ABRAZOS O PATADAS
IGNACIO
CAMACHO
Por
eso desde el domingo el gran desafío de Ciudadanos consistirá en descifrar la
voluntad de sus votantes para que no les pase como al candidato en fuga. Para
algunos de sus dirigentes, de origen socialdemócrata, tal vez no resulte grato
admitir que gran parte de sus apoyos procede de una derecha descontenta con el
Gobierno pero no tanto como para bascular el voto a favor de la izquierda. Una
evaluación subjetiva del criterio de su electorado a la hora de pactar
conduciría al nuevo partido a la prematura decepción de sus simpatizantes. Pero
los votos, una vez emitidos, son de sus receptores y por tanto es a los
representantes electos a quienes corresponde gestionarlos.
En
el Partido Popular ha cundido con exagerado optimismo la idea de que CŽs
acudirá en su socorro allá donde no logre mayoría, que será en casi todas
partes. Eso no está escrito en ningún sitio. Si Rivera se entrega de hoz y coz
al PP disolverá la identidad de su organización, desacreditará su independencia
y arruinará sus expectativas futuras. Su discurso regeneracionista ofrece
cambios y los votos que obtenga le darán derecho a reclamarlos. Sin embargo su
transversalidad ideológica le va a ocasionar problemas si pretende trasladarla
a equilibrios de alianzas variables. Una abstención táctica o descomprometida
también implica costes porque participar en las elecciones significa asumir
responsabilidades.
Tampoco
el PP se lo pone fácil; su campaña no es la de un potencial socio. Inquieto por
la brecha abierta en su flanco, el marianismo arremete en tromba contra un
rival al que tal vez debería tratar de matar a abrazos en vez de molerlo a
patadas. Cada invectiva, cada descalificación, los separa y encarece los
posibles acuerdos. En la vieja política la aspereza de la contienda electoral
era parte de una escenificación, de una pragmática simulación sobreactuada;
pero el mensaje de Ciudadanos es, precisamente, el de una nueva política más
sincera o más depurada de hipocresías rituales. Y aunque sus votantes no se lean
el programa quizá deberían hacerlo los que aspiran a convertirse en sus
aliados.
ISABEL
SAN SEBASTIÁN
SE
ha equivocado Albert Rivera vinculando regeneración democrática con personas
nacidas después de la Transición. Y no sólo por haber ofendido gratuitamente a
veinte millones de votantes no incluidos en esa categoría, como se han
apresurado a recordarle todos los adversarios que se sienten amenazados por el
auge de sus siglas, desde la derecha del PP a la ultraizquierda de Podemos,
jubilosamente acogidos a esa metedura de pata, sino porque espíritu democrático
y juventud no son conceptos que vayan necesariamente de la mano. De hecho, la
España actual constituye una demostración patente de lo contrario.
Basta
darse un garbeo por las redes sociales o escuchar las intervenciones públicas
de ciertos líderes de opinión, garantes de grandes audiencias en televisión,
para constatar hasta qué punto ha calado el veneno del odio retrospectivo en
gentes crecidas al calor de las libertades, el pluralismo y los derechos
amparados por la Constitución del 78. Gentes por completo ajenas a cualquier
forma de represión y, sin embargo, sobradamente imbuidas de rencor. Gentes a
las que el nombre de Franco no se les cae de la boca, pese a carecer de la
menor experiencia sobre lo que supuso ese régimen e ignorar por completo el
colosal esfuerzo colectivo merced al cual la sociedad española logró construir
una democracia homologable a las más avanzadas del mundo, sin más sangre que la
derramada por los terroristas. Mentes intoxicadas por una ponzoña heredada o
resucitada interesadamente con afanes espurios. Gentes enfermas, henchidas de
un revanchismo injustificado, extemporáneo e incompatible con los valores sobre
los que se levantan las naciones de ciudadanos libres.
Se
ha equivocado Albert Rivera, seguramente en razón de su propia juventud y desde
la ingenuidad, acaso por desconocer en carne propia lo que significaron esos
años en los que España salió del ostracismo internacional y la obsolescencia política
arrastrada durante siglos para incorporarse finalmente al contexto histórico
que le era propio. Los protagonistas de ese viaje, quienes, en mayor o menor
medida y desde distintas esferas profesionales, contribuimos a colocar a este
país en su sitio devolviéndole el orgullo que otros le habían robado, no
podemos hacernos responsables del saqueo generalizado al que se han dado
después algunos desaprensivos. Demasiados, es verdad, y encuadrados en cada una
de las formaciones que han tocado el poder suficiente como para abusar de
nuestra confianza, pero no representativos del conjunto de los españoles.
