EL
PAÍS 14 MAR 2015 - 00:00 CET
La
peor perspectiva para el soberanismo catalán, entre las que anuncia el CEO
—organismo demoscópico oficial de la Generalitat—, no es que los partidos en el
poder autónomo, Convergència y Esquerra, perderían la raspada mayoría absoluta
de la que gozan. Lo peor es que esta nueva encuesta viene a subrayar y ampliar
la decadencia que se registra desde el sucedáneo de referéndum del 9-N.
La
alarma más grave es que el nacionalismo de Artur Mas se quedaría en el entorno
de los 31 diputados (la mayoría absoluta está en 68), frente a los 50 que
controla actualmente; eso supone la mitad de los 62 que obtuvo en 2010. De modo
que la aventura independentista está resultando cruel para su principal
protagonista, abandonado por su clientela catalanista más moderada y centrista.
Con
un pequeño esfuerzo adicional de sus sectores radicales, aún puede empeorar,
sobre todo si estos logran centrifugar de la federación CiU a Unió, su partido
federado, democristiano pero no separatista. Los talibanes convergentes
pretenden cercenar la carrera de Josep Antoni Duran Lleida por defender el
autonomismo que Mas y su fundador Jordi Pujol practicaron hasta anteayer. Quizá
ignoran que el día que logren liquidar a Duran habrán acabado también con Mas,
porque aunque los democristianos no añadan muchos escaños a los convergentes,
la ruptura sería a buen seguro explotada. Y castigada por el electorado, que no
tolera peleas de familia. Al estar CIU empatada con ERC, cualquier revés
imprevisto la dejaría en segundo lugar. Y a su líder (que es ya su único
activo), abocado a la dimisión.
Las
tentativas nacionalistas de edulcorar su catastrófica deriva propagando una
presunta mayoría con la CUP —una organización antisistema— resultan risibles,
puesto que es imposible imaginar al partido business friendly gobernando con el
de los okupas. Las ganas de rehacer el maltrecho prestigio mediante una etérea
y de entrada poco creíble hoja de ruta común con Esquerra parecen inanes (no
suman), aunque si los otros actores no reaccionan, les permitirán medrar
algunas semanas.
La
negativa de los miembros del Pacto Nacional por el Derecho a Decidir a
considerar “plebiscitarias”, o seudorreferendarias, las elecciones del 27-S, y
la propensión a la rebeldía de las organizaciones Asamblea Nacional Catalana y
Òmnium Cultural aún inyectan más presión a este bloque a la deriva. Sobre todo
desde que el empuje de los alternativos (Ciudadanos, Podemos) afecta a sus
caladeros tradicionales, pero también recupera votos de la abstención.
Si
estos pronósticos gozan de verosimilitud —la demoscopia nunca es exacta—, eso
también indica que el declive del soberanismo es una ocasión óptima para una
reacción proactiva e integradora del Gobierno central que facilitase el
reacomodo de Convergència en sus perfiles tradicionales. Es de lógica
aplastante, aunque reclamarlo equivalga a gritar en el desierto.
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