sep 13 30
El federalismo como magia
El País | Joaquín Leguina
A fin de promocionar el Estatuto de
Cataluña, el siempre imaginativo Pascual Maragall se inventó un nuevo
concepto político: el “federalismo asimétrico” (como si en EE.UU o en
Alemania existieran un par de Estados o de länderde primera y el resto fueran
de segunda categoría), cuya finalidad última la expresó claramente el mismo
Maragall: “El objetivo del Estatuto es la desaparición del Estado central en
Cataluña”.
Una vez formado el primer tripartito
(año 2003) se inició el proceso estatutario que habría de llevar al
“federalismo asimétrico”, pero en el Parlamento de Cataluña la puja por
acrecentar la asimetría se hizo insoportable, pues a cada propuesta de aumento
competencial le seguía algún Groucho Marx pidiendo “además, dos huevos duros”, hasta
que el proyecto encalló en el Parlamento catalán; entonces Rodríguez Zapatero
llamó a Mas a La Moncloa y consiguió desatascarlo.
Más tarde volvería a requerir al
líder de CiU, cuando el texto volvió a quedar varado en el Congreso de los
Diputados.
Nadie supo jamás por qué ZP ponía
tanto empeño en pro de aquel estatuto, un proceso político puesto en marcha por
auténticos aprendices de brujo, que no sirvió para otra cosa que no fuera
exacerbar el separatismo.
En el preámbulo y en el título
preliminar del Estatuto estaban la afirmación de Cataluña como “nación”, “la
realidad nacional catalana”, el “derecho inalienable de Cataluña a su
autogobierno… que se fundamenta en los derechos históricos del pueblo catalán,
en sus instituciones seculares y en la tradición jurídica catalana”. La
permanente autorreferencia se resumía en el artículo 2.4: “Los poderes de la
Generalitat emanan del pueblo de Cataluña”, que es la expresión típica que
utiliza cualquier Constitución para proclamar la soberanía nacional.
El texto del Estatuto que llegó a las
Cortes, que tenía 227 artículos era, constitucionalmente, un disparate y por
mucho que se “peinara” pretendiendo encajarlo en la Constitución, el trabajo
resultó una misión imposible.
El Estatuto no cabía en la
Constitución porque hacía mangas y capirotes de la multilateralidad, concepto
intrínseco a cualquier Estado compuesto (federal o de otro tipo). No lo era por
su sistema de financiación. No lo era porque pretendiera crear catalanes de
primera (los que hablan la lengua “propia”) y catalanes de segunda (los
castellanohablantes). En suma: no lo era porque, como me confesó en privado un
veterano líder comunista, “no estamos ante un proyecto de ley, sino ante un
acta de rendición”.
El texto del nuevo Estatuto nunca se
discutió en órganos internos del PSOE, como son el Comité Federal y el Grupo
Parlamentario; y además echaba por tierra el acuerdo interno tomado por el PSOE
en Santillana al inicio del proceso estatutario.
Los diputados del PP (partido al cual,
desde el inicio, se quiso dejar fuera de cualquier acuerdo) recurrieron 128
artículos.
Eran seis los pilares básicos en los que
estaba asentado el nuevo Estatuto:
la nación,
la lengua,
el poder judicial en Cataluña,
las competencias,
la bilateralidad y la financiación;
y el Tribunal Constitucional los
desmontó todos.
Y cabe preguntarse: ¿es ese federalismo
(asimétrico) el mismo que la dirección del PSOE pretende colar ahora mediante
un cambio constitucional?
De ser así, como muchos nos maliciamos,
la dirección del PSOE pretendería volver, como la burra, al trigo
maragalliano-zapaterista, para resucitar un Saturno que se merendó a todos sus
inventores, dejando tras de sí frustraciones y derrotas. Y todo ello, ¿solo
para intentar “encajar” al PSC dentro del PSOE?
Antes de tomar una decisión tan
arriesgada, a la dirección del PSOE le convendría echar una ojeada sobre la
marcha electoral del PSC a partir de que Maragall entró en la liza autonómica
con sus “ideas geniales”:
Año 1999, Maragall: 1.183.000 votos y 53
diputados.
Año 2003, Maragall: 1.026.000 votos y 42
diputados (primer tripartito).
Año 2006, Montilla: 790.000 votos y 37
diputados (segundo tripartito).
Año 2010, Montilla: 575.000 votos y 28
diputados.
En 2012, Pere Navarro: 524.000 votos y
20 diputados.
En pocas palabras: desde que empezó
este baile, el PSC ha perdido 33 diputados, el 62% de los que tuvo en 1999, y
669.000 votos, el 56,5% de los que obtuvo antes de que empezara la yenka
estatutaria.
Al PSC, que siempre nutrió gran parte
de sus urnas con votos de gente de origen inmigrante, le ha resultado letal
subirse al carro identitario. Una actitud, la del PSC, que no se entiende en el
resto de España, pero que tampoco se entiende en Cataluña. Las encuestas de
opinión —y las urnas— lo han dejado meridianamente claro: cuanto más
nacionalista se hace el PSC menos votos saca.
Y uno se sigue preguntando: ¿Merece la
pena resucitar ahora el disparate de la política territorial
maragall-zapaterista solo para darles gusto a los socialistas catalanes en su
deriva suicida?
Mucho más razonable sería olvidarse de
las cuitas del PSC y poner pie en pared, dentro y fuera de Cataluña, para
colocar ante los partidos separatistas el letrero que Dante imaginó en la
entrada del Averno: fuera de la ley, “perded toda esperanza”.
Joaquín Leguina es economista y fue
presidente de la Comunidad de Madrid.
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