Memoria
del general Batet
Mola
lo protegió, pero Franco no solo lo hizo condenar a muerte, sino que lo sometió
a vejaciones y humillaciones
HILARI
RAGUER 25 ENE 2012 - 21:53 CET
Tengo
apenas esbozadas unas Vidas paralelas de tres catalanes de la tercera España,
de los que no cabían ni en la roja ni en la azul: un eclesiástico, el cardenal
Vidal i Barraquer; un político, el nacionalista católico Carrasco Formiguera, y
un militar, el general Domingo Batet Mestres.
El
18 de febrero se cumplen 75 años del fusilamiento de este último.
Por
haber permanecido en octubre de 1934 fiel a la República, a la que había jurado
fidelidad, le fue concedida la laureada; por hacer lo mismo en julio de 1936
fue fusilado.
El
novelista y también notable historiador Luis Romero me había dicho que en la
muerte de Batet se escondía un misterio, y el misterio no era que lo fusilaran
(porque esta fue en principio la suerte de todos los militares que no se
sumaron a la rebelión), sino que se tardara siete meses en hacerlo.
Cuando
años más tarde conocí a don Francesc Carbó i Batet, celoso vindicador de la
memoria de su abuelo, el general, y puso en mis manos su precioso archivo
documental, se me desveló el misterio: mientras en el norte mandó Mola, lo
protegió, pero en cuanto Franco asume el poder supremo, pone en marcha la
máquina implacable de la justicia militar y no solo lo hace condenar a muerte,
sino que lo somete a una serie de vejaciones y humillaciones hasta hacerlo
ejecutar con una excepcional solemnidad pública.
Mola
apreciaba a Batet y hubiese querido que se sumara al alzamiento.
Cuando
los insurrectos de Burgos le comunican que ya han triunfado y que tienen preso
al general, les dice: “Que lo traten bien”.
Quería
impedir que le dieran el paseo, como hicieron con su coronel ayudante y tantos
otros.
Además,
le estaba agradecido.
Cuando
un mes antes del alzamiento Batet fue nombrado jefe de la VI División Orgánica,
con sede en Burgos, de la que dependía Pamplona con la brigada que mandaba
Mola, Esquerra Republicana, que no perdonaba a Batet la victoria sobre Companys
en el 34, protestó y amenazó con retirarse del Gobierno, como si aquel destino
fuera una bicoca, cuando el general había aceptado por disciplina, plenamente
consciente de que se metía en el más enrabietado avispero de la Península.
Entonces
Mola escribió a Batet solidarizándose con él, pues decía acordarse de que
cuando, al caer la dictadura, fue procesado por su actuación como director
general de Seguridad, Batet había sido el único general republicano que le
defendió.
Pero
el agradecimiento de Mola no era tanto como para enfrentarse a Franco por la
vida de Batet.
Franco
tenía contra Batet que no le había obedecido cuando la noche del 6 de octubre,
puesto por el ministro Diego Hidalgo al frente de la represión de la rebelión,
le ordenó que asaltara a sangre y fuego la Generalitat.
Paul
Preston ha puesto de relieve la importancia que en la vida del futuro Caudillo
tuvo aquella designación: proclamado el estado de guerra en toda España, las
autoridades civiles quedan sometidas a las militares, y a la cabeza de estas
está de hecho Franco, que incluso manda a aviones y barcos (¡su viejo sueño
incumplido de entrar en la Marina de guerra!).
Batet,
valiéndose de que el cargo de Franco no era formal, pues Hidalgo había prescindido
del jefe del Estado Mayor Central, general Masquelet, no le obedeció y apeló al
ministro de la Guerra, Hidalgo; al presidente del Gobierno, Lerroux, y al
presidente de la República, Alcalá Zamora, haciéndoles ver que la operación
nocturna ocasionaría una matanza de civiles y militares de ambos bandos, y en
cambio lo tenía todo dispuesto para, en cuanto amaneciera, forzar la rendición.
