El interés de
Francia consiste en mantener una España débil, inerme y sometida. No menos que
el interés de Inglaterra, favorecedora de la división de la Península en dos
estados que la dejan manca, y detentadora de Gibraltar, cuya recuperación le
daría a España, con el dominio absoluto del estrecho, una situación estratégica
sin igual.
Con el imperio
alemán, España nunca ha tenido competencias graves. Al contrario: desde 1521 a
1712, la política de ambos países fue común, y casi un siglo de preponderancia
española en Europa se acaba con las paces de Westfalia y de los Pirineos, es
decir, con el triunfo de la política francesa sobre la corona española y el
imperio germánico.
Consecuencia: como
los intereses alemanes y españoles no chocan en parte alguna, y tienen de común
la necesidad de protegerse contra los mismos rivales, la condición y el medio
de engrandecer a España es restablecer la tradición política exterior de los
siglos XVI y XVII.
La propaganda y la
diplomacia alemanas, no necesitan inventar nada dé esto. Muchos españoles lo
aceptan de antemano.
Este libro está compuesto por once
artículos —que se publican, ahora, por primera vez en España— escritos por
Manuel Azaña enCollonges-sous-Saléve, en 1939, y pensados para el público
internacional (el undécimo llegó a ser publicado en inglés con el títulode
«Spain's Place in Europe. A Retrospect and
Forecast», World Review, vol. VIII, n. ° 4, Londres, junio de 1939, pp. 6-15).
El presidente Azaña no puso título a
este conjunto de artículos que aparecen agrupados en el volumen III de las
Obras completas, de M. A., editadas en México, bajo el epígrafe de «Artículos
sobre la guerra de España».
Hemos preferido, aquí, dejar como título
del volumen el que lo es del primer artículo y que sí se debe al autor.
Esta edición respeta escrupulosamente la
grafía del original exceptuando las mayúsculas de palabras como «gobierno»,
«presidente», «ministro», «ministerio», que aparecen aquí con minúscula, de
acuerdo con las tendencias generales de hoy y con losusos específicos de esta
editorial.
PRÓLOGO
Antonio Cánovas del Castillo y Manuel
Azaña comparten la distinción de haber sido los dos jefes del gobierno español
más cultos, más conscientes de la historia, de los siglos XIX y XX.
Pero, mientras que Cánovas dedicó su
talento político a un proyecto calificado de «mal menor» —la creación de una
oligarquía civil, cuasi-parlamentaria, tras un período de inestable dictadura
militar—, Azaña dedicó su carrera política a la creación de una república
reformista y secular, basada en elecciones limpias y en una administración no corrompida.
En su calidad de jefe del gobierno de
octubre de 1931 a septiembre de 1933, guió el paso por las Cortes de las
reformas más importantes conseguidas por la efímera Segunda República: la
separación de la Iglesia y el Estado, la reorganización de las fuerzas armadas,
un importante programa de construcción de escuelas, la primera ley del divorcio
de la historia de España, el estatuto de autonomía de Cataluña y los tímidos
inicios de una reforma agraria que se necesitaba desde hacía tiempo y había sido
aplazada numerosas veces.
Aunque no sentía un interés personal por
las cuestiones económicas, Azaña comprendió y apoyó a Jaume Carner e Indalecio
Prieto en sus esfuerzos por mejorar el funcionamiento de la banca española,
defender el valor cambiarlo de la peseta y, al mismo tiempo, combatir el paro y
mejorar la infraestructura económica de España mediante un programa de obras
públicas.
Era un excelente orador, un sagaz
conocedor de los abogados y funcionarios de clase media que eran sus
principales colaboradores y rivales y un hombre en el que un elevado sentido de
la ética personal iba unido a ideas claras y muy pragmáticas sobre lo que era
realmente posible en España.
Amigos y enemigos por igual reconocían
en Ataña al líder que de modo más completo encarnaba el programa y el carácter
de la mayoría republicano-socialista de los años 1931-1933.
Pero esa mayoría se desintegró
internamente durante el año 1933 y Azaña dejó la jefatura del gobierno cuando
el presidente Alcalá-Zamora decidió disolver las Cortes constituyentes en
septiembre del citado año.
Durante los dos años siguientes Azaña,
ahora en la oposición, siguió siendo el portavoz arquetípico de la República
reformista y brevemente, después de la victoria electoral del Frente Popular en
febrero de 1936, pareció que Azaña iba a presidir de nuevo el gobierno y a
reanudar el programa interrumpido de 1931-1933.
Pero las revueltas de Asturias y
Cataluña en octubre de 1934, junto con la feroz represión que provocaron,
habían cambiado por completo el clima político.
La izquierda se reía de Azaña, al que
calificaba de «Kerensky», de estadista «con un brillante porvenir en el
pasado».
La derecha se volvía cada vez más hacia
los fascismos italiano y alemán como «modelos» para la derrota del
«bolchevismo» y el mantenimiento de los privilegios tradicionales contra la
reanudación del programa republicano de reformas.
Los diputados de derechas y los
militares activistas empezaron a tramar un pronunciamiento contra el gobierno
del Frente Popular desde el primer momento.
Los asesinatos y los intentos de
asesinato se convirtieron en la moneda común de la juventud militante, tanto de
izquierdas como de derechas.
En tales circunstancias, ni Manuel Azaña
ni nadie podía dirigir con éxito un gobierno parlamentario.
Por si la confusión era poca, la nueva
mayoría en las Cortes decidió deponer al presidente de la República, al que
acusaba de haber disuelto «ilegalmente» las Cortes anteriores, ¡disolución que
había llevado directamente a la victoria del Frente Popular!
Para entender el tono agraviado y
pesimista de los artículos que se publican en el presente volumen, es necesario
tener presentes las circunstancias en las que Azaña pasó a ser presidente de la
República y las condiciones que restringieron su iniciativa mientras ocupó dicho
cargo desde mayo de 1936 hasta su dimisión en febrero de 1939, un mes antes de
la rendición definitiva del ejército republicano.
Al amparo de la Constitución de 1931, el
jefe del gobierno ejercía la autoridad ejecutiva y la iniciativa legislativa en
su calidad de líder de la mayoría en las Cortes.
Éste fue el cargo que ocupó Azaña
durante los dos primeros años de la República y más adelante, brevemente, de
febrero a abril de 1936.
El presidente de la República tenía
responsabilidades importantes, pero cuidadosamente limitadas.
*.- Podía «nombrar y destituir
libremente» al jefe del gobierno de entre los líderes del partido o la
coalición mayoritarios.
