En Europa, no se olvide, lo civil ha
solido ser «gris», neutro, negativo (lo que no es militar ni eclesiástico), y
esto ha determinado una pérdida de atractivo, un tremendo prosaísmo que ha sido
el tono de la República francesa y de la alemana de Weimar (Max Scheler se dio
cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la cuenta de ese gris buena
parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules).
No se ha sabido casi nunca -en
España, en 1931, desde luego no se supo- crear una imagen afirmativa y
atractiva de la condición civil (y civilizada), de la libertad y la
convivencia; tal vez sólo durante el liberalismo romántico, inspirado por una
buena retórica eficaz y por la doble imagen de la bella reina regente María
Cristina y la reina niña Isabel II.
Añádanse ahora -ahora, y no antes,
porque no fueron decisivos- los problemas económicos, muy reales en el
quinquenio que duró la República.
Mientras la Dictadura de Primo de
Rivera (1923-29) se había beneficiado de la prosperidad, de la bonanza
económica que parecía ilimitada y segura, la República vino a los dos años del
comienzo de la depresión de 1929, precisamente cuando sus efectos se hicieron
sentir en Europa (y provocaron una feroz crisis, que había de ser otra de las
causas del triunfo de Hitler a comienzos de 1933).
Europa era bastante pobre; España lo era
resueltamente; la mayor parte de la población -campesinos, obreros, clases
medias urbanas- vivía con estrechez que los jóvenes de medio siglo después ni
siquiera imaginan; la moderadísima elevación de precios afectó a la mayoría de
la población, que carecía de holgura y de reservas; el paro se intensificó (el
paro de entonces, sin seguridad social, sin el menor ingreso, que significaba
la pobreza y aun la miseria, en ocasiones el hambre); las huelgas constantes
aumentaron la crisis económica, mermaron la ya escasa riqueza, desalentaron la
inversión, aumentaron el paro previo, desarticularon la economía; una reforma
agraria demagógica y poco inteligente agravó la situación del campo.
Los extremos del espectro político no
sintieron esta crisis, más bien la fomentaron: unos, porque el malestar
fomentaba el descontento, y con él el espíritu revolucionario, que el bienestar
hubiese mitigado o desvanecido; los otros, por una profunda y egoísta
insolidaridad, por una esperanza de que el malestar económico y social
impidiese la consolidación de la República, fieles al lema de «cuanto peor,
mejor».
Se dirá que todo esto era muy grave y
hacía presagiar una descomposición del cuerpo social; pero, a pesar de su
importancia, estaba todavía muy lejos de la atroz realidad que es una guerra
civil.
Se avanzó a ella por sus pasos, muy
rápidos ciertamente.
El primero, la politización, extendida
progresivamente a estratos sociales muy amplios, es decir, la primacía de lo
político, de manera que todos los demás aspectos quedaban oscurecidos: lo único
que importaba saber de un hombre, una mujer, un libro, una empresa, una
propuesta, era si era de «derechas» o de «izquierdas», y la reacción era
automática.
La política se adelantó desde el
lugar secundario que le pertenece hasta el primer plano, dominó el horizonte,
eclipsó toda otra consideración.
Ello produjo, en un momento de
esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción
de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de
simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a
meros rótulos o etiquetas, destinados a desencadenar reflejos automáticos,
elementales, toscos.
Se produjo una tendencia a la
abstracción, a 1a deshumanización, condición necesaria de la violencia
generalizada.
En una gran porción de España se
engendra un estado de ánimo que podríamos definir como horror ante la pérdida
de la imagen habitual de España: ruptura de la unidad (que se siente amenazada
por regionalismos, nacionalismos y separatismos, sin distinción clara); pérdida
de la condición de «país católico» -aunque el catolicismo de muchos que se
horrorizaban fuese vacuo o deficiente-; perturbación violenta de los usos,
incluso lingüísticos, del entramado que hace la vida familiar, inteligible,
cómoda.
Frente a este horror, el mito de la
«revolución», la imposición del esquema «proletario-burgués», la
intranquilidad, la amenaza, el anuncio de «deshaucio» inminente -si vale la
expresión- de todas las formas de vida,
estilos o clases que no encajasen en el esquema convencional.
