¿Por qué no aprendemos a escuchar?
Por Monika Zgustova, escritora; su
última novela es Jardín de invierno, Destino (EL PAÍS, 22/03/10):
En los años ochenta llegué a España como
exiliada del totalitarismo comunista checoslovaco, aunque antes de afincarme en
este país había acabado mis estudios en Estados Unidos. En aquella época apenas
había transcurrido una década desde la muerte de Franco y la implantación de la
democracia, y la ideología comunista gozaba de un cierto respeto ganado durante
los años de oposición al franquismo. En las librerías se multiplicaban los
textos de los teóricos del marxismo y, en cambio, los libros que denunciaban
los crímenes estalinistas o emparentaban el totalitarismo soviético con el
nazismo eran ignorados.
De modo que hubo españoles que me
reprocharon haber abandonado un país comunista para ir a parar al capitalismo.
Sirviéndose de citas filosóficas y argumentos racionales para revestir su fe en
el edén comunista, mis interlocutores de entonces me demostraban que había
abandonado una especie de paraíso terrenal. Argumentaban que la sanidad y la
escolaridad eran gratuitas en los países del socialismo real. Yo les explicaba
las miserias de una escolaridad que obligaba a estudiar básicamente el
marxismo-leninismo, de una sanidad “gratuita” que había que pagar con productos
occidentales. No siempre quisieron entenderme, pero mi caso no fue aislado. Lo
mismo le había pasado a Vladimir Nabokov en Estados Unidos y a Isaiah Berlin en
Reino Unido. La ideología política solía tener más relieve que el testimonio
vivido y la contundencia de los hechos.
Desde entonces han pasado ya unas
décadas, pero en España, las izquierdas no han aceptado ni analizado el hecho
de que en algún momento pasaron por alto los crímenes del estalinismo. Y ahí
siguen. Eso no sólo es deshonesto con sus votantes, sino que es vergonzoso.
Hace unos días, el PSOE y otros partidos de izquierdas han rechazado que se
obligue, en las escuelas, a enseñar el crimen que Stalin cometió en Ucrania al
provocar una hambruna que mató a siete millones de personas. ¿Cómo concuerda
esto con la idea de la memoria histórica?
Otro caso llamativo es el de Cuba.
Cuando leo en la prensa las declaraciones del ministro Moratinos sobre su
intención de proseguir con la apertura hacia Cuba a pesar de que en sus
cárceles están muriendo disidentes, tengo la sensación de hallarme en mi país
en plena guerra fría cuando los políticos se ocultaban detrás de un velo de
hipocresía y nunca revelaban sus verdaderas intenciones. Defender al régimen de
los Castro -y, además, desde la presidencia de la UE con nuevos miembros de los
países poscomunistas- es como defender cualquier otra dictadura: la de
Pinochet, la de Corea del Norte o la del mismo Franco.
Hace unos años conocí en el Kosmopolis
barcelonés a Zoé Valdés, una escritora cubana exiliada en París. Hablamos de
nuestra experiencia con el totalitarismo, de nuestras vivencias en el exilio y
nos entendimos en seguida. “No más empezamos a hablar y me di cuenta de que las
experiencias bajo el comunismo nos unían más de lo esperado”, escribió Zoé en
su blog. Lo mismo ocurrió con otros escritores cubanos, exiliados en España. Me
reuní con dos de ellos. Juan Abreu, que había huido a los Estados Unidos en una
balsa, me dijo que a partir de su adolescencia, en los años setenta, “todos los
cubanos tuvieron un sólo objetivo común: ¡huir! Porque allí todo es paranoia,
miedo, espías por todas partes, todo el mundo tiene alguna historia con su
delator”. Es evidente que cuando de una nación casi una cuarta parte ha huido
al extranjero, algo pasa. España, sin embargo, es un país que muy
excepcionalmente concede asilo político a un cubano; últimamente se denegó
incluso a los casos que demostraron que no podían volver.
Ambos cubanos reunidos conmigo provienen
de barrios marginales, de familias humildes. ¿No se hizo la revolución cubana
básicamente para que gente como ellos estuvieran satisfechos? Rolando Sánchez
Mejías cuenta que, cuando era adolescente, sentía que era natural y consecuente
con la historia del país estar integrado a la Revolución; a los 20 años abrió
los ojos y se convirtió en disidente de ese régimen totalitario, para, luego,
exiliarse de él. “Los europeos”, cuenta Juan, “básicamente los intelectuales
que durante décadas dieron su apoyo moral al régimen de Castro pero jamás
quisieran vivir en las condiciones de la dictadura cubana, te dicen: para los
cubanos eso está bien. Lo dice Rosa Regàs, Belén Gopegui, Antonio Gades y José
Saramago, entre otros”.
¿Por qué, los europeos, no aprendemos a
escuchar las experiencias ajenas, a prestar oído a la miseria humana, clara y
elemental, en vez de juzgar lo que ignoramos desde posiciones ideológicas? ¿Y
cuándo hará la izquierda oficial española una crítica revisión de sus bastante
discutibles posturas en el pasado, que influyen en el presente.
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