histórica en la transición
nos ha conducido a normalizar nuestro propio pasado histórico, no tiene sentido
esa tendencia de determinados hagiógrafos y de determinados críticos de la
transición, a subrayar la excepcionalidad de la misma.
Hoy, desde los estudios de Przeworski a
los de Casanova, ha de entenderse que la transición española no es un modelo
excepcional que tenga que servir para ser imitado por todos los países que intentan salir de una dictadura,
porque los supuestos de partida nunca serán los mismos.
Pero tampoco es admisible la creencia de
los críticos que consideran que la transición ha sido el fruto de un “estado de
ánimo” coyuntural excepcional derivado del miedo o del horror vacui y que, como tal coyuntura, es
accidental y reversible.
A estos historiadores habría que
decirles que la historia no sólo es coyuntura, es también estructura y que es
evolución y cambio, pero también permanencia. No sólo Heráclito, también
Parménides.
4.
El mito de la dependencia exterior, del sucursalismo hispánico respecto a
Europa.
Nadie puede negar que la integración en
la Unión Europea a mediados de los ochenta constituye un hito indiscutible en
el proceso de normalización política de la democracia española. Pero ello no
puede llevarnos a asumir que la transición política sea, como a veces se ha
dicho, deudora de una presunta sensibilidad proespañola supuestamente existente
en Europa.
Conviene recordar que la legitimación
europea fue siempre a posteriori y que, desde luego, no faltaron palos en las
ruedas en el desarrollo de nuestra recién nacida democracia sobre todo por
parte de Francia en lo que se refiere especialmente a la solidaridad en la
lucha contra el terrorismo.
La hispanofilia europea, a lo largo de
su historia –que está por hacer, por cierto– presenta muchos agujeros negros
poco confesables en tiempos de consenso europeísta. La transición, con sus
virtudes y sus defectos, la hicieron los españoles solos. Conviene rendir
cuentas de las deudas pendientes, pero nunca a falsos acreedores.
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