Adolfo y la madrastra
IGNACIO CAMACHO
A Suárez le van a levantar monumentos
póstumos con las piedras que sobraron de su lapidación inmisericorde, fóbica
AL pobre Adolfo Suárez le van a levantar
soberbios monumentos retóricos con las piedras que hace tres décadas sobraron
de su lapidación inmisericorde. Nada extraordinario porque en todas partes el
tiempo sedimenta los juicios y no hay juez más justo que la memoria. Al menos a
Suárez le alcanzó para asistir al comienzo de su propia dignificación antes de
que su mente se perdiese en la bruma del olvido; la mayoría sólo goza de cierta
rehabilitación moral a partir de que se publica su esquela. El generalizado
consenso sobre su gigantesca importancia histórica cuajó a tiempo de
proporcionarle una discreta satisfacción retrospectiva pero ni siquiera su
carismática sonrisa, que ha conservado incluso dentro de su nube de
inconsciencia, podía disimular en los últimos años el poso de amargura que le
quedó tras la demolición persecutoria de que fue objeto con esa saña de
ingratitud tan española.
Por supuesto que hubo claroscuros en su
trayectoria. El hombre que pilotó bajo la bitácora del Rey el cambio más
trascendental de la España moderna era un líder excepcionalmente dotado para
salvar emergencias gracias a una audacia descomunal y casi temeraria, pero no
tenía cualidades para gobernar la normalidad y embarrancó la nave al llegar a
puerto después de atravesar –ése sí que sí– el Cabo de las Tormentas. Sin
embargo, su destrucción política fue un proceso de exagerada crueldad, un
linchamiento de fobia encarnizada. La posterior rectificación, que acabará en
la honorable gloria póstuma que merece, no bastó para borrarle el sinsabor de
aquel aislamiento de apestado que le cayó encima al poco de haber protagonizado
una epopeya heroica. Se le quedó una impronta afligida de maltrato que le
empujó hacia la niebla con un halo de maldición, acritud y abatimiento.
Con todo, la despedida que la España
contemporánea le dedique va a indicar con bastante precisión el nivel colectivo
de madurez social y política. Suárez se va en un momento en que su obra sufre
el desgaste del tiempo acelerado por una convulsión crítica. La Transición está
siendo impugnada por una generación que ha perdido las referencias de concordia
que la hicieron posible, tal vez porque también ha desaparecido en la lejanía
el miedo al abismo y a la regresión que cimentó aquel acuerdo de convivencia.
Los demonios que aquel tiempo encerró han despertado y no hay en el presente
dirigentes como él, capaces de volverlos a empujar al armario. Puede ocurrir,
aunque ya no le importe, que su figura se estilice por comparación hasta una
pendular idealización artificial o que le escupan en la tumba los beneficiarios
de la libertad que él abrió a ciegas como un explorador en la jungla. Quizá las
dos cosas a la vez, porque España tiende tanto al remordimiento como al
resentimiento. Y cuando se arrepiente de actuar como una madrastra lo acaba
haciendo como una madrastra arrepentida.
CORAJE Y HONOR
IGNACIO CAMACHO
Nada le proyectará mejor sobre la
Historia que ese instante de honor en que encarnó la España que quería ser
libre
« ¿Cuándo tendréis otro como él?»
(Shakespeare: discurso fúnebre de Marco
Antonio por César)
MIRADLO ahí, en esa foto del 23-F,
impávido frente a las metralletas, digno, gallardo, sereno, rebelde. Recortado
con un perfil bizarro de elegancia moral ante los demonios de la Historia.
Recordadlo así, erguido ante la humillación, desafiante, honorable, íntegro,
decente. Ese gesto soberbio de pundonor y de hidalguía quedará como su más
elocuente testamento, más allá de los discursos y de las proezas, de la
seducción y del carisma, de la audacia política y de la nobleza de espíritu.