*.- Tenía poder consultivo en lo
referente a la constitucionalidad de los proyectos de ley.
*.- En teoría también podía vetar las
leyes, pero, dado que los monarcas españoles nunca habían ejercido el veto
constitucional en el período 1876-1923, no se esperaba que el presidente de la
República ejerciera el suyo.
En la primavera de 1936 la República
reformista era atacada tanto por la izquierda militante como por la derecha
monárquico-fascista.
Después de la temeraria deposición del
presidente Alcalá-Zamora, era indispensable que el nuevo presidente de la
República fuera un hombre de moralidad y estatura reconocidas que encarnara el
carácter político de la República.
En épocas tranquilas las funciones del
presidente de la República eran principalmente simbólicas, pero en tiempos
agitados su facultad de nombrar y destituir al jefe del gobierno y sus
opiniones consultivas sobre la constitucionalidad revestían gran importancia.
Al dejar la presidencia del gobierno
para ocupar la de la República, Azaña abandonó el liderazgo activo por el papel
de símbolo y garante de la legalidad republicana.
Azaña nunca tuvo la oportunidad de
funcionar normalmente en calidad de presidente de la República, como tampoco la
había tenido de ejercer con normalidad el cargo de jefe del gobierno en la
primavera de 1936.
A él le hubiera gustado nombrar a
Indalecio Prieto, el más prestigioso de los parlamentarios socialistas y uno de
los pocos líderes que advertían de forma enérgica y repetida del peligro de un
levantamiento militar.
Pero el partido socialista se hallaba
fatalmente escindido entre los partidarios de Prieto y los de Largo Caballero,
que no estaba dispuesto a tolerar un gobierno encabezado por Prieto.
Así, pues, Azaña se vio obligado a
depender de un miembro decente y escrupuloso, pero poco distinguido, de su
propio partido republicano, Santiago Casares Quiroga.
Dos meses más tarde la sublevación de
los generales Mola y Franco se propuso destruir la República reformista y la
Constitución. El pronunciamiento fue derrotado, pero no por el impotente
gobierno republicano, sino por los sindicalistas, los socialistas de izquierda
y los anarquistas, que hicieron frente al mismo en las calles de Madrid y
Barcelona.
Forzado por las circunstancias, Azaña se
vio convertido en el símbolo de la legalidad republicana destruida en un país
dividido en dos mitades, una de las cuales era una dictadura militar a la vez
que la otra era escenario de una revolución en parte anarquista y en parte
socialista.
El fracaso del pronunciamiento había
llevado a la guerra civil, la revolución y la intervención internacional.
Desde el principio Italia y Alemania enviaron
abundantes suministros —más adelante enviarían hombres— en apoyo del general
Franco.
A partir de octubre de 1936 la Unión
Soviética empezó a abastecer al ejército republicano, mientras la política de
no-intervención patrocinada por Inglaterra y Francia obligó a la República a
depender cada vez más de la ayuda soviética durante los dos años y medio de
guerra civil.
Dejando aparte las crisis emocionales
que indudablemente sufrió Azaña en diversas fases de la guerra, puede decirse
con certeza que en todo momento conservó su comprensión lúcida de la marcha de
la contienda, su decisión de restaurar la legalidad republicana en la zona del
Frente Popular y su convencimiento de que una paz tolerable sólo podría
conseguirse si Inglaterra y Francia ejercían presión sobre Franco para que
aceptase su mediación.
Aunque nunca fue admirador de Largo
Caballero, y aunque acabó siendo enemigo encarnizado de Juan Negrín, Azaña
nombró y apoyó a esos dos jefes del gobierno durante la guerra como claros
representantes de la mayoría de las Cortes y como los líderes más aceptables
desde el punto de vista de la opinión pública, en la medida en que era posible
determinar ésta en plena guerra y revolución.
Empujado por el pesimismo en lo que se
refería a las perspectivas militares del ejército republicano, así como por la
desesperanza que en él producían los sufrimientos de sus compatriotas de ambas
zonas, es indudable que Azaña abusó de sus prerrogativas constitucionales en su
búsqueda de una paz mediada.
De acuerdo con la Constitución, la política
exterior era competencia del jefe del gobierno y no del presidente de la
República. Pero en mayo de 1937 Azaña envió un mensaje personal a Inglaterra
cuando Julián Besteiro representó a España en la coronación del rey Jorge VI, y
en varias conversaciones con diplomáticos y periodistas expresó su parecer de
que la mediación era necesaria, mientras que el jefe del gobierno se
comprometía públicamente a alcanzar una victoria militar definitiva.
Los artículos que se incluyen en el
presente volumen los escribió el ex presidente en Francia durante los meses que
siguieron a la derrota de la República y a la consolidación de la dictadura del
general Franco, que contaba con el apoyo del fascismo.
Son la obra de un hombre que se sentía
profundamente deprimido y era completamente lúcido.
Fueron escritos con muy poca
documentación a mano.
Pero Azaña fue siempre un diarista, un
pensador y un conversador dado a la reflexión, un lector atento e infatigable y
un hombre que conocía la historia contemporánea y la política mundial muchísimo
mejor que la mayoría de los líderes políticos de cualquier época.
Tenía la virtud de la honradez y estos
artículos me parecen sumamente admirables por la ausencia de todo intento de
manipular los hechos con el fin de mejorar la «imagen» política del autor.
Me gustaría comentar brevemente los
artículos, dando por sentada su fiabilidad general como documentos históricos y
concentrándome en las intuiciones y limitaciones particulares del presidente
Azaña.
«Causas de la guerra de España» ofrece
una visión global, desde la época de la dictadura del general Primo de Rivera
hasta el estallido de la guerra civil, de la historia de España. Me parece una crónica
muy digna de confianza en lo que se refiere a su razonamiento de por qué la
República llegó cuando llegó, de las diversas formas de apoyo limitado y de
resistencia que encontró y de los logros de dicha República.
Solamente discrepo cuando incluye la
reforma agraria como una de las «realizaciones principales» de la República. Debido
a una combinación de problemas económicos reales y de obstruccionismo legalista,
en realidad sólo unas 10. 000 familias campesinas recibieron tierra.
De hecho, la falta de una reforma
agraria significativa fue uno de los grandes fracasos de la República. Al mismo
tiempo quisiera llamar respetuosamente la atención sobre la insistencia de
Azaña en los conflictos internos de la clase media y la burguesía como causas
de la guerra civil.
