La
democracia representativa es aburrida y contradictoria, pero asegura la
libertad y el progreso
Los defensores de la acción asamblearia no ven que la libertad se
define más por los límites que por las utopías
Nicolas
Redondo Terreros 8 MAY 2013 - 00:00 CET El País
La
poliédrica crisis española ha sacado a la luz debates de gran calado político.
Entre la algarabía, la directora de la Fundación Ideas codifica datos —el
respaldo al sistema democrático ha bajado del 85% al 61% en cuatro años; el
respaldo al sistema de partidos ha pasado de un apoyo mayoritario a que el 57%
crea que pueden ser sustituidos por movimientos asamblearios— y extrae conclusiones
razonables: los consensos básicos de la sociedad española han saltado por los
aires.
Sobresale
en este desordenado debate la discusión sobre la democracia directa o la
representativa, muy estimulante aunque poco académica. Los partidarios de la democracia popular,
sintiéndose claramente favorecidos por el apoyo social, aducen pocas razones.
Mientras,
los defensores de la segunda opción se mantienen escondidos a la espera de que
el ambiente cambie y no sea necesario ni coraje, ni esfuerzo intelectual para
defender sus posiciones.
Por
ejemplo, la controversia ha oscilado desde el interior del PSOE —donde la forma
de elegir al candidato ha sustituido al interés por su discurso— a iniciativas
populares como la de la plataforma antidesahucios, aceptada en primera
instancia en el Congreso por todos los grupos políticos y escasamente tenida en
cuenta en el proceso parlamentario, por hacer referencia a dos ejemplos
pacíficos y legitimados por sus fines y, sobre todo, por los medios propuestos
o empleados. Pocos se atreven a exponer los aspectos positivos de la
democracia representativa y sucumben ante la poderosa energía de los que
defienden la acción asamblearia. Estos últimos, sin ver que la vida en libertad
se define más por los límites, por lo que no se puede hacer, que por las
utopías, rechazan los argumentos contrarios, convencidos de su absoluta razón,
convirtiendo sus propuestas en sagradas.
Se
sienten seguros y arrogantes al plantear inicialmente la pregunta: ¿Quién debe
gobernar?
Cualquier
demócrata contestaría que el pueblo, la sociedad o, en el caso de los partidos,
los militantes.
No
aceptaríamos que fuera una persona, estaríamos hablando de una dictadura, o un
grupo, que sería una oligarquía. Aunque hoy es el día en que, insensibles a los
dramáticos experimentos que la historia del siglo XX nos arroja a la cara,
proliferan los partidarios de Gobiernos basados en la clase social, en una
ideología o en grupos homogéneos integrados alrededor de sentimientos tan
intensos como indeterminados.
Frecuentemente
los partidarios de esta sofocante “hegemonía” son capaces de hacer armónica su
pretensión totalizadora con la democracia directa: unos utilizando de forma
instrumental las esperanzas de muchos, otros recurriendo a referendos
legitimadores, que los españoles deberíamos rememorar.
Convendría
recordar, sin embargo, que el enemigo permanente de estas inquietantes
expresiones políticas ha sido la democracia representativa; experiencia que no
invalida totalmente la defensa de la democracia directa, pero que debería
introducir cautelas y moderación en los proteicos defensores de la democracia
asamblearia.
Y
justamente la defensa de los derechos de la minoría, la preservación de las
legítimas contradicciones que inevitablemente surgen en una sociedad libre y
abierta, nos impone una pregunta anterior a la de ¿quién queremos que nos
gobierne?: ¿cómo queremos que nos gobiernen?
Si
queremos que nuestras propuestas e ideas, nuestra visión del mundo y de la
sociedad de la que somos ciudadanos, por minoritaria que sea, se pueda imponer
pacíficamente en el futuro,
*.-
si le damos importancia a los derechos individuales,
*.-
si tenemos derecho a la esperanza,
*.-
la democracia representativa se convierte en el mejor marco posible.
*.-
Es menos épica y más aburrida,
*.-
es menos estimulante y más rutinaria,
*.-
es menos simple y más contradictoria;
*.-
en fin, parece más natural y también más sofisticada,
*.-
pero justamente estas características son las que permiten más estabilidad, más
libertad individual y han asegurado el marco de mayor progreso en las
sociedades occidentales.
A
estas notas de carácter universal podemos sumar en nuestro país la necesidad de
grandes acuerdos, imprescindibles para consolidar una convivencia cívica tan
excepcional en nuestra historia, pero imposibles si “las plataformas sociales”
se adueñan del espacio público.
Razones,
unas y otras, de distinta naturaleza a las esgrimidas por Montesquieu: “Enrique
VII, rey de Inglaterra, aumentó el poder de los comunes para humillar a los
grandes; Servio Tulio, mucho antes que él, había extendido los privilegios del
pueblo para rebajar al Senado. Pero el pueblo cada vez más atrevido, derribó
ambas monarquías”.
Pensemos
en Suiza, un país que funciona y recurre con frecuencia a la consulta de su
sociedad para decidir sobre asuntos de muy diversa índole.
Pero
cada país es producto de su historia y los suizos, que no solo han inventado el
reloj de cuco, como dice Harry Lime, el personaje de Orson Wells en El tercer
hombre, son capaces de oponerse a la ampliación de sus vacaciones.
Aun
más, Suiza es, sobre todo, un país poderosamente institucionalizado, en el que
pueden “celebrar” 70 años sin huelgas —muy excepcionales y fuertemente
penalizadas— y sin cierres empresariales importantes, situación que no
satisface plenamente a los sindicatos suizos actuales.
Han
hecho compatible el recurso ocasional a los referendos con una vertebración
institucional muy sólida. Cuando los recursos de la democracia directa
cuestionan las instituciones de la democracia representativa, no cabe hablar de
democracia; es otra cosa.
Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad
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