HENRY KAMEN
El autor desmiente la tesis nacionalista
de que la Paz de 1713 fue un golpe a Cataluña
Asegura, al contrario, que la gran
perjudicada fue España, que perdió su gran imperio
HACE 300 AÑOS, en abril de 1713, se
acordaba la Paz de Utrecht.
Hubo alegría en la mayor parte de Europa, después
de diez años de guerra y decenas de miles de muertos. Para celebrar la ocasión,
en Londres, el compositor británico Handel compuso un resonante Utrecht Te
Deum.
Entre los españoles fue uno de los tratados más odiados de todos los
tiempos, porque desmanteló su imperio y condenó al país a ser un jugador menor
entre las potencias europeas.
Se sigue recordando el Tratado por una razón
principal: porque privó a España de Gibraltar.
Hoy, vale la pena mirar otro
aspecto del tratado, el así llamado caso de los catalanes. Gibraltar tal vez
siempre sea británico, pero ¿será Cataluña siempre española? Fue una de las
cuestiones que los diplomáticos en Utrecht pensaban que habían resuelto, pero
lamentablemente todavía es un tema vivo hoy, 300 años más tarde.
La conmemoración de Utrecht este año ya
ha dado lugar a una distorsión sistemática de la Historia por aquéllos que
tienen motivos para distorsionarla.
Decenas de páginas web se han dedicado a
reescribir los hechos con el fin de engañar a un público que no sabe Historia.
¿Cuál es el propósito de toda esta actividad?
El presidente de la Generalitat,
Jordi Pujol, propuso en 2002: «Si España reclama la recuperación de Gibraltar,
Cataluña reclama la recuperación de la cosoberanía o soberanía compartida»
que se daba antes del Tratado de Utrecht: «Si se dice que hay que revisar lo de
Gibraltar, nosotros también podemos pedir que se revise lo de Cataluña».
Por supuesto, no podemos jugar el juego
absurdo de abrogar antiguos tratados internacionales.
En 1713, los británicos
intentaban proteger a sus aliados catalanes exigiendo que el rey de España
respetara la soberanía de la Cataluña rebelde. Recordemos que no hubo ninguna
teoría de absolutismo inspirando al rey.
En 1707, Berwick ya había criticado la
imprudencia de abolir los fueros, y siempre se oponía (lo dice en sus
Memorias).
También Luis XIV aconsejó al rey que tratara a los catalanes con
clemencia, que consiguiera términos razonables de capitulación, y conservara
las leyes municipales y las instituciones de Cataluña. «Creo es de vuestro
interés», escribía, «moderar la severidad que queréis usar con sus habitantes,
pues aun cuando sean vuestros súbditos debéis tratarlos como a padre y
corregirlos sin perderlos».
Pero el rey y algunos de sus consejeros
creyeron que la rebelión tenía un precio. Aragón y Valencia ya habían pagado el
precio de la rebelión, y a los catalanes no les podía sorprender que serían
castigados por incumplir su juramento de lealtad a Felipe V.
Los británicos
sabían cómo iban las intenciones de España, pero el nuevo gobierno en Londres
no vio más alternativa que abandonar a los catalanes, ya que quería poner fin a
la sangrienta guerra.
Los catalanes continúan viendo tal decisión como una
traición.
Eso es cierto.
Pero la traición no la cometió el nuevo gobierno británico,
que no había hecho ninguna promesa de apoyar la rebelión.
El desaparecido
Ernest Lluch me recordaba, poco antes de su asesinato, que Gran Bretaña «tiene
todavía una deuda pendiente con Cataluña».
Pero la deuda, de hecho, era
únicamente del Partido Whig, cuyos banqueros eran los más beneficiados por la
guerra y apoyaban la causa catalana como excusa para continuarla.
El argumento
lo esgrimió con fuerza el escritor Jonathan Swift en su famosa publicación La
conducta de los aliados (1711), en la que denunciaba a los aprovechados que
salían ganando con la guerra: «Adinerados hombres cuya cosecha perpetua es la
guerra, y cuyo negocio verán descender en mucho con una paz». También exponía
la carga intolerable que representaba apoyar a los rebeldes en Cataluña, donde
el reclutamiento y costos navales eran sufragados exclusivamente por los
británicos.
Lord Bolingbroke, uno de los líderes del
nuevo gobierno Tory, declaró específicamente al ministro francés de la guerra
que la paz debería haber sido posible ya en 1706 y que desde 1711 «nosotros [en
Gran Bretaña] queremos una paz, y el sentir de la nación es por ello,
cualquiera que sea el ruido que hagan aquellos que encuentran su ganancia
privada en la calamidad universal». La búsqueda de la paz, en otras palabras,
no tenía nada que ver con la «causa de los catalanes» y había sido decidida
años antes del asedio de Barcelona. Los británicos no tenían ninguna «deuda
pendiente».
DE HECHO, el artículo 13 del Tratado de
Utrecht dejaba claro que al rey de España se le pedía tratar a los rebeldes con
clemencia. Era lo mínimo que podían pedir los negociadores británicos.
Obviamente, no había manera de imponer tal demanda al hostil gobierno español,
que mediante el mismo tratado se le acababa de privar de una buena parte de su
territorio imperial.
Había la posibilidad de una rendición negociada, como
Berwick esperaba; pero Rafael Casanova y el grupo en Barcelona que le apoyaba
se había negado a negociar, lo que obligó al general Villarroel a dimitir de su
mando militar. La decisión de Casanova fue un acto deliberado de suicidio.
Los catalanes, libre y felizmente,
aceptaron a Felipe V como rey.
En octubre de 1701, las Cortes de Cataluña,
presididas por el rey, se reunieron en el monasterio de San Francisco.
En una
atmósfera de exquisita moderación, el rey accedió a buena parte de las
peticiones de las Cortes y concedió varios privilegios de nobleza para miembros
de la élite catalana.
En agradecimiento, las Cortes le obsequiaron con una
bonita suma de dinero para las necesidades reales. Fue, con seguridad, una de
las reuniones de Cortes en Barcelona con más éxito. El brazo real informaba que
el rey les había otorgado «tan singulars gràcias i prerrogativas quals en pocas
Corts se hauran concedit», y un posterior oponente del régimen de Felipe V,
Feliu de la Penya, admitía que la sesión había resultado en «las constituciones
más favorables que había conseguido la provincia».
Cataluña, en suma, era un territorio
libre y semisoberano de España. Esa soberanía sólo fue perturbada cuando un
grupo de catalanes hizo una alianza con el gobierno británico y maquinó
entregar Barcelona a la marina británica. Cataluña, en 1701 y 1713, era ya una
parte de España, como los catalanes reconocieron en diversas publicaciones que
divulgaron durante la guerra, de modo que resulta claramente ingenuo que
cualquiera, hoy en día, sugiera que no fue así y que si el Tratado de Utrecht
fuese rescindido, ahora Cataluña automáticamente sería libre. Eso no es sólo
una fantasía, también es mala historia. El Tratado de Utrecht fue muy malo para
la España imperial, pero de ninguna manera afectó el estatus jurídico de
Cataluña.
Henry Kamen es historiador británico. Su
nuevo libro, La Inquisición española, se publica en Editorial Crítica este año Diario El Mundo.
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