lunes, 1 de abril de 2013

El Tratado de Utrecht y Cataluña



HENRY KAMEN


El autor desmiente la tesis nacionalista de que la Paz de 1713 fue un golpe a Cataluña

Asegura, al contrario, que la gran perjudicada fue España, que perdió su gran imperio



HACE 300 AÑOS, en abril de 1713, se acordaba la Paz de Utrecht.
Hubo alegría en la mayor parte de Europa, después de diez años de guerra y decenas de miles de muertos. Para celebrar la ocasión, en Londres, el compositor británico Handel compuso un resonante Utrecht Te Deum.
Entre los españoles fue uno de los tratados más odiados de todos los tiempos, porque desmanteló su imperio y condenó al país a ser un jugador menor entre las potencias europeas.
Se sigue recordando el Tratado por una razón principal: porque privó a España de Gibraltar.
Hoy, vale la pena mirar otro aspecto del tratado, el así llamado caso de los catalanes. Gibraltar tal vez siempre sea británico, pero ¿será Cataluña siempre española? Fue una de las cuestiones que los diplomáticos en Utrecht pensaban que habían resuelto, pero lamentablemente todavía es un tema vivo hoy, 300 años más tarde.

La conmemoración de Utrecht este año ya ha dado lugar a una distorsión sistemática de la Historia por aquéllos que tienen motivos para distorsionarla.
Decenas de páginas web se han dedicado a reescribir los hechos con el fin de engañar a un público que no sabe Historia.
¿Cuál es el propósito de toda esta actividad?
El presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, propuso en 2002: «Si España reclama la recuperación de Gibraltar, Cataluña reclama la recuperación de la cosoberanía o soberanía compartida» que se daba antes del Tratado de Utrecht: «Si se dice que hay que revisar lo de Gibraltar, nosotros también podemos pedir que se revise lo de Cataluña».

Por supuesto, no podemos jugar el juego absurdo de abrogar antiguos tratados internacionales.
En 1713, los británicos intentaban proteger a sus aliados catalanes exigiendo que el rey de España respetara la soberanía de la Cataluña rebelde. Recordemos que no hubo ninguna teoría de absolutismo inspirando al rey.
En 1707, Berwick ya había criticado la imprudencia de abolir los fueros, y siempre se oponía (lo dice en sus Memorias).
También Luis XIV aconsejó al rey que tratara a los catalanes con clemencia, que consiguiera términos razonables de capitulación, y conservara las leyes municipales y las instituciones de Cataluña. «Creo es de vuestro interés», escribía, «moderar la severidad que queréis usar con sus habitantes, pues aun cuando sean vuestros súbditos debéis tratarlos como a padre y corregirlos sin perderlos».

Pero el rey y algunos de sus consejeros creyeron que la rebelión tenía un precio. Aragón y Valencia ya habían pagado el precio de la rebelión, y a los catalanes no les podía sorprender que serían castigados por incumplir su juramento de lealtad a Felipe V.
Los británicos sabían cómo iban las intenciones de España, pero el nuevo gobierno en Londres no vio más alternativa que abandonar a los catalanes, ya que quería poner fin a la sangrienta guerra.
Los catalanes continúan viendo tal decisión como una traición.
Eso es cierto.
Pero la traición no la cometió el nuevo gobierno británico, que no había hecho ninguna promesa de apoyar la rebelión.
El desaparecido Ernest Lluch me recordaba, poco antes de su asesinato, que Gran Bretaña «tiene todavía una deuda pendiente con Cataluña».
Pero la deuda, de hecho, era únicamente del Partido Whig, cuyos banqueros eran los más beneficiados por la guerra y apoyaban la causa catalana como excusa para continuarla.
El argumento lo esgrimió con fuerza el escritor Jonathan Swift en su famosa publicación La conducta de los aliados (1711), en la que denunciaba a los aprovechados que salían ganando con la guerra: «Adinerados hombres cuya cosecha perpetua es la guerra, y cuyo negocio verán descender en mucho con una paz». También exponía la carga intolerable que representaba apoyar a los rebeldes en Cataluña, donde el reclutamiento y costos navales eran sufragados exclusivamente por los británicos.

Lord Bolingbroke, uno de los líderes del nuevo gobierno Tory, declaró específicamente al ministro francés de la guerra que la paz debería haber sido posible ya en 1706 y que desde 1711 «nosotros [en Gran Bretaña] queremos una paz, y el sentir de la nación es por ello, cualquiera que sea el ruido que hagan aquellos que encuentran su ganancia privada en la calamidad universal». La búsqueda de la paz, en otras palabras, no tenía nada que ver con la «causa de los catalanes» y había sido decidida años antes del asedio de Barcelona. Los británicos no tenían ninguna «deuda pendiente».

DE HECHO, el artículo 13 del Tratado de Utrecht dejaba claro que al rey de España se le pedía tratar a los rebeldes con clemencia. Era lo mínimo que podían pedir los negociadores británicos. Obviamente, no había manera de imponer tal demanda al hostil gobierno español, que mediante el mismo tratado se le acababa de privar de una buena parte de su territorio imperial.
Había la posibilidad de una rendición negociada, como Berwick esperaba; pero Rafael Casanova y el grupo en Barcelona que le apoyaba se había negado a negociar, lo que obligó al general Villarroel a dimitir de su mando militar. La decisión de Casanova fue un acto deliberado de suicidio.

Los catalanes, libre y felizmente, aceptaron a Felipe V como rey.
En octubre de 1701, las Cortes de Cataluña, presididas por el rey, se reunieron en el monasterio de San Francisco.
En una atmósfera de exquisita moderación, el rey accedió a buena parte de las peticiones de las Cortes y concedió varios privilegios de nobleza para miembros de la élite catalana.
En agradecimiento, las Cortes le obsequiaron con una bonita suma de dinero para las necesidades reales. Fue, con seguridad, una de las reuniones de Cortes en Barcelona con más éxito. El brazo real informaba que el rey les había otorgado «tan singulars gràcias i prerrogativas quals en pocas Corts se hauran concedit», y un posterior oponente del régimen de Felipe V, Feliu de la Penya, admitía que la sesión había resultado en «las constituciones más favorables que había conseguido la provincia».

Cataluña, en suma, era un territorio libre y semisoberano de España. Esa soberanía sólo fue perturbada cuando un grupo de catalanes hizo una alianza con el gobierno británico y maquinó entregar Barcelona a la marina británica. Cataluña, en 1701 y 1713, era ya una parte de España, como los catalanes reconocieron en diversas publicaciones que divulgaron durante la guerra, de modo que resulta claramente ingenuo que cualquiera, hoy en día, sugiera que no fue así y que si el Tratado de Utrecht fuese rescindido, ahora Cataluña automáticamente sería libre. Eso no es sólo una fantasía, también es mala historia. El Tratado de Utrecht fue muy malo para la España imperial, pero de ninguna manera afectó el estatus jurídico de Cataluña.

Henry Kamen es historiador británico. Su nuevo libro, La Inquisición española, se publica en Editorial Crítica este año Diario El Mundo.

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