Diez
horas de Estat Català
Agapito
Maestre
Estamos
ante una obra maestra del periodismo español del siglo XX. Es un reportaje
político excelente, que capta todas las miserias, complejos y arrogancias del
nacionalismo catalán basado en el odio a España; en realidad, en el odio de los
nacionalistas a sus propios orígenes.
De
paso, como el que no quiere la cosa, las patologías psicológicas de las elites
nacionalistas aparecen reflejadas en la genial descripción de los hechos que
lleva a cabo Enrique de Angulo.
Este
periodista, que cuenta lo que ve, oye y toca, a veces, con precisión de
naturalista, está también muy bien informado sobre el proceso histórico, ideológico,
político y social que conduce a Companys a declarar el Estado Catalán, pero a
las pocas horas tiene que rendirse a una oficial del Ejército español con el
grito: "¡Viva España!".
Obra
tan descriptiva como ideológica, hoy, resulta imprescindible para comprender el
proceso que llevó al nacionalismo catalán al desastre. Lo pedían todo, como
ahora, siendo muy poco. Siguen sin tener conciencia de sus límites. Debería ser
de lectura obligada para todos los nacionalistas, porque es una lección, casi
un freno, para que sus demandas chantajistas no los lleven otra vez al
desastre, incluido el ridículo de salir corriendo ante la legalidad
democrática.
Una
crónica grandiosa sobre las diez horas que duró la rebelión secesionista de
Cataluña, el 6 de octubre de 1934. Publicada originalmente en el periódico El
Debate, fue más tarde recogida en un libro por la editorial Fenollera de
Valencia. Es ya un documento histórico de cómo sofocó el general Domingo Batet
la rebelión de la Generalidad de Cataluña contra la República de España. La
inteligencia y sagacidad mostradas por este general, leal a las autoridades de
la República de España, son puestas en valor por el periodista. Batet, sin
emplearse a fondo, sofocó a los facciosos en pocas horas, y con un número de bajas
mínimos para lo que podía haber sucedido.
Lluís
Companys.Desde la proclamación del Estado Catalán, a las ocho, aproximadamente,
de la noche, hasta su final transcurrieron diez horas, pero aparecen todos los
protagonistas, y la contextualización de sus argumentos y sinrazones. Desde
Companys hasta Azaña, pasando por Dencás, el consejero de Gobernación, y todos
los traidores al Ejército español y a las instituciones de la República, son
retratados con maestría por Enrique de Angulo. Resalta la cobardía de alguno de
los principales protagonistas del acto de secesión, no tanto porque no fueran
capaces de resistir, a pesar de los intensos preparativos y de las muchas armas
que poseían, al Ejército español, sino porque desde el principio de la
operación lo primero que prepararon fue un complejo sistema de alcantarillas
para huir en caso de que el golpe de estado fracasara.
El
relato de Enrique de Angulo es preciso, especialmente cuando relata la cobardía
de algunos de sus protagonistas. Los cabecillas de la rebelión, al ver que las
cosas pintaban mal,
"nada
dijeron a sus partidarios de lo que en realidad ocurría, sino que
cautelosamente, sin despertar sospechas, Dencás, Menéndez, Pérez Salas, España,
Guarner y algún otro, recogieron el dinero en abundancia que tenían preparado
para el caso y desaparecieron por el pasadizo subterráneo que se habían hecho
construir meses antes para comunicar con las alcantarillas (…) No es que los
cabecillas separatistas abandonasen a los suyos en el fragor de la pelea. Es que
huían de sus propios partidarios. En una noche pasaron de la categoría de
ídolos a la de traidores infinitamente despreciados".
Detrás
de estos sucesos casi trágico-cómicos de 1934, que preludian la Guerra Civil,
no sólo se recoge el ejercicio del derecho a la autonomía política, incluso a
la "autodeterminación", llevado hasta los extremos de segregarse de
España, sino una forma muy concreta de concebir la política y llevarla a cabo.
Pues es, en efecto, esa concepción de la "política", que tiende a equiparar
los intereses personales o de grupos sociales con los intereses políticos, lo
que hoy como ayer se repite. El nacionalismo no es, en sentido estricto, una
ideología, un pensamiento que trate de responder a la cuestión de cómo se
organiza, o cómo puede gobernarse mejor, una sociedad, sino quién tiene que
hacerlo.
El
nacionalista no quiere saber cómo se organiza lo público, sino que lo hagan los
de su tribu. El nacionalismo sólo quiere que ejerzan el poder los jefes o los
augures de un determinado grupo, en realidad, de una tribu, sin importarnos
cómo lo hagan. Lleva razón Sevilla, el ministro de Administraciones Públicas,
al decir que Montilla, un charnego, nunca podrá ser presidente de la
Generalidad. La superstición de ser superior por haber nacido en un determinado
lugar es absolutamente prioritaria a cualquier otra consideración racional.
La
semejanza de los argumentos y del trasfondo entre lo ocurrido entonces y lo que
sucede ahora es sorprendente. Es como si la historia no hubiera enseñado nada a
las elites políticas nacionalistas, tampoco a sus colaboradores traidores a
España en Madrid. ¡Cuántos malos imitadores de Azaña hay hoy en el Gobierno!
El
nacionalismo, entonces como ahora, es en esencia una superstición de elites
políticas, sin duda, pero no deberíamos olvidar que el pueblo, y eso lo deja
también muy claro Enrique de Angulo, no es inocente en su colaboración con la
clase política, empresarial y el clero catalán.
Unamuno
sigue teniendo razón en su crítica al nacionalismo catalán: "Petulante
vanidad de un pueblo que se cree oprimido".
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