Mensaje de Su Majestad el Rey a los españoles en su proclamación Madrid, 22 de noviembre de 1975
“En
esta hora, cargada de emoción y esperanza” asumía la Corona del Reino con pleno
sentido de su responsabilidad ante el pueblo español y de la honrosa obligación
de cumplir las leyes y respetar la tradición centenaria. Era Rey por “tradición
histórica”, por la “Leyes Fundamentales del Reino” y “el mandato legítimo de
los españoles”.
La
figura de Franco “entra en la historia”. (…) “El cumplimiento del deber está
por encima de cualquier otra circunstancia”. “Hoy comienza una nueva etapa de
la historia de España”, una “etapa, que hemos de recorrer juntos”. “La
Monarquía (…) procurará en todo momento mantener la más estrecha relación con
el pueblo·.
“La
institución que personifica integra a todos los españoles, y hoy, (…) os
convoco porque a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España. Que
todos entiendan con generosidad y altura de miras que nuestro futuro se basará
en un efectivo consenso de concordia nacional”.
“El
Rey es el primer español obligado a cumplir con su deber y con estos
propósitos”.
Quiere
seguir “el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y
engrandecieron a todos los pueblos de España”, “desea “actuar como moderador,
como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia”.
“Que
nadie tema que su causa sea olvidada”. (…) “Juntos podremos hacerlo todo si a
todos damos su justa oportunidad. Guardaré y haré guardar las leyes, teniendo
por norte la justicia y sabiendo que el servicio del pueblo es el fin que
justifica toda mi función”.
“La
patria es una empresa colectiva que a todos compete, su fortaleza y su grandeza
deben de apoyarse por ello en la voluntad manifiesta de cuantos la integramos”.
“La
justicia es el supuesto para la libertad con dignidad, con prosperidad y con
grandeza. Insistamos en la construcción de un orden justo, un orden donde tanto
la actividad pública como la privada se hallen bajo la salvaguardia
jurisdiccional”.
“Un
orden justo, igual para todos, permite reconocer dentro de la unidad del Reino
y del Estado las peculiaridades regionales, como expresión de la diversidad de
pueblos que constituyen la sagrada realidad de España. El Rey quiere serlo de
todos a un tiempo y de cada uno en su cultura, en su historia y en su
tradición.
Al
servicio de esa gran comunidad que es España, debemos de estar: la Corona, los
ejércitos de la nación, los organismos del Estado, el mundo del trabajo, los
empresarios, los profesionales, las instituciones privadas y todos los
ciudadanos, constituyendo su conjunto un firme entramado de deberes y derechos.
Sólo así podremos sentirnos fuertes y libres al mismo tiempo”.
Como
primer soldado de la nación me dedicaré con ahínco a que las Fuerzas Armadas de
España, ejemplo de patriotismo y disciplina, tengan la eficacia y la potencia
que requiere nuestro pueblo”.
El
mundo del pensamiento, de las ciencias y de las letras, de las artes y de la
técnica tienen (…) una gran responsabilidad de compromiso con la sociedad. (…)
En tarea tan alta, mi apoyo y estímulo no han de faltar”.
“La
Corona entiende (…) como deber fundamental el reconocimiento de los derechos
sociales y económicos, cuyo fin es asegurar a todos los españoles las
condiciones de carácter material que les permitan el efectivo ejercicio de
todas sus libertades”.
“Por
lo tanto, hoy, queremos proclamar, que no queremos ni un español sin trabajo,
ni un trabajo que no permita a quien lo ejerce mantener con dignidad su vida
personal y familiar, con acceso a los bienes de la cultura y de la economía
para él y para sus hijos”.
“Una
sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de
decisión, en los medios de información, en los diversos niveles educativos y en
el control de la riqueza nacional. Hacer cada día más cierta y eficaz esa
participación debe ser una empresa comunitaria y una tarea de gobierno”.
“El
Rey, que es y se siente profundamente católico, expresa su más respetuosa
consideración para la Iglesia”, aunque “el respeto a la dignidad de la persona
que supone el principio de libertad religiosa es un elemento esencial para la
armoniosa convivencia de nuestra sociedad”.