Ese es el retrato definitivo, perenne, inmortal, de Adolfo Suárez González: un
hombre recto, cabal, honesto y valiente, un patriota con el orgullo y la
vergüenza incólumes plantado delante del oprobio, la traición y la infamia.
Olvidad, si queréis, todo lo demás. El
tránsito vertiginoso desde la dictadura a la democracia, la intrépida
resolución de situaciones límite, la osadía de funámbulo sobre una piscina de
tiburones, los quiebros inverosímiles con que regateaba a la sombra del
fracaso. Olvidad la amnistía, la vuelta de los exilados, la legalización del
PCE aquella noche de Sábado Santo. Olvidad la concordia, los pactos de Estado,
la reconciliación de unas Españas empantanadas en la memoria de la sangre.
Olvidad la ansiedad, el desasosiego, la zozobra de la incierta aventura de la
libertad. Pero quedáos para siempre con aquel momento de ignominia en que
tabletearon las armas bajo la escayola de las Cortes y se volvió a abrir de
golpe sobre España la caja de Pandora de su eterno desengaño. Aquel instante en
que Suárez se negó a inclinarse bajo el peso inevitable de un destino maldito.
Porque al final, en este cernudiano país
de caínes sempiternos, siempre acaba llegando un día y una hora en que salen a
bailar los fantasmas del fanatismo, de la intolerancia y de la barbarie. Y
aquel día y aquella hora que le tocaron vivir después de su extraordinaria
peripecia personal y política, aislado por la deslealtad, la intriga y el
sectarismo, zarandeado por la incomprensión y la soledad, Adolfo se resistió a
claudicar y decidió retratarse en la orgullosa plenitud del decoro y la
decencia. Y esa imagen de indeclinable liderazgo, de limpia compostura, le
sobrevivirá siempre, por encima de la bruma de su propia memoria personal y por
debajo de la pizarra húmeda y borrosa de nuestros recuerdos. Hubo muchos Suárez
dentro de Suárez y no todos fueron excelentes porque fue un dirigente heterodoxo,
versátil, transversal y poliédrico, situado por las circunstancias en el eje de
una excepcional encrucijada histórica. Pero nada le proyectará mejor sobre la
eternidad que ese exultante y nobilísimo relámpago de fuerza, de coraje y de
honor en que encarnó, ya dimitido pero no derrotado, la dignidad de una España
que quería ser, y lo fue, libre.
PANEGIRISTAS
JUAN MANUEL DE PRADA
Deseo que, ahora que Dios lo tiene en su
gloria, la divina caricia amorosa resarza a Suárez de los manoseos empalagosos
y falsorros de sus panegiristas
LA agonía transmitida al minuto de
Adolfo Suárez ha sido, en verdad, un espectáculo humanamente deplorable; y
sospecho que periodísticamente inane. Con todo el afecto que me merece la
familia de Suárez, acrecentado en este trance luctuoso, considero que fue un
error anunciar la «inminencia» de su fallecimiento; pues tal anuncio ha servido
para que Adolfo Suárez, que en efecto estaba «en manos de Dios» –como muy
delicadamente afirmó su hijo–, pasase durante estos días a manos de los
hombres, que con frecuencia son zarpas. Y no tanto porque arañen o lastimen,
sino más bien porque manosean y acarician tan lambiscona y empalagosamente que,
inevitablemente, provocan una inmediata sospecha de insinceridad. Ruano llamaba
«semana del duro» a esa porción de tiempo en que el muerto ilustre disfruta de
una gloria fungible en los periódicos, antes de ingresar en las cámaras sin
ventilación del olvido. Adolfo Suárez ha disfrutado de manera anticipada de una
«semana del duro» con fuegos de artificio (de mucho artificio), a modo de
corolario de la adoración que se le tributó durante la época en que su cabeza
navegó por los pasadizos neblinosos de la desmemoria; y en contraste con los
vituperios floridos (y cruzados) que recibió mientras estuvo activo. Esta
apoteósica y anticipada «semana del duro» de Adolfo Suárez ha sido, en verdad,
un espectáculo inquietante: no sólo porque hayamos visto a quienes en otro
tiempo no le dispensaron siquiera ni unos céntimos de cariño apresurarse a
ofrecerle su duro (sevillano) en forma de panegírico aspaventero y lacrimógeno;
sino porque en la exaltación ha habido una orgiástica «fiesta de la democracia»
que ha profanado –de la forma más chirriante y plebeya imaginable– el
recogimiento que merece, entre quienes dicen admirarlo, cualquier persona que
agoniza. Y si siempre hay algo obsceno en anticipar las exequias de quien
todavía no ha entregado su hálito, en esta algarabía que ha acompañado la
agonía de Suárez he descubierto algo todavía más sórdido.