Los
tres confiaron en él y en la madrugada del 7, al primer cañonazo, Companys se
rindió, y cuando llegó flota de guerra con un Tercio de la Legión que Franco
había enviado a Barcelona, Cataluña estaba en paz y se libró de la represión
sangrienta que padecería Asturias.
Franco
se sintió desairado y, para mayor inri, tuvo que tragarse que se concediera la
laureada, que él tanto ambicionaba, a Batet por Cataluña y a López Ochoa por
Asturias.
Tendría
que autoconcedérsela al término de la Guerra Civil.
Vida,
pasión y muerte del general Batet
Juan
Francisco Fuentes 1 OCT 1994
La
figura del general Domingo Batet (1872-1937) ha pasado a la historia por la
trágica paradoja que le reservó el destino: premiado con la laureada de San
Fernando por sofocar la rebelión de la Generalitat catalana en octubre de 1934,
su negativa a sublevarse contra la República en julio de 1936 provocaría su
detención por sus propios subordinados y un consejo de guerra que le acusó del
curioso delito de adhesión a la rebelión militar, por el que fue condenado a
muerte y posteriormente fusilado.
Si
en 1934 su defensa del orden constitucional le fue recompensada con la
laureada, en 1936 le habría de costar la vida.
Todo
ello convertía al general Batet en un personaje un tanto singular, a la vez
insólito y paradigmático.
Militar,
catalán, católico y republicano, la situación límite de la guerra civil haría
imposible su posición tolerante y conciliadora, censurada, a la postre, desde
ambos bandos, que crearon en torno a él una especie de leyenda negra de doble
uso.
Tachado
de traidor por cierto sector del nacionalismo catalán a causa de su lealtad al
Gobierno central en octubre de 1934, la extrema derecha española no le perdonó
ni la prudencia con que actuó en Cataluña como jefe de la división orgánica ni
su fidelidad a la República en 1936, aparte de lanzar contra él la consabida -y
en este caso falsa- acusación de pertenecer a la masonería.
El
libro que acaba de dedicarle, Hilari Raguer (El general Batet. Publicaciones de
l'Abadia de Montserrat, Barcelona, 1994) esclarece el trágico final del
personaje a la luz de una abundante documentación inédita, escrupulosamente
manejada, pero también a partir de la reconstrucción de la poco conocida
trayectoria personal y profesional de Batet antes de la proclamación de la II
República.
El
resultado es una buena biografía, de lectura amena y sugestiva, que supera
largamente en solvencia histórica y -dentro de lo que cabe- en objetividad las
breves semblanzas biográfica existentes hasta ahora.
El
origen catalán de Batet y la falta de tradición militar en su familia llevan el
autor a presentarle como un oficial atípico, completamente ajeno al espíritu de
casta que anidaba en buena parte de la oficialidad española a raíz, sobre todo,
del desastre del 98. Precisamente, la traumática experiencia vivida en las
guerras coloniales desarrolló en Batet, al contrario que en los llamados
africanistas, una conciencia humanista y liberal, a la vez que firmemente
cristiana, que le hizo chocar muy pronto con la mentalidad depredadora del
Ejército colonial y con toda una concepción de la profesión militar.
En
opinión de Hilari Raguer, su futura peripecia como general republicano se
vislumbra ya en los años veinte. Sin embargo, a diferencia de otros oficiales
liberales que conspiraron contra la dictadura y la monarquía, el idealismo de
Batet apenas trascendió al ámbito estrictamente profesional, por mucho que su
compromiso en la moralización y modernización del Ejército hiciera madurar en
él una concepción civilista y liberal del papel de las Fuerzas Armadas.
