El
dirigente nacionalista escocés, Alex Salmond, tiene poderosas razones para
seguir confundiendo a los ciudadanos al negar la certeza de que la
independencia de Escocia, como la de cualquier región de un Estado que forma
parte de la UE, implicaría una renegociación a partir de cero.
Desde
que esta cuestión fue debidamente clarificada por los más altos representantes
de la Comisión Europea, la proporción de partidarios de una ruptura con el
Reino Unido se ha reducido un tercio y ahora mismo representa una minoría.
No
se trata solamente de una discusión de Derecho Internacional, sino de un
movimiento que contradice la esencia del proyecto europeo. El nacionalismo
separador es contraproducente para la dinámica de solidaridad y armonización
que representa la UE, y eso se produce tanto cuando se defiende una ruptura
como la de Escocia respecto al Reino Unido como cuando lo hace el propio Reino
Unido respecto a la UE: en este planeta globalizado, los que creen que solos y
separados de sus vecinos pueden resolver mejor sus problemas se equivocan.
Los
Estados europeos son el resultado de la suma de la voluntad de generaciones
sucesivas que con sus vidas y sacrificios les han dado la forma que tienen hoy.
Que los nacionalistas imaginen que se puede anular con una simple consulta
instantánea los fundamentos de un país forjado a lo largo de los siglos
resulta, como poco, una pedantería. En lo único que tiene razón Salmond es que
él ganó una mayoría absoluta histórica cuando prometió esta consulta. Otros que
quisieron hacer lo mismo -como Artur Mas en Cataluña, planteando un futuro
europeo repleto de mentiras- fueron castigados claramente por las urnas, pese a
lo cual siguen empeñados en el mismo camino insensato.
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