ABC
Manuel
Azaña, en el Congreso de los Diputados
La
ruptura del consenso político, en los primeros meses de la II República, tiene
un momento simbólico en la memoria de los españoles. El 13 de octubre de 1931,
el debate sobre la futura Constitucion alcanzó su punto culminante con el discurso
del aún ministro de la Guerra, Manuel Azaña, que contenía una frase, en cuyo
enunciado e intenciones se ha querido encontrar la fractura definitiva entre
dos modos de entender la cultura y la política nacionales: «España ha dejado de
ser católica».
No
puede reducirse la gravedad de sus palabras al apresuramiento acalorado de una
réplica parlamentaria o al desliz involuntario de un comentario de tertulia. El
próximo jefe del Gobierno, ya convertido en la figura más destacada del
republicanismo español por sus continuas intervenciones en el Congreso de los
Diputados, que contrastaban con el silencio de Lerroux, deseaba hacer de la
discusión sobre el artículo 26 del proyecto constitucional una de las tres
rupturas que perfilaban su ideario republicano: la forma de gobierno, la
reforma social y el laicismo del Estado.
Por
el valor simbólico y la voluntad política que Azaña quiso inculcar a sus
palabras, merece la pena detenerse en lo que podría ser fácilmente
desautorizado como una agresión intolerable a la españolidad o rebajado a una
suerte de chascarrillo de escaño. Fue una de las intervenciones más brillantes
y mejor medidas del líder republicano en la Cámara. Y en ella se advierte algo
más que el tosco anticlericalismo jaleado por muchos de los que se tienen por
seguidores del tribuno y casi todos los que se consideran sus enemigos.
En
aquel discurso aparecía clara la voluntad de liquidar una legislación que se
juzgaba superada por los acontecimientos y la modernización de la sociedad
española, aunque saliendo al paso de quienes creían que la ley debía atenerse a
los sofocones coyunturales del ánimo popular: «La legislación no se hace solo a
impulso de la necesidad y de la voluntad; no es tampoco una obra espontánea;
las leyes se hacen teniendo también presente el respeto a principios generales
admitidos por la ciencia o consagrados por la tradición jurídica».
Garantía
de estabilidad
Las
leyes habían de reformarse para ser «garantía de estabilidad en la
continuación», nunca baluarte de «la obstrucción y del retroceso». Los
legisladores tenían que dar solución política al desajuste entre las
instituciones y la voluntad social pero no debían contentarse con la pura y
simple certificación de cambios impuestos por el humor de la opinión pública. A
Azaña no puede reprochársele, en el más famoso de sus discursos, ni
improvisación, ni frivolidad ni, menos aún, un populismo anticlerical que hoy
asoma en tantos debates superficiales.
Y
es que, por entonces, la idea de España se tomaba tan en serio, que a ella se
subordinaban la acción del legislador y la reflexión del dirigente político. La
frase de Azaña respira una honda convicción española que se le ha negado en la
derecha, y un orgullo de la tradición nacional que se le ha expropiado en la
izquierda. Otra cosa bien distinta es el desacuerdo que provoque esa solemne
afirmación.
La
meditación sobre nuestra cultura le había llevado a Azaña al convencimiento de
que España había dejado de ser católica. Si el dirigente republicano negaba el
carácter católico de la España de 1931 era porque la comparaba con la que en
otras épocas se había distinguido por propagar el mensaje del catolicismo en
buena parte del mundo. «El genio español se derramó por los ámbitos morales del
catolicismo, como su genio político se derramó por el mundo en las empresas que
todos conocemos».
Azaña
se encaramaba a un observatorio intelectual desde el que se comprendía la
cultura acuñada por España para Occidente en los albores de la modernidad.
«España, en el momento del auge de su genio, cuando España era un pueblo
creador e inventor, creó un catolicismo a su imagen y semejanza». El
catolicismo se apoyó en el brazo imperial y el poderío político de España, en
su fervor creativo literario y artístico; se convirtió en mentalidad social y
en proyecto al que nuestra nación dotó de contenido en los años del
Renacimiento y la Contrarreforma. «Allí está todavía la Compañía de Jesús,
creación española, obra de un gran ejemplar de nuestra raza, y que demuestra
hasta qué punto el genio del pueblo español ha influido en la orientación del
gobierno histórico y político de la Iglesia de Roma».
Esa
España identificada con la religión católica, esa España puesta al servicio de
una misión espiritual que dio sentido a la cultura nacional no existía ya en
1931, pensaba Azaña. Podía haber millones de creyentes en nuestro país, del
mismo modo que hubo disidentes religiosos insignes en los años del Imperio y la
Monarquía Universal. Pero se trataba realmente de una mera masa de fieles, no
de una cultura que siguiera siendo hegemónica, creadora, capaz de batirse con
los avances del pensamiento en el siglo XX.
Hondura
de la controversia
Ahí
radica la hondura de la controversia planteada por Azaña, lejos de los dislates
del anticlericalismo o del estúpido desprecio de una tradición nacional. A ella
dieron cumplida respuesta los católicos españoles en el mismo debate
parlamentario, más allá de la defensa de intereses concretos de la Iglesia; un
aspecto importante, aunque no exclusivo en aquel enfrentamiento intelectual de
envidiable estatura. España había dejado de ser católica para Azaña, porque
nuestra nación ya no podía identificar su ideario con el catolicismo que la
inspiró en los comienzos de la Edad Moderna.
En
aquella frase provocadora y meditada latía, sin embargo, el deseo de articular
cualquier reforma sobre la certeza del mantenimiento de una tradición, sobre el
respeto y, desde luego, superación de lo que había sido inspiración ideológica
de una nación, sustancia de una empresa colectiva, idea creadora de una larga
trayectoria histórica de Occidente
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