Que
este desiderátum no podía tener cabida bajo la monarquía alfonsina lo pudo
comprobar -antes incluso del golpe de Estado de Primo de Rivera- durante su
actuación como juez instructor del llamado expediente Picasso, cargo para el
que fue nombrado en 1922 y que le obligó a investigar sobre el terreno las
responsabilidades del Ejército de África en el desastre de Annual.
Su
valerosa defensa de la legalidad en un ambiente extremadamente hostil, su
compenetración con Alcalá Zamora desde 1922 y sus demoledores informes sobre la
conducta de los mandos más populares del Ejército colonial, empezando por el
futuro general Franco, parecen marcar definitivamente su destino.
Se
diría, efectivamente, que la obra de Raguer está en todo momento orientada a la
búsqueda del significado de la muerte del general catalán, y no sólo por
tratarse del episodio culminante de una vida que parece predestinada a la
tragedia, sino también por el valor simbólico que el autor le atribuye, porque
"la tragedia del general Batet", llega a decir, "és la tragedia
de l'Espanya".
Ese
carácter emblemático, de hombre representativo de la España y la Cataluña
liberal, se refuerza en la comparación con Franco, su polo opuesto, y en el
recorrido por sus discrepancias y enfrentamientos en el orden profesional e
ideológico.
Raguer
considera el radical antagonismo entre ambos como una de las claves para
entender el principal enigma que ha rodeado la muerte da Batet: la inutilidad
de las peticiones de indulto que, hicieron llegar a Franco generales tan
notorios en el bando sublevado como Cabanellas, Mola y Queipo de Llano.
La
decisión de Franco de no conmutarle la pena de muerte sería consecuencia, por
una parte, de su resentimiento personal hacia Batet, al que no perdonaba el
haber conseguido neutralizar la rebelión de la Generalitat en 1934 sin apenas
derramamiento de sangre, bien al contrario de lo ocurrido en Asturias.
Por
otra parte, el autor cree ver en la significativa cadencia procesal de la causa
la influencia de determinados acontecimientos militares y políticos, uno de
ellos el ascenso al poder del propio general Franco, que utilizó el caso Batet
para hacer un alarde de su incontestable poder personal frente a sus compañeros
de sublevación y posibles rivales.
La
calidad del libro de Raguer no impide, como es obvio, que algunas de sus
apreciaciones resulten muy discutibles, por ejemplo, su insistencia de implicar
a Azaña en la revuelta encabezada por Companys en octubre de 1934 o la
suposición de que Batet habría sufrido
en Cataluña, en julio de 1936, la misma suerte que el general López Ochoa en el
Madrid republicano.
Por
lo demás, a lo largo de toda la obra, pero muy especialmente en el epílogo, se
plasma una visión vindicativa y a la vez reconciliadora de la tragedia personal
del general Batet, presentado en estas páginas como uno de los abanderados de
la llamada tercera España, junto a personas como Unamuno, Madariaga, el
cardenal Vidal i Barraguei y -cómo no- el político catalán Carrasco i
Formiguera, que, tras huir de la Cataluña republicana, acabó iendo fusilado en
el Burgos franquista -como Batet- por catalanista y liberal.
No
hará falta insistir en que el libro de Hilari Raguer, que es lo se dice una
obra de género, tiene -y en grandes dosis- ese componente hagiográfico que es
propio de muchas biográficas. Sin duda, el caso de Batet hacía aún más
tentadora la deriva hagiográfica del género, tanto por la profunda devoción
cristiana del general -ilustrada, con especial énfasis, a partir de su
correspondencia personal- como por el verdadero martirio moral que le tocó
sufrir en los últimos meses de su vida, y que el autor reconstruye sin
escatimar detalle. Más allá del indudable mérito de la investigación realizada,
el libro de Raguer es un oportuno alegato en favor de la paz civil y la
concordia. El éxito de esta biografía será, por ello, doblemente merecido.
Juan
Francisco Fuentes es profesor titular de Historia Contemporánea de la
Universidad Complutense.
No hay comentarios:
Publicar un comentario