“Estoy
también seguro de que nuestro futuro es prometedor porque tengo pruebas de las
cualidades de las nuevas generaciones”.
“España
es el núcleo originario de una gran familia de pueblos hermanos. Cuanto suponga
potenciar la comunidad de intereses, el intercambio de ideales y la cooperación
mutua es un interés común que debe ser estimulado”.
“Europa
deberá contar con España, pues los españoles somos europeos”.
Asume
la lucha “por restaurar la integridad territorial de nuestro solar patrio”.
“Si
todos permanecemos unidos habremos ganado el futuro”.
¡Viva
España!
Designado
sucesor a la Jefatura del Estado en 1969, tras la muerte del anterior Jefe del
Estado, Francisco Franco, Don Juan Carlos fue proclamado Rey el 22 de noviembre
de 1975, y pronunció en las Cortes su primer mensaje a la nación, en el que
expresó las ideas básicas de su reinado: restablecer la democracia y ser el Rey
de todos los españoles, sin excepción:
Anunció,
expresamente y sin equívocos, que asumía su misión de reconciliar a todos
los españoles, procurando el entendimiento entre opositores (rupturistas o
reformistas) y renovadores. En su discurso no ignoró a nadie: Franco, era una
figura excepcional pero que ya era historia (pasado); su padre, que le había
inculcado el cumplimiento del deber; los ejércitos, la Iglesia, el mundo del
pensamiento, las peculiaridades regionales y "la participación de todos en
los foros de decisión" (haciendo referencia veladamente a todos los
partidos políticos sin exclusión).
Con
sus palabras pretendía disipar la desconfianza de quienes, viniendo de una
tradición republicana, lo veían como Rey y designado por Franco, o por
quienes, siendo monárquicos o no, tenían sospechas de que como Rey fuera un
mero continuador del Régimen de Franco.
A
unos y a otros se pretendió hacerles llegar que el nuevo Rey estaba dispuesto a
devolver la soberanía al pueblo y a facilitar la vía pacífica a la democracia.
"La
Corona ampara a la totalidad del pueblo y a cada uno de los ciudadanos,
garantizando, a través del derecho y mediante el ejercicio de las libertades
civiles, el imperio de la justicia".
El
Rey ha confesado: “Seguí al pie de la letra el consejo de Torcuato. Y en aquel
discurso de la Corona dije muy claramente que quería ser el rey de todos los
españoles”, dejar claro que se ponía término a cuatro décadas del Régimen de
Franco, comenzaba una etapa de fundamentada en la reconciliación de todos los
españoles. “Y en aquel discurso de la Corona dije muy claramente que quería ser
el rey de todos los españoles”.
Quería
dejar claras, en su discurso de proclamación y para que no quedase ninguna
duda, sus verdaderas intenciones para el futuro. Y que utilizaría todo el
poder “para decirles a los españoles que en el futuro eran ellos quienes debían
expresar su voluntad”.
El
día 22 de noviembre de 1975, no habló de una legitimidad derivada del 18 de
julio ni de cualquier otra fecha, sino de la historia, las Leyes Fundamentales
del Reino y el mandato legítimo de los españoles, tres conceptos difícilmente
compatibles con los títulos de legimitidad que podrían aducir los miembros de
aquellas Cortes y del Consejo del Reino a quienes se dirigía.
Se
presentó como Rey legítimo por historia, por las Leyes Fundamentales y el
mandato legítimo de los españoles, obviando cualquier legitimidad que tuviera
su origen en su designación por Franco como sucesor a título de Rey.
Consideró
improcedente que, en su primer, discurso el Rey hiciera cualquier referencia
excesivamente elogiosa a Franco. Si se quería instaurar un régimen democrático,
no tenía sentido hablar de Franco en términos excesivamente laudatorios.
Siguió
fielmente la recomendación que le había hecho Torcuato Fernández Miranda:
“Vuestro primer discurso será la clave de todo el cambio, y en él habéis de
decir a los españoles: esto es lo que tengo la intención de hacer y así es como
voy a hacerlo”, aunque dejando claro que “aquel primer discurso de la Corona
fue mío, solamente mío".