La mayoría de los autores que han
escrito sobre dicha guerra hacen hincapié en los conflictos de clase tal como
los veían los marxistas, los anarquistas y los fascistas.
Azaña hace una distinción entre la clase
media (profesionales modestos, burócratas, comerciantes al por menor) y la
burguesía (los grandes propietarios y los capitalistas) y contrasta los que
estaban preparados para una sociedad secular y cierto grado de reforma social
con los que rechazaban toda disminución de los privilegios históricos de grupo.
Es muy posible que, en lo que hace al
estallido de la guerra civil, esa división fuera más fundamental que las
huelgas y los lock-out o que las batallas propagandísticas entre las
organizaciones juveniles de izquierdas y de derechas.
«El eje Roma-Berlín y la política de
no-intervención» llama discretamente la atención sobre varios puntos que no
siempre se recalcan en la literatura que se ocupa de la participación
extranjera en la guerra civil: que la intervención armada de las potencias
fascistas tuvo lugar por invitación del general Franco y que el éxito principal
de las potencias del eje no fue la ayuda militar directa que prestaron, sino su
diplomacia, que aisló eficazmente a la República.
En cuanto a la cuestión, tan debatida,
de la retirada de las tropas extranjeras, Azaña expone con precisión y amargura
las diferencias de intereses entre su gobierno y el de Gran Bretaña. «Para la
República era cuestión de vida o muerte que la intervención cesara antes de que
sobreviniera una decisión militar de la campaña... Al gobierno británico lo que
en definitiva le importaba era que los extranjeros no se quedasen en España por
tiempo indefinido. »
El artículo relativo a «La URSS y la
guerra de España» es acertado en lo que respecta a los motivos políticos y
militares de la Unión Soviética como potencia mundial, pero guarda un silencio
absoluto sobre las «purgas» estalinianas de 1936-1938 y su extensión a España.
El mismo silencio aparece en «La
insurrección libertaria y el "eje" Barcelona-Bilbao», donde el autor
comenta los sucesos acaecidos en Barcelona en mayo de 1937 sin mencionar una
sola vez la desaparición de Andreu Nin, las acusaciones de colaboración
«trotskista» con los fascistas que se lanzaron contra el POUM, etcétera.
Se me antoja muy improbable que Azaña
desconociera la intervención directa de Stalin en la política de Cataluña y que
ignorase también la estructura del abastecimiento del ejército republicano.
Azaña, por supuesto, estaba completamente
de acuerdo con las opiniones soviéticas en el sentido de que la «seguridad
colectiva» requería la cooperación leal de las democracias occidentales y la
Unión Soviética contra las agresiones del fascismo, y que la situación objetiva
de España no era nada favorable a una revolución comunista.
Pero las «purgas» de Stalin, tanto en
Rusia como en España, fueron la razón principal que impidió que todos los diplomáticos
occidentales, así como muchos partidarios de la República española, creyeran
que Stalin estaba realmente dispuesto a apoyar a una República española
democrática e independiente.
El orgullo que le inspiraba su propia
independencia, la insistencia en la naturaleza interna del conflicto español y
la adhesión a la política histórica de neutralidad de España debieron de
contribuir al silencio que guarda Azaña sobre las «purgas».
Los seis artículos (véanse los capítulos
V-X) que tratan de problemas políticos y morales internos de la zona
republicana, poseen ciertos rasgos comunes en lo que hace a su interpretación.
Azaña critica siempre las tendencias
«centrifugas» en España. A su modo de ver, casi nadie daba su lealtad principal
al Estado republicano y a su ejército regular, que había sido reconstituido
penosamente.
La milicia anarquista anunciaba las
condiciones en las que lucharía y, en general, los oficiales no podían dar
órdenes a las tropas voluntarias, sino que, en vez de ello, tenían que recurrir
a la persuasión.
A la mayoría de los vascos sólo les
preocupaba defender sus propias provincias, cosa que ocurría también en el caso
de los catalanes. «Según la influencia que han tenido en los gobiernos las
sindicales o el partido comunista, así ha crecido o menguado la afiliación de
los militares en esas organizaciones.
El primitivo impulso político que
llevaba a todos a combatir, se convirtió en espíritu partidista» (p. 79). Allí
donde otros dirían que las masas urbanas salvaron a la República de la
insurrección militar los días 19 y 20 de julio, en Barcelona y Madrid, Azaña
escribe: «La amenaza más fuerte era sin duda el alzamiento militar, pero su
fuerza principal venía, por el momento, de que las masas desmandadas dejaban
inerme al gobierno frente a los enemigos de la República» (p. 69). Para él la revolución
social no era un experimento admirable aunque ingenuo de nuevas formas de
solidaridad humana, sino un desastre de ineficiencia, desorganización y
violencia vengativa. Si los sentimientos revolucionarios y regionalistas
destruyeron el Estado republicano desde dentro, la no-intervención selló su
destino desde fuera.
No fue sólo que en la práctica la
política de no-intervención impidió a la República comprar armas mientras que
las potencias del Eje abastecían a Franco sin interrupción ni obstáculo de
ninguna clase. Fue que la política de no-intervención negaba implícitamente la
legitimidad de la autodefensa de la República y con ello contribuyó a su
descrédito ante los ojos de la población española.
Finalmente, en vista de que con
frecuencia se ha acusado a Azaña de cobardía moral y de derrotismo total, vale
la pena citar su definición, sin mencionar nombres, de la diferencia que en
1938 había entre él mismo y Negrín.
Azaña escribe que el dilema de la República
jamás fue «resistencia o rendición». Más bien consistía en la diferencia entre «resistir
es vencer; la resistencia es la única política posible» (Negrín) y «la guerra
está perdida: aprovechemos la resistencia para concertar la paz» (Azaña).
Azaña, con su lucidez de costumbre y su honradez fundamental, expone las
alternativas en términos sencillos, objetivos, impersonales. En su conjunto,
estos artículos hacen honor a su conocimiento, a su lucidez y a su honestidad.
GABRIEL JACKSON
Barcelona, enero de 1986
XI. LA NEUTRALIDAD DE
ESPAÑA
Hace por ahora tres años, un diplomático español,
hombre importante en su carrera, me decía: «Se habla mucho de nuestra política
internacional. ¿Pero qué necesidad tenemos de una política internacional?».
Aquel diplomático había llegado, por el camino de su reflexión
personal, a una conclusión equivalente a la que solía profesar la mayoría de la
opinión española.
España —decían casi todos—, escarmentada de antiguas
aventuras, debe permanecer apartada delos conflictos europeos y atender a su
reconstrucción interior.