Los españoles menores de sesenta años -y
muchos mayores- deberían pasar algunas horas leyendo los periódicos de aquellos
años, desde La Nación y ABC hasta Claridad y Mundo Obrero, sin olvidar
demasiado El Debate, El Socialista, algunas revistas y, naturalmente, los
periódicos de otras ciudades que no fuesen Madrid.
Añádase a esto el mimetismo de movimientos
políticos extranjeros, la poderosa acción de los estímulos totalitarios: el
comunismo de un lado, cuyo influjo va mucho más allá del minúsculo partido que
usaba ese nombre, y se ejerce sobre todo dentro del partido socialista y de los
sindicatos; el «fascismo» del otro lado, como término genérico, mucho más
peligroso en su vertiente alemana que en la italiana (desde 1933, Mussolini irá
a remolque de Hitler, y es el año en que se consolidan en España las tendencias
que rara vez se denominarán «fascistas» por los que las defienden, pero sí
«nacionalsindicalistas», de tan clara resonancia «nacionalsocialista».
¿No había otra cosa?
Sí.
Por una parte, grupos que buscan la
«originalidad» en posiciones arbitrarias y arcaicas: carlismo, anarquismo.
Por otra, los que intentan defender una
«democracia» que resulta débil por varias razones: por la figura borrosa de las
llamadas «potencias democráticas» (Francia, Inglaterra), llenas de temor ante
los Estados totalitarios, vacilantes, con poca generosidad y gallardía,
oscilantes entre tendencias extremadamente reaccionarias y la aceptación de
cualquier tipo de «Frente popular»; por el triunfo en todas ellas de un
parlamentarismo excesivo, que impide a un poder ejecutivo fuerte enfrentarse
con los problemas, y las expone a la dictadura; finalmente, por la política de
concesiones que, antes y después de la guerra civil española, las llevará a una
política reactiva, sin iniciativa y que desembocó en la segunda guerra mundial.
Yo añadiría todavía un factor más,
que me parece decisivo para explicar la ruptura de la convivencia y finalmente
la guerra civil: la pereza.
Pereza, sobre todo, para pensar, para
buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás,
ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores.
Más aún, para realizar en continuidad
las acciones necesarias para resolver o paliar esos problemas, para poner en
marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante.
Era más fácil la magia, las
soluciones verbales, que dispensan de pensar y actuar.
En vez de pensar, echar por la calle
de enmedio.
Es decir, o los cuarteles o la
revolución proletaria, todo ello según su receta. En otras palabras, las
vacaciones de la inteligencia y el esfuerzo.
No se puede entender la situación
española del cuarto decenio de este siglo si se la aisla del conjunto de la
europea.
En 1931, según mis
cálculos, se produce un cambio generacional; es el momento en que «llega al
Poder» la generación de 1886 (los nacidos entre 1879 y 1893), y la de 1871 (en
España, la llamada del 98) pasa a la «reserva», aunque conserve considerable
influjo y prestigio.
Es el punto en que se inicia en toda
Europa el fenómeno de la politización, y con él la propensión a la violencia.
No hay más que ver en una cronología
detallada la serie de los sucesos en los años inmediatamente anteriores y
posteriores a 1931 para ver cómo cambian de cariz, de fisonomía. Comienza a
perderse el respeto a la vida humana.
Ese periodo generacional, que se extiende
hasta 1946, es una de las más atroces concentraciones de violencia de la
historia, y en ese marco hay que entender la guerra civil española.
Pero -se dirá- en otros países no se
llegó a tanto.
La guerra mundial fue otra cosa, no
propiamente una «discordia», una crisis eje la convivencia.
Además, muy probablemente fue
«estimulada» por la guerra civil de España, que funcionó a un tiempo como
«cebo» y «ensayo».
Todo esto es cierto, pero la
consecuencia que de estas consideraciones hay que extraer es que en la guerra
civil hubo un decisivo elemento de azar; que, contra lo que se ha dicho con
insistencia, no fue necesaria, no fue inevitable.
Creo, por el Contrario, que la guerra
civil hubiera podido evitarse de varias maneras, que había más de una salida a
una situación sin duda difícil y peligrosa.
Julian Marías. ¿Cómo pudo ocurrir?
Julian Marías. ¿Cómo pudo ocurrir?
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