En
su discurso no ignoró a nadie: Franco, figura histórica del pasado; los
ejércitos, la Iglesia, el mundo del pensamiento, las peculiaridades regionales
y "la participación de todos en los foros de decisión".
Despertando
rencores
EL 22 de noviembre de 1975, tiene lugar
la solmene sesión de Cortes en la que Don Juan Carlos de Borbón asume la Corona
del Reino, tal como desde antaño estaba previsto. Se han producido momentos en
los que de todo ha habido: alegrías de unos, lágrimas de otros y... serenidad.
Esto último constituyó el factor más
importante para la gran tarea que el país afrontaba, sobre todo por la
existencia y sensatez de la clase media aparecida en décadas anteriores y
reacia a cualquier clase de choque violento como ocurrió en 1936.
El valiente discurso del nuevo Monarca,
todavía pronunciado ante los llamados procuradores de las Cortes emanadas de la
hasta entonces denominada «democracia orgánica», causa lógicas molestias entre
ellos. Hasta el final, muchos habían apostado por lo que precisamente el mismo
Franco nunca apostó: que habría un franquismo sin Franco.
El titulado «Caudillo por la gracia de
Dios» sabía muy bien que «aquella gracia» (al fin y al cabo derivada del
triunfo en una guerra, algo que nadie podía heredar) terminaría cuando también
terminase su propia vida.
De diferentes e incluso ideológicamente
opuestas fuentes, es conocida la última y única petición que el falleciente
hace todavía al Príncipe cuando éste le visita en el Hospital: «lo único que
pido a Su Alteza es que mantenga la unidad de España». Parecía importarle poco
todo lo demás. Y el ilustre visitante así lo prometió.
De aquí que el aludido discurso
estuviera pensado y pronunciado para otros destinatarios: la totalidad de los
españoles. Esto no empaña ni mucho menos dos importantes gestos del ya Rey.
No decir nunca una palabra contra quien,
a la postre, había instaurado la Monarquía en su persona y distinguir a la
viuda y a la hija del fallecido con los títulos de Señora de Meirás y Duquesa
de Franco, respectivamente. Aunque no lo parezca, mucho hay de afán conciliador
en ambos gestos.
Y por ello, no para el pasado que no
había que remover ni mucho menos continuar o resucitar, sino para aquel difícil
presente y para un ilusionante futuro (son expresiones del Rey) va dirigido el
contenido de sus palabras que hoy parece voluntariamente olvidado por algunos.
«Que todos entiendan con generosidad y
altura de miras que nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de
concordia nacional». Ha aparecido la palabra clave para lo que luego serán los
hechos: concordia entre todos los españoles. Vencedores y vencidos. De dentro y
de fuera.
Es el momento de la reconciliación que
tenía que borrar para siempre las huellas tanto de una sangrienta guerra civil,
cuanto de los largos años que a ella siguieron.
A las palabras siguieron los hechos que
avalaban el contenido de esta nueva etapa de nuestra historia política.
Amplísima amnistía en que tuvieron su
alcance los condenados por el régimen anterior. Reconocimiento, contra la
voluntad de algunos, del Partido Comunista. Y, sobre todo, la figura de un
hábil político llamado Adolfo Suárez que conduce el cambio sin fisuras
alarmantes. No lo olvidemos: se ha sabido conectar con el deseo y el
sentimiento de la mayor parte de la sociedad española.
La que, en feliz término de Julián
Marías, se caracterizaba, sobre todo, por su noluntad, por lo que no quería: ni
vuelta atrás, ni nuevos enfrentamientos, ni nada que pusiera en peligro lo
adquirido en años anteriores. Y esa gran nueva clase y ese «no querer» está muy
todavía ahí, permitiendo y colaborando en el desarrollo de nuestra democracia,
a pesar de sus evidentes defectos. El 18 de noviembre de 1976 se aprueba en las
Cortes la Ley para la Reforma Política que suponía la autodisolución de las
mismas y el camino para llegar a las elecciones de 1977 (¡misterioso silencio
al cumplirse ahora los treinta años de la misma!). Muy poco después (15 de
diciembre) el pueblo español respalda con muy sólida mayoría esta Ley mediante
referéndum convocado al efecto. El régimen político de Franco ha terminado.