En el fondo de esta opinión palpitaba, aunque no todos
lo advirtiesen, una punta de orgullo nacional lastimado. Con su gran historia,
y consciente de su debilidad actual —comprobada con dolorosa sorpresa del vulgo
en las guerras coloniales y en la guerra con los Estados Unidos al finalizar el
siglo XIX— el español se avenía mal a representar un papel de segundo orden.
Su divisa parecía ser: César o nada. Alienta
también en aquella opinión el sentimiento de que España, en tiempos pasados,
fue tratada con injusticia cruel por sus rivales en la preponderancia europea.
Justificado o no, ese sentimiento se mantiene vivo por la enseñanza y la
educación en ciertas clases de la sociedad española.
Esta inclinación a la renuncia, entre desdeñosa y
enojada, tomó su forma definitiva después de los desastres de 1898.
También entonces España se creyó abandonada por
Francia e Inglaterra ante la omnipotencia agresiva de los Estados Unidos. En
rigor, España cosechó entonces, además de los frutos de una alucinación (se le
hizo creer al pueblo que el poder naval de los Estados Unidos era desdeñable)
los de su aislamiento voluntario.
Con un imperio colonial, España, además de carecer de
escuadra, no había preparado el menor concierto diplomático que pudiera servir
de relativa garantía a su integridad.
De hecho, el papel activo de España en Europa se había
acabado con las guerras napoleónicas. Los antecedentes y resultados de tales guerras
dejaron en el ánimo español un surco profundo de amargura y rencor.
Del imperio francés, España recibió la criminal
agresión contra su independencia. Siguió una guerra atroz, que dejó al país
sumido en la pobreza y la anarquía por medio siglo.
Más tarde, la Francia legitimista hizo en España la
intervención de 1823 para restaurar el despotismo. El sentimiento liberal,
agraviado, por la política de Chateaubriand y el patriotismo, inflamado por el
recuerdo de las depredaciones napoleónicas, coincidieron en mantener durante
todo el siglo XIX la significación antifrancesa de la fiesta del 2 de mayo (insurrección
de Madrid contra Murat).
Solamente en 1908, con motivo de la exposición
franco-española de Zaragoza, celebrada precisamente con ocasión del centenario
de la guerra, el gobierno español se decidió a quitar, a aquella fiesta, el
carácter nacional que antes tenía, reduciéndola a una fiesta local.
Eran los tiempos de la entente cordial, de los
pactos sobre Marruecos.
Los agravios antifranceses del patriotismo español,
parecían borrados. Todo el mundo aceptaba que las agresiones napoleónicas no
eran, esencialmente, una política nacional de Francia.
Acerca de Inglaterra, el instinto popular español,
cree saber que es muy mal enemigo. De las guerras de Carlos III y Carlos IV con
Inglaterra, de la destrucción del poder naval español en Trafalgar, viene el
dicho: «Con todo el mundo guerra, paz con Inglaterra».
El auxilio militar británico en la guerra de la
Península contra Bonaparte, tuvo la importancia decisiva que nadie desconoce.
Pero, aunque solicitado desde el primer momento por los directores de la
resistencia española, el auxilio británico no amansó, ni mucho menos, las antipatías
de los patriotas. Las relaciones del ejército inglés con el gobierno y el
pueblo de España, distaron de ser fáciles ni cómodas.
La política británica en la emancipación de las
colonias españolas de América, no favoreció, ciertamente, un mejor acuerdo
entre ambos países.
La cuádruple alianza (Inglaterra, Francia, España y
Portugal), no sirvió de gran cosa; pero marcó una aproximación entre los gobiernos.
El de Palmerston era favorable a la causa legítima del
Partido Constitucional, representado por Isabel II. Por este motivo, Palmerston
fue popular en España.
Arrasada por una guerra civil feroz, sin dinero, sin
barcos, sin cohesión interior, sin prestigio, España parecía a dos dedos de
perder su independencia. Los agentes británicos y franceses en la Corte de
Madrid, se disputaban la influencia sobre el gobierno español, intervenían en
la política, como en país de protectorado.
Por el boquete de la guerra civil penetra fatalmente,
de una manera o de otra, la preponderancia extranjera. El caso se ha repetido
en forma mucho más grave, con motivo de la guerra que acaba de concluir. No
obstante, apenas restauraban medianamente la paz, los gobiernos españoles
acometieron durante el siglo XIX algunas aventuras exteriores, por razones de
prestigio, y creyendo continuar una tradición nacional: expedición a Roma
(1849), guerra de África (1860), expediciones a México y Santo Domingo. Todas
concluyeron en puros desastres, o en dispendios estériles de vidas y haciendas.
El punto más bajo de la depresión del espíritu
nacional español, coincide con el albor del siglo XX. Españoles muy
distinguidos creían llegado el fin de nuestra historia de pueblo independiente.
El polígrafo Costa popularizó un programa de regeneración nacional, sobre estos
postulados: «Triple llave al sepulcro del Cid» (es decir, proscripción de la
política de aventuras, del espíritu belicoso, del panache español); «despensa
y escuelas» (es decir, dar de comer al pueblo e instruirlo).
Más que inventarlas, Costa traducía en esas fórmulas
un estado de espíritu nacional. Fueron popularísimas. Los programas políticos
de entonces se impregnaron de costismo. Y aunque Costa, con apariencias de
revolucionario, era profundamente conservador e historicista, sus predicaciones fueron
especialmente bien acogidas y utilizadas por los partidos de izquierda.
En el orden exterior, la clausura definitiva del
sepulcro del Cid se traducía así: neutralidad a todo trance. En eso, los
españoles estaban, por una vez, unánimes. Consistiendo la neutralidad, por
definición, en abstenerse, a la gente común le parecía que la neutralidad era
la menor cantidad de política internacional que podía hacerse. Con todo, es indispensable
que la neutralidad pueda ser voluntaria y defendida, y que los beligerantes la
respeten. La política de neutralidad se apoyaba en la creencia de que la
posición casi insular de España favorecía aquel propósito.
Esa creencia es, en general, errónea. Para ser cierta,
se necesita que en cada caso concurran circunstancias que no dependen de la
voluntad del pueblo ni del gobierno español.
Realmente, lo que hizo posible y, sobre todo, cómoda
la posición neutral de España, fue la entente franco-inglesa. Mientras la
rivalidad entre Francia e Inglaterra subsistía, la posición neutral de España
en caso de conflicto habría sido dificilísima, insostenible, porque ambas potencias
cubren todas las fronteras terrestres y marítimas de España (Portugal, aliado
de Inglaterra), y dominan sus comunicaciones.
