Una
clave de la democracia.
Por Carlos Seco Serrano
ABC.
24/01/05, 08.38 horas
(…)
«No hay posibilidades de gobierno sin transacciones justas, lícitas, honradas e
inteligentes» (Canovas del Castillo).
En
contraste, Azaña optó siempre por la intransigencia. He aquí cómo resume esta
actitud su gran exégeta Marichal: «Para Azaña la tragedia del liberalismo
español, desde sus principios en el siglo XIX, pero sobre todo desde 1854, ha
sido su tendencia a la transacción y al compromiso».
El
sistema creado por Cánovas -lo que se denomina en los manuales de historia
«etapa de la Restauración»- cerró una guerra civil y duró medio siglo: medio
siglo de indudable progreso en todos los órdenes, que partiendo de las famosas
«lacras» iniciales -las que había heredado- hizo posible, tras un largo
recorrido, la eclosión democrática de 1931 -que, paradójicamente, se volvería
contra él-.
El
sistema encarnado por Azaña -la Segunda República- no vivió más que cinco años
y desembocó en la peor de nuestras guerras civiles (al aplaudir el rupturismo
de Azaña, ya lo había preconizado uno de sus entusiastas seguidores, Álvaro de
Albornoz: «No más abrazos de Vergara; no más pactos de El Pardo. Si quieren
hacer la guerra civil, que la hagan»).
Para
asentar unos modos de gobierno que, animados por la voluntad de paz (una
empresa política de paz he llamado yo a la empresa canovista) pudiesen
prolongar indefinidamente su vigencia, era imprescindible la voluntad transaccionista.
Y así ha sido siempre, en España y fuera de España. Es más: el transaccionismo
que evita la identificación del poder político con fundamentalismos extremos es
clave esencial para cimentar una auténtica democracia.
En
el caso de la Restauración canovista, la norma fue el llamado Pacto de El
Pardo, cuya función se suele reducir a un acuerdo para sucederse pacíficamente
en el poder los conservadores de Cánovas y los liberales de Sagasta; pero que
en realidad tuvo un significado mucho más profundo: garantizaba la solidaridad
entre los dos partidos, que si bien mantendrían la integridad de sus programas
-por muy debatidos que fueran desde la oposición-, hacían causa común siempre
que el sistema -la Monarquía parlamentaria, la Constitución y las leyes a ella
vinculadas- se viese «asaltado», bien desde la extrema derecha (el carlismo),
bien desde la extrema izquierda (el republicanismo, la revolución vinculada a
la Primera Internacional).
Tras
el fracaso del azañismo en la guerra civil y los cincuenta años en que la norma
fue la exclusión permanente de una España por otra -las llamadas «España y
anti-España»-, la implantación de un nuevo transaccionismo facilitado desde la
derecha (Fernández Miranda/Suárez) como desde la izquierda (Felipe
González/Carrillo), bajo el arbitraje impecable del Rey Juan Carlos, que, más
aún que su bisabuelo, merece el nombre de «pacificador», alumbró lo que Marías
llamó «la devolución de España a los españoles» y una democracia abierta a
todas las libertades, y que conciliaba, por fin, unidad y diversidad. Y en el
poder se han sucedido, en un doble turno pacífico, los centristas -llamémoslos
así- de Suárez y Aznar y los socialistas de González y Zapatero.
Sino
que la regla de oro que facilitó el cuarto de siglo más admirado de nuestra
historia contemporánea, regido al fin por una democracia plenamente real,
atraviesa en estos últimos tiempos -bajo el segundo turno socialista- desvirtuaciones
que no pueden menos de alarmar a un observador objetivo; desvirtuaciones
debidas a la lamentable crispación que envenena las relaciones entre los dos
partidos.
Aunque
unos comicios impecablemente democráticos decidieron en marzo de 2004 el cambio
de situación, los perdedores se han considerado víctimas de una especie de
conspiración tramposa, basada en la dolorosa catástrofe que precedió a las
elecciones. Pese a cuanto se ha dicho, no me pareció ejemplar la dura
confrontación asumida por unos y por otros en la inútil «Comisión» de marras.
Ciertamente, los seguidores de Rajoy no han sabido perdonar (pero ¿qué tenían
que perdonar?).
Y
a su vez, los seguidores de Zapatero han teñido el desarrollo de su programa de
gobierno con un tono que tiene mucho de desafío provocador; las pretendidas (y
lamentables) alusiones a una especie de neo-franquismo encarnado por sus
adversarios son, además de injustas, peligrosas. Añadiré que lo menos que cabe
esperar de una «oposición democrática» correcta es que, ante cuestiones de alta
política -en el plano internacional-, se evite crear difíciles compromisos a
quienes en esos trances no representan sólo a su partido, sino al Estado mismo.
Me
pareció lamentable que en los momentos en que los Reyes realizaban su visita a
Marruecos -para limar asperezas y afianzar una amistad necesaria-, desde las
filas de la oposición se exigiese al Gobierno que pidiese cuentas al monarca
marroquí por unas declaraciones, sin duda desafortunadas, hechas por él, en
vísperas de la visita de Don Juan Carlos, a determinada prensa española, en que
censuraba a Aznar. Recuerden ustedes: «El PP da cuatro días al Gobierno para
responder a la «grave ofensa» contra Aznar». Inoportuno y penoso.
Parece
que el gravísimo desafío, no sólo a la Constitución, sino a la integridad del
país, que supone el «Plan» -y la tozuda actitud- de Ibarretxe, ha facilitado,
por fin, una cierta solidaridad entre los dos partidos gobernantes. Bienvenida
sea: es absolutamente imprescindible seguir este camino y consolidarlo; evitar
actitudes de choque y volver al transaccionismo. Nos va en ello la salvación de
nuestra democracia y de nuestra identidad nacional. En la réplica a Ibarretxe
-y al inefable Carod Rovira-, Zapatero y Rajoy deben tener una sola voz; deben
ir del brazo.
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