Porque tampoco los ladrones, mentirosos, prevaricadores, traidores a sus
promesas o a sus programas son ni han sido siempre «viejos» mayores de cuarenta
años. Los hay de todas las edades, en todos los partidos y con un único
elemento común: la ausencia de escrúpulos, de palabra… En
definitiva, de honor.
Si
una cosa buena tuvo la España de la Transición fue la conciencia generalizada
de que algo muy importante nos traíamos entre manos. Algo tan esencial como
para olvidar el retrovisor y mirar juntos hacia adelante. Desde entonces sabe
Dios qué engranaje ha fallado clamorosamente para que una porción tan
significativa de nuestra juventud viva instalada en el pasado, mascando
venganzas a destiempo por hechos que ya estaban superados. Tal vez deberíamos
recapacitar, recuperar la motivación que nos llevó en aquellos días a caminar
codo con codo y replantarnos la clase de Educación que nos ha traído hasta a
donde estamos. Reforzar la estructura del edificio sin dañar unos cimientos
sólidos.
JOSÉ
MARÍA CARRASCAL
Va
a haber un retroceso de los dos veteranos, aunque menor de lo que dicen las
encuestas, y un avance de los novicios también menor del previsto
TODO
va a depender de cómo los españoles veamos la elecciones del próximo domingo:
cómo lo que son, el vehículo para elegir las personas mejor preparadas para
regir nuestro ayuntamiento y autonomía, o cómo la oportunidad para ajustar
cuentas con quienes han estado tomándonos el pelo prácticamente desde que
empezamos esta andadura democrática. O si lo quieren sin tanta retórica: si
vamos a votar según lo que nos apunte el cerebro o la vesícula biliar.
Las
encuestas se inclinan por lo segundo: por un severo castigo a los dos grandes
partidos, hasta el punto de que uno de ellos puede quedar superado por
cualquiera de los emergentes. Pero ¿creen ustedes a las encuestas? Pues mi
enhorabuena por su confianza en los sondeos de opinión y en la sinceridad de
sus compatriotas. Aparte de que el número de indecisos casi supera todavía al
que obtiene el partido vencedor, está el hecho de que los españoles hemos
perdido la confianza en todo lo relacionado con la política, las encuestas
incluidas. Incluso no me extrañaría que alguno de los encuestados tomara estas
elecciones como unas primarias o como la primera vuelta de las generales, en la
que se da el gustazo de soltar un guantazo a su partido de siempre por las
sinvergonzonadas que ha cometido, para volver a darle su voto en las elecciones
de verdad, dentro de cinco o seis meses. En lo que se equivocaría doblemente,
ya que estas elecciones pueden marcar tendencia difícil de cambiar y, encima,
se encontraría con un alcalde y presidente de la comunidad que hace cosas que
le desagradan. Aunque cada uno es muy dueño de su voto y, si le gustan las
emociones fuertes, adelante.
Mi
idea es que va a haber, en efecto, un retroceso de los dos veteranos, aunque
menor de lo que dicen las encuestas, y un avance de los novicios también menor
del previsto. Quiero decir, un ajuste más que un cambio del mapa político
español. Lo que es bueno porque obligará a pactos, en los que nuestros
políticos son totalmente inexpertos, siendo los pactos un elemento esencial de
las democracias desarrolladas. Incluso más de uno tendrá que gobernar en
minoría, lo que requerirá aún más destreza, pero nos dará su verdadera talla,
algo que todavía desconocemos, pues hasta ahora se han limitado a gobernar por
decreto, si están en el machito, o a criticar al que gobierna, tanto si lo hace
bien como si lo hace mal, de estar en la oposición.
Lo
que no creo es que el lunes próximo tengamos una escena política española a la
italiana sin políticos italianos, como advierte Felipe González. Los españoles y
los italianos apenas nos parecemos, no sé si para suerte o desgracia. Aquí
nunca tendremos un Berlusconi al frente del gobierno. Pero ellos nunca tendrán
un Rodríguez Zapatero.
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