Zanjadas con ventajas recíprocas las competencias
franco-inglesas, la situación exterior de España estaba despejada para mucho
tiempo, mientras no surgiera en el Mediterráneo un rival, un competidor
nuevo.
En cuanto el competidor ha surgido, la actitud de
España en el orden internacional entra en crisis; el sistema y sobre todo las
razones del sistema vigente desde hace treinta años, quedan sometidas a una prueba
muy dura.
Neutral y todo, España no pudo dejar de mezclarse en
el problema de Marruecos, que si hubiera desencadenado una guerra, habría
acabado con nuestra neutralidad. Los españoles no tenían ninguna gana de ir a
Marruecos, y menos aún de batirse allí.
La razón de Estado, el interés estratégico, y el
sentimiento de la continuidad histórica, así como las perspectivas de ciertas
ventajas económicas, se impusieron. Si había de haber reparto de zonas de
influencia o de protectorado en Marruecos, España no podía desentenderse de
ello.
Hubiera podido alegar entonces que el norte de
Marruecos era «un espacio vital», si esta expresión hubiese estado de moda. Un
primer proyecto de reparto, anterior al acto de Algeciras, atribuía a España
una parte del imperio marroquí mucho mayor que la zona de su protectorado
actual.
Un gobernante español de entonces, se felicitó, a mi juicio con razón, de que tal proyecto no
llegara a realizarse. Lo que España obtuvo en aplicación de los convenios de
1912, defraudó las esperanzas de los gobiernos y de aquella parte de la opinión
que hacía de la expansión en Marruecos una cuestión de prestigio; por dos motivos:
la solución híbrida dada al asunto de Tánger, espina clavada en el amor propio
de los africanistas y la mezquindad con que a su parecer se hizo la
delimitación de la zona española. Motivo de resentimiento y punto de fricción
que están muy lejos de haber desaparecido.
La visita de Eduardo VII a Cartagena, y otras
demostraciones de que España entraba en la órbita de la política franco-inglesa
no fueron obstáculo para que se mantuviese neutral durante la guerra. La neutralidad
fue posible porque Italia se puso al fin del lado de Francia e Inglaterra.
Otra cosa habría sido si el Mediterráneo occidental se
hubiese convertido en teatro de las operaciones. Neutral el Estado español, la opinión
del país no lo fue en modo alguno. Los españoles se dividieron apasionadamente
en dos bandos irreconciliables. El ambiente parecía de guerra civil, menos los
tiros.
Prueba evidente de que el conflicto era mucho menos
ajeno al interés español de cuanto se creía. Y no precisamente por el destino
ulterior de Alsacia-Lorena o de Polonia, sino por las consecuencias seguras que
del triunfo del uno o del otro grupo de beligerantes se deducirían para España,
Es seguro que la inmensa mayoría, en los dos bandos
españoles, sabía poco de las causas de la guerra. Ignorancia disculpable.
¿Sabían mucho más, acerca de eso, buena parte de los combatientes? Cierto: no
faltaban españoles —sobre todo en la élite— que tomaron posición por
móviles desinteresados abrazando la causa que les pareció más justa y más acorde
con el porvenir de la civilización liberal en Europa.
Pero eran muchos más los que obedecían a otros
motivos. Si la política exterior de un país es función de su política interior,
parece normal que cada bando español desease con furia y, dentro de sus medios,
trabajase por el triunfo de quienes podían aportar a la política futura de
España un apoyo o cuando menos un ejemplo muy deseados.
Formaban en el partido pro alemán: el ejército
(recuerdo de las antiguas guerras con Francia; prestigio de la disciplina y la
técnica prusianas); el clero (rencor antifrancés por la política laica y la expulsión
de las órdenes); gran parte de la burguesía (animadversión de la Francia
republicana); el Partido Carlista entero; buena porción del Partido Conservador
Dinástico, aunque no ciertamente algunos de sus jefes. Son de notar algunas
excepciones. Ciertas personas de la nobleza, por relaciones de familia, por su
formación personal, u otros motivos, eran proaliados.
También los sacerdotes católicos que habían recibido la
influencia de Lovaina, y los pocos militares en quienes las ideas liberales se
sobreponían a la formación profesional. En el partido antialemán estaban los
republicanos, casi todos los liberales dinásticos, los hombres más importantes
del Partido Socialista, no muy numeroso entonces, y, en general, las masas
populares
Ambos bandos sabían de sobra que la victoria alemana
traería necesariamente estímulo y tal vez ayuda directa para una convulsión
política interior que pusiese de nuevo a España bajo un régimen despótico.
Por eso, desde el punto de vista español, unos miraban
aquella victoria con regocijada esperanza, otros con temor.
El partido pro alemán estaba además poseído de un sentimiento
de signo negativo; merced a la guerra, creía llegado el momento de que Francia
e Inglaterra (sobre todo Francia), expiasen las injusticias y vejaciones que a
través de una antigua rivalidad, habían infligido a España. Un desquite por
mano ajena. No juzgo el valor de unos y otros sentimientos. Consigno cómo
fueron.
Ambos bandos eran, en general, neutralistas; pero los proalemanes
defendían más bien la neutralidad, porque estaba a la vista que España no
podría en ningún caso romperla a favor de Alemania. Con todo, el leader del
Partido Carlista propagaba abiertamente la ruptura con Francia e Inglaterra
para recuperar Gibraltar y otras prendas.
La propaganda alemana hacía creer a la opinión
pública, e introducía en las esferas del Estado, la oferta de que poniéndose de
parte del Kaiser, España obtendría Gibraltar, Tánger, uña zona mayor en
Marruecos y manos libres en Portugal.
Es decir, un imperio español desde el Pirineo al
Atlas. Lo que Miguel de Unamuno llamó, sarcásticamente, «el viceimperio
ibérico». Viceimperio porque, según su juicio, quedaría subordinado al gran
imperio de la «Mittel Europa».
Nada de esto se realizó. Y como todos los planes
políticos que no pasan de un esquema fantástico, ha podido parecer durante
algún tiempo cosa fútil y vana. Lo es mucho menos de lo que aparenta. Desde entonces
las posiciones en España están tomadas definitivamente.