Y los españoles caminan, mirando al
futuro y empeñados en el logro de una Constitución de consenso, nuevamente
respaldada en otro referéndum. Y aquí hay que hacer una apostilla. Ni antes, ni
durante el proceso constituyente se habló de reparar nada. En el gran pacto de
nuestra transición, la revancha no podía tener lugar. Todos estaban de acuerdo.
Y con esta ejemplar muestra de «asumir» (que no supone olvidar, ni dejar de
investigar), se suceden las meritorias empresas con los gobiernos de UCD. El
muy largo tracto de un PSOE dirigido por Felipe González que no se enfrentó con
ningún sector de la sociedad a pesar de aciertos y desaciertos (lo de Maravall
con la Universidad no se perdonará nunca). Y, en fin, la etapa de gobierno del
Partido Popular.
Pero, de pronto, se ha vuelto a una de
las nocivas constantes que tanto ha dañado siempre nuestro caminar político. La
de resucitar el pasado y convertirlo en pieza de discordia en la actual
contienda como arma arrojadiza. La ventura se nos torna preocupación.
Y lo que todos, repetidas veces, habían
decidido dejar atrás, quizá esperando que el paso del tiempo ofreciera la
necesaria distancia para un análisis desprovisto de pasiones en unos y otros,
se trae a un muy peligroso primer plano. La sociedad no ha cambiado en sus auténticos
deseos. Más aún: el país anda ya poblado de nuevas generaciones que hasta
desconocen los detalles de un ayer con cuya resurrección nada bueno puede
venir. Porque al resucitar se cae en las falsas generalizaciones y, por
supuesto, en las verdades a medias. ¿A qué se ha debido el empeño en una
«memoria» que todavía no tiene la entidad temporal como para ser llamada
«histórica»?
La apelación a la historia no se puede
hacer desde lo que todavía puede escocer y hasta dividir. Ni la historia ni la
política que de ella se derive pueden tener como gestores la ira o el rencor.
Por eso no estaba en el discurso regio con el que hemos comenzado estas líneas
y contra el cual camina sin reparo esta vuelta atrás. Y por eso tampoco se
quiso incluir en el contenido de una transición que, de haber tenido como
baluarte el escudriñar en ese inmediato pasado, sencillamente no habría sido
posible. Y creo que ni entonces, ni ahora. Hace falta mucho tiempo para
comprender y asumir. Y ese paso del tiempo es el que traerá mesura para unos y
para otros.
Como lo que aquí predico es tiempo,
mesura y, sobre todo, objetividad en la valoración, no voy yo a caer en estas
líneas en el recuento de lo que hicieron mal unos y otros. Sí: también otros. Y
como la escalada de reproches si se hace desde esta ira y ese rencor citados,
pueden no resultar fiables, vuélvase, como testimonios directos, a la lectura
de «Las causas de la guerra de España» del gran Manuel Azaña o a la de «La
guerra civil en la frontera» de Pío Baroja. Ambos padecieron muy de cerca,
sufriendo con ello, lo que ahora quiere resucitarse sin la distancia y con el
prejuicio. Y ninguno de los dos habló nunca de fascismo, totalitarismo,
genocidios o llamada a la revancha. Más bien a todo lo contrario. Bien sabían
que lo de asumir, incluso dejando atrás jirones de desgracias en ciudades y en
pueblos (esto último poco estudiado y producto de nuestra ancestral envidia),
requería algo más que talante: requería también talento. Y muy posiblemente lo
segundo sea más importante que lo primero a la hora de atreverse a retomar la
página de nuestro inmediato pasado. Que, claro está, puede convertirse, ¡una
vez más!, en doloroso presente. Y para todos.
MANUEL RAMÍREZ.- Catedrático de Derecho
Político.- ABC, 18 de mayo de 2007
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