No se trata tan sólo de la natural
tendencia a exagerar la nota del panegírico. De todos es sabido que la muerte
embellece la memoria del difunto y promueve una suerte de simpatía unánime (a
veces sincera, a veces hipócrita) hacia él, incluso entre los que lo
vituperaron en vida. Sospecho que si Suárez hubiese tenido ocasión de escuchar
o leer los ditirambos encendidísimos, a veces salpimentados de chascarrillos
ruborizantes, que le han dispensado en estos días quienes en sus tiempos de
pujanza le negaban el pan y la sal lo habría acometido un ataque de risa floja.
Tales efusiones ditirámbicas y a menudo postizas (a fin de cuentas
segregaciones renegridas de la mala conciencia) son comprensibles para
cualquiera que conozca la triste naturaleza humana. Pero en las ceremonias necrófagas
que se le han dispensado a Suárez en estos días había un empeño desaforado,
chirriante, muy gruesamente acrítico, de mitificación, a través del cual se
pretendía exaltar la época que él había protagonizado, la llamada (la mayúscula
que no falte) Transición, tan desacreditada hoy –sobre todo entre las nuevas
generaciones– pese a los esfuerzos denodados de los amos del cotarro.
Naturalmente, en este empeño mitificador hay por parte de los mitificadores un
anhelo de salvarse a sí mimos (aunque lo enmascaren de epicedio de Suárez) y de
blindar una época llena de sombras. Pero este vano empeño se volverá contra
ellos; como la infección de la herida enconada se vuelve siempre contra quien
pretendió cerrarla en falso.
Yo sólo deseo que, ahora que Dios lo
tiene en su gloria, la divina caricia amorosa resarza a Suárez de los manoseos
empalagosos y falsorros de sus panegirista
DIGNIDAD SECUESTRADA
ISABEL SAN SEBASTIÁN
Dignidad es la cualidad que mostraron
Suárez y el general Mellado aquel infausto 23 de febrero de 1981
MEZCLAR lo sucedido el sábado en Madrid
con la dignidad constituye una afrenta al diccionario, un insulto al sentido
común y también a la lengua española, que otorga a ciertas palabras un
significado cargado de connotaciones positivas. No es el caso. Ni las marchas
que confluyeron en la capital ni mucho menos el desenlace que tuvo esa
manifestación guardan relación alguna con un concepto tan profundo y
emparentado con el honor. De hecho, representan más bien lo contrario.
Dignidad es la cualidad que mostraron
Adolfo Suárez y el general Gutiérrez Mellado aquel infausto 23 de febrero de
1981, al enfrentarse en defensa de la democracia a los golpistas armados y
negarse a hincar la rodilla ante ellos. Ahora que el artífice de la Transición
acaba de reunirse con la esposa a la que tanto lloró, conviene recordar la
gallardía con la que se mantuvo en pie en esa ocasión, y en tantas otras,
mientras a derecha e izquierda trataban de derribar su proyecto de convivencia;
el coraje con el que sacó adelante una Constitución destinada a demostrar una
convicción que hundía sus raíces en lo más hondo de su conciencia: la de que
los españoles éramos tan capaces como cualesquiera otros europeos de vivir en
libertad, rigiendo nuestro destino a través de representantes políticos
elegidos en las urnas. Dicho de otro modo; la certeza de que España no era ni
es «diferente», en el sentido que algunos siempre quisieron dar a esa
expresión.