Quien ponga en relación los movimientos políticos
internos de España, desde 1923 hasta hoy, con la situación internacional en
cada momento, comprobará cómo reaparece y actúa, sin perder su carácter,
aquella división en dos bandos que dejó marcada. Actualmente, con la intervención
italo-alemana, el antiguo bando pro alemán ha obtenido, para la política
interior española, lo que de 1914 a 1918 soñó obtener de la victoria alemana.
Que por motivos diversos, algunas personas o algunos grupos, aliadófilos
durante la gran guerra, estén al lado del nuevo régimen español, no significa
nada para esta cuestión, porque su peso en los destinos del país parece
reducido, por el momento al menos, a muy poca cosa.
La instalación de la Sociedad de Naciones pudo parecer
la garantía definitiva de la paz exterior de España. El sistema de seguridad colectiva
la pondría a cubierto de agresiones, sin necesidad de comprometerse en el
exterior ni de montar una gran máquina militar.
La Sociedad de Naciones ha sido mirada en España, por
el bando pro alemán, con aversión o con mofa. El fracaso de la seguridad
colectiva, la desposesión de la Sociedad de Naciones, y la ocasión y los
motivos de todo esto, juntamente con la aparición del competidor italiano en el Mediterráneo,
plantea con urgencia para España el problema de su neutralidad en un conflicto
europeo, o en caso de salir de ella, el de a qué lado irá su concurso.
Si el tema hubiera de decidirse por la masa nacional,
el grito casi unánime sería: neutralidad sin condiciones. Seguramente no
faltarán personas para opinar o aconsejar lo contrario; pero son muy pocas. Las
razones que abonaban la posición neutral de España, subsisten, agravadas por el
estrago de esta última guerra. La necesidad y el anhelo de reposo han de tener
más fuerza que nunca. Ningún gobernante puede ignorarlo. Por otra parte, el
Estado español no puede desconocer tampoco que, para un régimen recién
instalado, sería terriblemente peligroso que, a consecuencia de su instalación
y de los medios empleados para lograrla, se viese envuelto, de la noche a la mañana,
en una guerra con sus poderosos vecinos Francia e Inglaterra; guerra que
cualquiera que fuese su conclusión, sería desde el comienzo aselador a y
desastrosa para España, precisamente por su posición geográfica. Tales son, a
mi juicio, los motivos que trabajan en favor de la neutralidad de España en un
conflicto europeo. Son poderosos, pero no hay ninguno más. Nada digo de los
motivos que trabajen en contra, porque tendría que discurrir sobre ellos por
conjeturas. Pero se pueden examinar, porque los datos son conocidos, las
razones que los dos sectores de la opinión española han tenido y tienen para
orientar, desde el tiempo de paz, la política exterior y del país.
Sería erróneo atribuir la problemática actitud de
España en un conflicto europeo, pura y simplemente a la presencia en la
Península de tropas extranjeras, al prestigio que con sus éxitos haya logrado
el Reich, o a la necesidad impuesta por la guerra civil y sus consecuencias.
Todo eso tiene su parte en el problema, pero no lo absorbe enteramente. Ninguna
ilusión más peligrosa que la de creer que se trata de una improvisación. La misma
intervención italo-alemana, si la aislamos para considerarla estrictamente como
un hecho español, denota la existencia de una opinión anterior, cuyos
componentes he analizado más arriba. Sería frívolo pretender reducirla a una
expresión numérica; pero no es aventurado afirmar que los recientes sucesos no
la han disminuido y que su influjo en las esferas oficiales nunca ha sido
mayor.
He aquí sus tesis: España, país de misión civilizadora
e imperial, fue desposeída de su preeminencia por la conjuración de rivales
rapaces, conjuración movida por el afán de riquezas y el odio religioso.
El engrandecimiento posible de España y, sobre todo,
su voluntad de engrandecimiento, tropezará necesariamente con la preponderancia
francesa.
El interés de Francia consiste en mantener una España
débil, inerme y sometida. No menos que el interés de Inglaterra, favorecedora
de la división de la Península en dos estados que la dejan manca, y detentadora
de Gibraltar, cuya recuperación le daría a España, con el dominio absoluto del
estrecho, una situación estratégica sin igual.
Con el imperio alemán, España nunca ha tenido
competencias graves. Al contrario: desde 1521 a 1712, la política de ambos
países fue común, y casi un siglo de preponderancia española en Europa se acaba
con las paces de Westfalia y de los Pirineos, es decir, con el triunfo de la
política francesa sobre la corona española y el imperio germánico.
Consecuencia: como los intereses alemanes y españoles
no chocan en parte alguna, y tienen de común la necesidad de protegerse contra
los mismos rivales, la condición y el medio de engrandecer a España es
restablecer la tradición política exterior de los siglos XVI y XVII.
La propaganda y la diplomacia alemanas, no necesitan
inventar nada dé esto. Muchos españoles lo aceptan de antemano.
Frente a esas tesis están las que, por agruparlas bajo
un nombre común, llamaré tesis de los españoles liberales.
En el giro de la civilización de la Europa occidental
España tiene su puesto propio. Sin mengua de su carácter original, forma parte
de un sistema que no está determinado solamente por la geografía y la economía,
sino por valores de orden moral. En el terreno político,
España ha seguido la evolución de las democracias
occidentales. Los verdaderos fines nacionales de España están todos dentro del
propio país y la primera condición de lograrlos es la paz.
Desde el siglo XVIII España no ha disfrutado nunca veinte
años de paz consecutivos. Es relativamente pobre, y aunque el número de
habitantes se ha duplicado en poco más de un siglo, todavía está poco poblada.
Por ejemplo, la provincia de Badajoz, tan grande como
toda Bélgica, tiene catorce habitantes por kilómetro cuadrado.
Riquezas naturales mal explotadas.
Instrucción popular retrasada.
Millones de braceros pasan hambre.
Lo justo y lo útil es rehacer este pueblo,
robustecerlo.
Aunque las tesis imperialistas fuesen posibles, exigirían
un esfuerzo militar y económico gigantesco, que no permitiría atender a la
reconstitución del país. ¿Y qué expansión necesita ni puede conseguir un pueblo
que aún no ha logrado poblar ni cultivar todo su territorio?
La neutralidad de España, en buena inteligencia con
Francia e Inglaterra, sus vecinos más poderosos y sus mejores clientes,
constituía para los mantenedores de estas tesis un principio fundamental.
Que España no fuese potencia militar era, hasta 1935,
un factor esencial del equilibrio del Mediterráneo. Está muy esparcida la
opinión de que este dato importantísimo no ha sido bastante apreciado.
Esa política ha prevalecido en España, no solamente
durante la República, sino antes, bajo la administración de los partidos
parlamentarios dinásticos.
