sábado, 17 de noviembre de 2012

La se firmó en Múnich






Javier Ruperez.

Fue en la capital Bávara, hace ciencuenta años por estas fechas de junio, cuando tuvo lugar lo que el aparato de propaganda del régimen franquista calificó -o más bien descalificó- como el «contubernio de Múnich». Al amparo de uno de los congresos del Consejo Federal del Movimiento Europeo, benemérita institución de antiguo dedicada a promover los ideales de la unificación continental en paz y en democracia, un buen puñado de españoles, 118 en total, según los últimos recuentos, confluyó para manifestar su deseo de ver pronto a su país plenamente integrado en las estructuras europeas bajo las normas del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales.

De los 118, más de la mitad provenían del interior de España, y entre unos y otros se encontraban figuras significativas de la incipiente oposición democrática al franquismo, provenientes de filas diversas: allí se encontraban monárquicos, liberales, democristianos, socialistas o socialdemócratas, además de representantes del nacionalismo catalán y vasco. Los comunistas, todavía anclados en la rígida obediencia a Moscú, no fueron invitados, en parte por las dudas que muchos de los convocantes mantenían sobre sus credenciales democráticas y en parte por el hecho evidente de que rechazaban la misma idea de la unificación europea, razón última de la convocatoria.

Pero si variada era la adscripción ideológica del contingente español asistente al congreso, no lo era tanto el recuerdo de su participación en la guerra civil: con matices diversos -porque no todos tenían edad suficiente para haber participado directamente en la contienda y el grado de intensidad en la adscripción ideológica alcanzaba medidas también dispares- unos lo habían hecho en las filas nacionales de los sublevados; otros, en las de los fieles a la legalidad republicana. Era la primera vez que en las más de dos décadas transcurridas desde el final del conflicto españoles de las dos orillas se encontraban cara a cara para intentar la definición de un futuro común. Y en un proceso que no fue ni fácil ni fluido lograron ponerse de acuerdo en unas propuestas de mínimos que, aun en su inevitable torpeza redaccional, reflejan bien un programa que con el tiempo habría de ser el de la reconciliación de los españoles a partir del final de la dictadura en 1975 y de la aprobación de la Constitución de 1978: las libertades, la democracia, los partidos políticos, la pertenencia a Europa, el reconocimiento de las «comunidades naturales». En suma, la España reconciliada consigo misma.

La narración de lo ocurrido en Múnich sigue revistiendo el máximo interés, tanto por el difícil juego de las personalidades en presencia, con sus egos, sus recelos, sus contrapuestas agendas, como por las alternativas que para el futuro cada cual llevaba consigo. ¿Sería, por ejemplo, posible que los socialistas de Rodolfo Llopis aceptaran eventualmente una restauración monárquica «liberal» y comprometida con la democracia tal como quería Joaquín Satrústegui? Dicen los historiadores, bien que no conste fehacientemente en los papeles de la conferencia, que así lo insinuó el entonces secretario general del PSOE, en premonición de lo que efectivamente habría de ocurrir casi dos décadas después.

Aunque lo realmente significativo fuera lo demás: se vieron las caras, hablaron del futuro, acordaron unas líneas comunes de actuación, querían una España en libertad y en democracia. Como en Europa. Y eran todos gentes de paz y orden: ¿se imagina alguien a gentes como Salvador de Madariaga, José María Gil Robles, Íñigo Cavero, José Luis Ruiz Navarro, José Federico de Carvajal, José Vidal Beneyto, Joan Casals, Félix Pons y al resto de la nómina de los 118 predicando la revolución violenta en España para conseguir sus fines políticos?