Digna se mostró recientemente la
presidenta de Covite, Consuelo Ordóñez, al presentarse junto a otras dos
mujeres víctimas del terrorismo en una asamblea de etarras celebrada en Alsasua
y exigirles su colaboración para esclarecer los más de trescientos atentados
que aún no se han resuelto.
Digno, y merecedor de admiración, es el
trabajo que realizan los Cuerpos y Fuerzas de seguridad en el empeño de
protegernos de bárbaros como los que a punto estuvieron de destrozar Madrid el
sábado. Ensuciar un término tan hermoso como «dignidad» relacionándolo con esas
hordas de encapuchados violentos que la emprendieron a patadas contra los
policías que cumplían con su deber, destruyendo en su orgía de furia
escaparates y mobiliario urbano que pagaremos todos, es agraviar nuestro
idioma. Pero la ofensa no termina ahí. Porque si los antisistema pusieron el
broche de fuego a la jornada, los organizadores de las marchas ya habían
mancillado ese vocablo escribiéndolo en sus carteles junto a símbolos de la hoz
y el martillo o retratos del Ché Guevara.
Si hay un modelo de gobierno indigno en
la historia de la Humanidad; una ideología perversa y despiadada, que ha
conducido al exterminio de millones de seres humanos y oprimido hasta la náusea
a muchos más, es el comunismo. Si persiste en la actualidad un régimen
despreciable, que coarta la libertad de sus ciudadanos y los condena a la
miseria, es el castrismo cubano, cuya infamia llega hasta el extremo de
perseguir y maltratar a las Damas de Blanco que salen pacíficamente a la calle
a abogar por sus familiares presos. ¿Pueden darnos alguna lección de dignidad quienes,
como Willy Toledo, se han abrazado a esa bandera totalitaria? ¿Hay alguna
esperanza de salvación en ese estandarte de muerte?
Es evidente que existen muchas razones
para el descontento de los ciudadanos, incontables motivos para la indignación
y una necesidad acuciante de dar cauce a esa rabia. Demasiadas personas viven
actualmente en España por debajo del umbral de la pobreza, lo cual es
inaceptable. Pero de Cayo Lara, Sánchez Gordillo, Méndez (y sus ERE
fraudulentos) o Toxo, ni una lección moral. Dignidad es una palabra que les
queda demasiado grande.
“Vamos a hacer la Transición, amigos”
Leopoldo Calvo-Sotelo guardaba gratitud
a Suárez, su antecesor en La Moncloa
PEDRO CALVO-SOTELO 25 MAR 2014 - 00:00
CET
Encuentro estos endecasílabos libres, e
inéditos, en el archivo de mi padre; por la fecha, junio de 1997, y una
anotación en su agenda, debió de leerlos ante Suárez y otros colegas de UCD
para festejar los 20 años de las primeras elecciones democráticas:
“Ya lo dijo San Juan: en el principio /
era el rey, era un Rey que estaba solo, / que llegaba del frío, de aquel
Régimen / que agonizaba interminablemente / el versículo cuarto también vale: /
hubo un hombre enviado por la Historia, / por el Azar a lo mejor (quién sabe /
cómo elige la Historia sus caminos), / un hombre que llegaba adolescente / en
el momento exacto y decisivo, / que era azul, aunque de un azul abierto; / y
era amigo del Rey, más que monárquico / al uso, un hombre juvenil y alegre / de
quien sabíamos el nombre: Adolfo, / y pocas cosas más. Un hombre digo / que nos
reunió a unos cuantos en la Casa / de Castellana tres, la pre-Moncloa, / y
comenzó diciendo simplemente / ‘Vamos a hacer la Transición, amigos”.