Prosiguiéndola, y lealmente adherida a la Sociedad de
Naciones, entró España en la política de sanciones. Los últimos creyentes en la
Sociedad de Naciones han sido españoles. Se ha visto con qué resultado.
Sería una extravagancia suponer que han abandonado
esas tesis todos los españoles que las profesaban; pero el influjo decisivo de
esa política, en la orientación internacional del Estado español, ha desaparecido
con la República.
Para Azaña, «del hecho de la guerra, por
su monstruoso desarrollo, y su impensada duración, únicamente podían venirle a
España males infinitos, sin compensación posible»; « ¿por qué tanta
desventura?».
“Lo primero que debe tenerse presente en
esta cuestión es que la neutralidad de España no ha sido ni es una neutralidad
libre, declarada por el Gobierno y aceptada por la opinión después de maduro
examen de todas las conveniencias nacionales, sino neutralidad forzosa, impuesta
por nuestra indefensión, por la carencia absoluta de medios militares capaces
de medirse con los ejércitos europeos (…). De manera que, aunque la
independencia de España, la integridad de su suelo, el porvenir de la Patria
hubiesen estado pendientes de nuestra intervención armada, nosotros hubiéramos
tenido que renunciar a nuestra independencia, a nuestra integridad, a nuestro
porvenir, por falta de elementos para ponerlo a salvo”.
Azaña, Manuel: “Los motivos de la
germanofilia”, conferencia en el Ateneo de Madrid, 25-5-1917.
En enero de 1937 pronunció un discurso
en el Ayuntamiento de Valencia en el que destacó que, aunque la guerra era, en
su origen, un problema interno debido a la rebelión de una gran parte del
ejército contra el Estado, por la presencia de fuerzas de distintos países se
había convertido en un grave problema internacional.
Y que España estaba luchando, por tanto,
también por su independencia nacional.
En este sentido, insistió en sus
gestiones para que la firma de un cese de hostilidades facilitase la salida de
las potencias extranjeras de España y, de paso, un restablecimiento de
relaciones entre las partes en conflicto para, finalmente, llegar a un
referéndum que aclarase el futuro.
Noticia de prensa:
Neutralidad de la Gran Guerra
Madrid, 5 de agosto de 1914.
El asesinato en Sarajevo del archiduque
Francisco Fernando (28.6.1914), heredero del Imperio Austro-húngaro, abre la última crisis
que conduce al estallido de la Guerra.
Tras las infructuosas negociaciones de
julio, el 23 Viena lanza el ultimátum a Belgrado. Ese mismo día, Francia
promete ayuda a Rusia y, dos días más tarde, el imperio ruso se alía con
Serbia.
El imperio austríaco moviliza sus
ejércitos el 27; Rusia lo hace el 30 y Alemania y Francia, el 31 y el 1 de agosto.
El 31 de julio el presidente del
gobierno, Eduardo Dato, telefonea a Alfonso XIII, que se encuentra veraneando
en Santander, y le comunica la decisión de el gobierno de mantenerse neutral en
el conflicto.
Ante la amenaza de la tragedia, la
población se siente mayoritariamente confortada por la decisión gubernamental
de permanecer neutral ante el conflicto europeo.
Dato escoge la mejor de las escasas
posibilidades existentes.
España, cuyos dos objetivos principales en
política exterior son Gibraltar y Marruecos, se siente ajena a los problemas de
los demás países europeos: los enfrentamientos de los imperios coloniales, el
nacionalismo balcánico, la competencia de los grandes estados industriales,
etc. Por lo tanto, no coincide con los intereses de la Triple Alianza ni con
los de la triple Entente.
Por otro lado, la precaria situación
militar y naval, el creciente déficit presupuestario, el escaso desarrollo de la
industria y el comercio españoles, no dejan otra salida que la neutralidad.
En un discurso en el Ateneo de Madrid, Manuel
Azaña afirma: “La neutralidad de España no ha sido ni es una neutralidad libre,
declarada por el gobierno y aceptada por la opinión después de un maduro
examen... sino una neutralidad forzosa, impuesta por nuestra propia indefensión”.
Y añade:
La guerra ofreció a muchos la
posibilidad de lucrarse “Jamás ante un suceso de magnitud tamaña se ha encontrado
un pueblo menos preparado que el pueblo español para afrontarlo.” Y cuenta que
nuestra impreparación es doble... “No teníamos preparación diplomática ni
militar, no teníamos política europea; no teníamos tampoco preparación moral,
no conocíamos los datos del problema y carecíamos de cultura interna necesaria
para improvisar una apreciación de los valores morales que están en litigio.”A
todas estas razones para que España no entre en el conflicto, debe sumarse el
interés de los países en guerra, especialmente de Alemania, que desea evitar
una línea de defensa en los Pirineos. Además, ambos bloques esperan los favores
comerciales de España. A pesar de la neutralidad, la guerra tiene en España
importantes consecuencias, tanto económicas como de opinión pública, ya que
surge una enconada polémica entre germanófilos y aliadófilos
“Lo primero que debe tenerse presente en
esta cuestión es que la neutralidad de España no ha sido ni es una neutralidad
libre, declarada por el Gobierno y aceptada por la opinión después de maduro
examen de todas las conveniencias nacionales, sino neutralidad forzosa,
impuesta por nuestra indefensión, por la carencia absoluta de medios militares
capaces de medirse con los ejércitos europeos (…). De manera que, aunque la
independencia de España, la integridad de su suelo, el porvenir de la Patria
hubiesen estado pendientes de nuestra intervención armada, nosotros hubiéramos
tenido que renunciar a nuestra independencia, a nuestra integridad, a nuestro
porvenir, por falta de elementos para ponerlo a salvo”.
Azaña, Manuel: “Los motivos de la
germanofilia”, conferencia en el Ateneo de Madrid, 25-5-1917.
El posicionamiento
Una vez se inicia la I Guerra Mundial,
la postura del Rey, Alfonso XIII, y del Presidente del Gobierno, Eduardo Dato,
fue de absoluta y estricta neutralidad según marcaban las leyes
internacionales. Este posicionamiento venía marcado por varios factores:
La falta de medios del Ejército español.
Esto es debido a que España estaba centrada en controlar lo que sería su nuevo
imperio en el norte de África, allí tenía a la mayor parte del Ejército
español. Además, eran unas tropas que no estaban bien preparadas en lo que a un
ejército moderno se refiere. Si España se metía en un conflicto podría provocar
que el país se quedara sin ejército que defendiera a la patria, como denunciaba
Manuel Azaña.