La propaganda franquista, en una reacción virulenta y un tanto sorprendente, hizo todo lo posible para convencer a los españoles de que los reunidos en Múnich eran poco menos que una panda de forajidos confabulados para conseguir la destrucción de España. Tras el mismo pesado uso del término «contubernio» vinieron todas las descalificaciones personales y colectivas que uno imaginarse pueda y la insólita dureza con que fueron tratados los residentes en España a su regreso, al verse ofrecidos una alternativa letal: o el destierro o el exilio. Las directivas de obligado cumplimiento que el Gobierno franquista impartió a todos los medios de comunicación no dejaban duda o resquicio interpretativo en el sentido de la campaña y en el castigo contra los que por convicción o tibieza dejaran de seguirla.

Era Franco personalmente el que no estaba dispuesto a tolerar la más mínima complacencia con la reunión de Múnich y con sus resultados, y ello permeaba toda la vida oficial y gran parte de la privada del momento. Quizás nunca desde que acabara la guerra daba el dictador noticia más clara de su flaqueza que al tratar con insólita dureza a un grupo de ciudadanos que tenían como declarada intención la de superar las razones que habían llevado a los españoles al fratricidio. O quizás fuera precisamente ello lo que le aterrara: que la fragilidad del sistema no estuviera en su capacidad de resistir a la violencia con la violencia, sino en la imposibilidad de crear barreras eternas contra la razón democrática.

Y es que 1962 ya no era 1936. España, la España todavía de Franco, no había tenido más remedio que reconocer las insuficiencias de la autarquía y someterse a un espartano plan de estabilización que ya en aquel año comenzaba a dar sus primeros frutos. Tanto que el régimen, en los meses previos a Múnich, se había dirigido por primera vez a la Comunidad Económica Europea, cuyo nacimiento había desdeñado pocos años antes, solicitando el comienzo de negociaciones con vistas a una eventual integración de España.

Fue también poco después de Múnich cuando Franco, en sus cautos y forzados pasos liberalizadores, había formado un nuevo Gobierno en el que aparecían Manuel Fraga Iribarne como ministro de Información y Turismo y Gregorio López Bravo como ministro de Industria, amén de Laureano López Rodó en la Comisaría del Plan de Desarrollo. Ese mismo año habían muerto en el exilio, recordatorio también del paso del tiempo, Diego Martínez Barrio e Indalecio Prieto.

El Vaticano, bajo Juan XXIII, aceleraba las preparaciones para el Concilio Vaticano II que comenzaría, con sus aires renovadores, en octubre de aquel 1962. Kruschef y Kennedy, a pesar de la crisis de los misiles cubanos, encarnaban piezas distintas del tiempo congelado de antaño. ¿Qué buscaría el dictador con aquella brusca y dura vuelta de tuerca que tanto contribuiría a dañar la misma imagen de normalización que él procuraba transmitir dentro y fuera de las fronteras?
Pero el germen de Múnich estaba bien plantado y, en los años subsiguientes, lo que inevitablemente sería el «tardofranquismo», fue cobrando formas diversas en comportamientos, actitudes y programas. En 1963 aparecía el primer número de «Cuadernos para el Diálogo». El Concilio aportaba continuamente nuevas perspectivas para los católicos y para los que no lo eran. 

La identificación de un futuro en democracia con la pertenencia a Europa ganaba imparablemente adeptos. Los de Múnich, inasequibles al desaliento, siguieron conformando sus ofertas partidistas en la cada vez más relativa clandestinidad. Y el «contubernio», finalmente desprovisto de su ominosa significación y casi convertido en motivo de jocosa gloria, quedaba en lo que siempre fue: un importante hito en el camino de la reconciliación en libertad de los españoles.
Existe todavía el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo. Lo preside con determinación y acierto Eugenio Nasarre. A su iniciativa se deben los varios actos de conmemoración que han rodeado este cincuenta aniversario del «contubernio» de Múnich. Merece el agradecimiento de todos los que, en diversas edades y condiciones, creyeron, sufrieron, lucharon y murieron por la libertad de los españoles y por la grandeza de la patria común. El nombre de Múnich debería quedar asociado a su causa.
 

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