Evoco la figura de Adolfo Suárez
filialmente, a través de la memoria de mi padre, Leopoldo Calvo-Sotelo, porque
eran constantes las referencias a su jefe político en las conversaciones con
nosotros, sus hijos. Recurría a una comparación, nos decía, “escandalosa para
algunos”: cuando Jesús busca discípulos a quienes predicar un mundo nuevo, no
recurre a los esenios, los intelectuales más preparados del mundo judío, sino
que echa mano de unos simples pescadores: “Y así, el hombre que hizo de verdad
la Transición fue Adolfo Suárez, un hombre con una preparación normal, pero
lleno de coraje, de intuición y de carisma”.
Mi padre se hizo amigo de Suárez en la
mesa del Consejo de Ministros durante el primer Gobierno de la Monarquía y lo
que sobre él nos contaba, en la emoción política del día a día, lo resumen
también estas líneas en prosa: “Conservo intacta la admiración que supo
despertar en mí, como en la mayoría de los españoles, el autor de la transición
política entre 1976 y 1980. Conservo también mi gratitud para quien me hizo
ministro en cuatro Gobiernos y me empujó a La Moncloa después de su dimisión”.
Suárez era un hombre de preparación
normal, pero lleno de "coraje, de intuición y de carisma"
Precisamente sobre aquella discutida
dimisión es este pasaje, fruto de una de esas informaciones en vivo, que
transcribo de una agenda juvenil de 1981: “A las 12.30 de la noche se va mi
padre a La Moncloa. Vuelve a las 4.30. En la reunión, el presidente anuncia su
intención de dimitir. Le pide a F. F. Ordóñez que proponga candidatos a
presidente: varios nombres: Landelino, Sahagún, M-Villa (que lo rechaza),
P-Llorca (dice que no) y mi padre. Se hace una votación: 6 para mi padre, 2 a
Sahagún, 1 Landelino (el de mi padre)”. (Miércoles, 28 de enero).
Por profesión, he trabajado como
diplomático en tres continentes. Siempre ha sido grato contar, ante gentes
curiosas, en Europa o Iberoamérica, la ejemplaridad de nuestra Transición. Más
que grato, me resultó tan insospechado como sugestivo, en mi último destino en
El Cairo, tener que evocar aquellos años ante gentes ya no curiosas, sino
exactamente protagonistas de otro empeño por ganar las libertades y la
democracia: los jóvenes de la llamada revolución egipcia, aquellos que salieron
indemnes de la plaza del Tahrir. Percibían ellos que lo que se les contaba no
era el compendio de solitarias lecturas académicas, sino el relato de
experiencias insustituibles. Y nosotros percibíamos en su escucha una tensión
que no dedicaban a los expertos de viejas democracias. Para ellos tradujimos al
árabe, íntegramente, los Pactos de La Moncloa, como otro ejemplo más de que la
democracia es acuerdo y que el acuerdo es cesión por el bien común. Quedan así
escritos en la preciosa caligrafía del alifato, y circulan por el cambiante
mundo árabe, los nombres de quienes los firmaron —González, Carrillo, Fraga,
Tierno, Roca, Ajuriaguerra, Triginer, Raventós— después de la rúbrica de quien
lo lideró, Adolfo Suárez, y de quien siempre se honró de secundarlo, de ser su
segundo, Leopoldo Calvo-Sotelo.
Estos días se acercarán a las Embajadas
de España, en la redondez del mundo, muchas gentes que también quieren estampar
su firma en el libro de condolencias, bajo el nombre de quien a tantos inspiró,
ante cualquier circunstancia, frente al mayor problema, para buscar —son sus
palabras— “el constante diálogo, que sustituye la contienda por el debate, que
supera la discrepancia por el acuerdo, la más alta forma de la vida política”.
Los españoles que aquí nos condolemos, al considerarlo uno de los padres de la
Transición, tenemos derecho a hacerlo filialmente.
Pedro Calvo-Sotelo es diplomático e hijo
de Leopoldo-Calvo Sotelo, que presidió el Gobierno de España del 26 de febrero
de 1981 al 2 de diciembre de 1982.
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