El menor peso internacional de España,
que sumado a su falta de medios y las relaciones exteriores con las potencias
francesas y británicas, hizo pensar a Francia y Gran Bretaña que la
intervención española podía suponer más una molestia que una ayuda.
Además, la decisión de España seguía la
línea de otros países mediterráneos como Italia, que en un principio se declaró
neutral y ayudaba a guardar esa neutralidad, ya que, si Italia desde un inicio
hubiera entrado en la guerra, hubiera provocado una guerra naval en el
Mediterráneo que habría acabado con la neutralidad española.
Voces a favor y en contra de la
neutralidad
A pesar de la tajante decisión de las
máximas autoridades del país y de que la situación española no era la más
propicia para entrar en guerra, hubo voces dentro de España que abogaban por la
participación en el conflicto español.
*.- El Conde de Romanones señala que España
debería hacer saber a sus aliados franceses e ingleses que los españoles están
con ellos. Además dice que la neutralidad puede matar a España, ya que puede
contribuir a hacer el papel internacional de España más pequeño.
*.- Melquíades Álvarez que al principio
defendió la neutralidad, poco a poco cambió su opinión. Melquíades habló de que
si España se negaba a ayudar a los aliados frente a las potencias imperiales,
era negarse a la evidencia misma.
*.- Otros políticos como Alejandro Lerroux
impulsaron campañas a favor de la intervención española en la I Guerra Mundial.
Aunque había mucha gente a favor de la
intervención, también hubo políticos que manifestaron su aprobación por la
decisión tomada por los dirigentes.
*.- Francesc Cambó dijo que España debía ser
neutral en la guerra porque no podía hacer otra cosa. Pablo Iglesias también
abogaba por la neutralidad, aunque estaba a favor de la victoria de Francia y
Gran Bretaña.
Conclusión
España, copiando a Cambó, fue neutral
porque no podía ser otra cosa. Esta decisión fue la más correcta viendo los
medios que se tenían y los intereses españoles. Estos intereses por la
neutralidad era para no buscar más enemistades con otros países y diezmar más
sus relaciones exteriores.
Pero, la Gran Guerra, no fue algo
negativo para España, al ser neutral se benefició de este hecho para ser
abastecedor de ambos bandos en la guerra, lo que supuso una época de
crecimiento económico para España.
Manuel Azaña Díaz (Alcalá de Henares,
Madrid, 1880 - Montauban, Francia, 1940) Político español, presidente de la
Segunda República. Procedente de una familia liberal, Azaña estudió Derecho en
Zaragoza y Madrid, doctorándose con una tesis sobre La responsabilidad de las
multitudes; entró por oposición en la función pública (1910); y completó su
formación con una beca de la Junta para Ampliación de Estudios en París en
1911-12. Su actividad intelectual le llevó a la secretaría del Ateneo de
Madrid, puesto que ocupó entre 1913 y 1920; su interés por los asuntos
militares se inició al ser comisionado por el Ateneo para visitar los frentes
de la Primera Guerra Mundial en Francia e Italia (1916).
En 1913 ingresó en el Partido Reformista
de Melquiades Álvarez y participó con Ortega y Gasset en la fundación de la
Liga de Educación Política; en 1918 fundó la Unión Democrática Española; pero
fracasó en sucesivos intentos de ser elegido diputado en las Cortes de la
Restauración (1918 y 1923). Se apartó temporalmente de la política para dedicarse
al periodismo, primero como corresponsal en París (1919-20), luego al frente de
La Pluma (1920-23) y finalmente como director de la revista España.
Bajo la dictadura Primo de Rivera
abandonó el Partido Reformista y se declaró partidario de la República,
fundando Acción Republicana (1925); al mismo tiempo, crecía su prestigio
intelectual, con la publicación de obras como El jardín de los frailes o
Ensayos sobre Valera. En 1930 accedió a la presidencia del Ateneo y, ya como
figura de alcance nacional, participó en el Pacto de San Sebastián para
derrocar a la monarquía.
Al proclamarse la República española (14
de abril de 1931), Azaña se integró en el gobierno provisional como ministro de
la Guerra. Participó activamente en las Cortes constituyentes. Y asumió la
Presidencia del Consejo de Ministros cuando las discrepancias sobre las
relaciones Iglesia-Estado llevaron a Alcalá Zamora a abandonar el gabinete.
Como jefe de un gobierno formado por
socialistas y republicanos de izquierdas (1931-33), Azaña impulsó un amplio
programa de reformas: secularizó la vida pública (legalizando el matrimonio
civil y el divorcio), reformó el ejército, puso en marcha una reforma agraria y
concedió la autonomía a Cataluña. Todo ello le enfrentó con las fuerzas
conservadoras, pero no fue suficiente para asegurarle el apoyo del movimiento
obrero, en un momento en que la depresión económica mundial agudizaba las
dificultades; desprestigiado por la represión armada de un levantamiento
campesino en Casas Viejas (Cádiz), hubo de dimitir y perdió las elecciones de
1933, que dieron el gobierno a la derecha.
En 1934 fusionó su partido con los
radicales de Marcelino Domingo, formando Izquierda Republicana (1934), partido
con el cual realizó una efectiva campaña de oposición al gobierno. La ascensión
de Gil Robles al poder, interpretada como el triunfo del fascismo en España, le
llevó a participar primero en la fracasada Revolución de Octubre de 1934 (por
lo que pasó algún tiempo en prisión) y a integrarse después en un Frente Popular
con todas las fuerzas de izquierdas.
El triunfo de dicha formación en las
elecciones de febrero de 1936 devolvió a Azaña a la jefatura del gobierno y le
promovió después a la Presidencia de la República (mayo). Enseguida retomó el
programa reformista del primer bienio republicano, pero apenas tuvo tiempo de
desarrollarlo, por el golpe de Estado que, a partir de julio, dio paso a la
Guerra Civil (1936-39).
Azaña se fue quedando progresivamente
aislado, sin capacidad para mantener la unidad y el orden en el bando
republicano, ante el radicalismo y los conflictos internos de las
organizaciones obreras. Refugiado en su papel de intelectual, se permitió
reflexionar sobre la guerra en La velada en Benicarló (1937); y defendió la
conveniencia de acelerar un final negociado de la contienda, ante la
perspectiva inexorable de la derrota (lo cual le enfrentó con Negrín). Perdida
la guerra se exilió en Francia y renunció a la Presidencia (1939).
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