ISABEL SAN SEBASTIÁN
La lentitud de Ciudadanos en
alumbrar pactos coherentes con las expectativas de sus votantes está pasándole
factura
LA mejor baza electoral que
tiene para jugar ahora el PP de Mariano Rajoy es la agitación del miedo que
provoca en su electorado la posibilidad de ver a España gobernada por un Frente
Popular en versión contemporánea. Es una estrategia deliberada, estudiada,
recomendada por Pedro Arriola en esa famosa reunión celebrada en un parador de
Castilla-La Mancha en la que se tomó igualmente la decisión de paralizar la
reforma de la ley del Aborto, con el argumento de que semejante traición al
ideario y los principios del partido le restaría menos votos de los que
movilizaría en la izquierda la supresión de ese presunto derecho, y que parece
estar funcionando bien. Si nos atenemos a lo sucedido en las urnas el pasado 24
de mayo, conjugado con lo que indican los últimos sondeos conocidos, las siglas
de la gaviota han recibido en las personas de sus alcaldes y presidentes
autonómicos un castigo lo suficientemente duro como para servir de desahogo al
enfado de sus votantes y, al mismo tiempo, llenarles de temor ante las alianzas
de corte radical en trance de consumación allá donde las fuerzas sumadas de
socialistas, podemitas y/o independentistas les permiten formar gobierno, lo
cual sucede prácticamente en todas partes excepto la Comunidad de Madrid,
Castilla y León, La Rioja y Murcia. Paralelamente, la lentitud de Ciudadanos en
alumbrar pactos coherentes con las expectativas de la mayoría de sus electores
está pasándole factura en la intención de voto expresada en las encuestas, en
parte por sus propios errores, fruto de la falta de estructura y experiencia
necesarias para gestionar con la agilidad que requieren los tiempos el poder
arbitral obtenido en los comicios, y en parte también porque desde su
descalabro de mayo los populares han puesto en circulación, por tierra, mar y
aire mediático, el mensaje de que todos los males que puedan causar en nuestros
maltrechos bolsillos las coaliciones de corte populista instaladas en
autonomías y ayuntamientos serán imputables a quienes, pudiendo haber votado al
PP, prefirieron quedarse en casa o dar su apoyo a la formación de Rivera. Dicho
de otro modo; han comenzado a pasear el fantasma del terror a una Carmena o una
Colau en la Presidencia del Gobierno, que es tanto como decir a la sufrida
clase media: «O nosotros, o el diluvio». Y el miedo es, desgraciadamente, el
estímulo más poderoso de cuantos mueven al ser humano.
La estrategia urdida por
Arriola está resultando efectiva, por tanto, como fórmula de último recurso,
aunque nadie confía en la posibilidad de alcanzar otra mayoría absoluta en las
generales del otoño. Ni siquiera las medidas electoralistas previstas para
después del verano, tales como bajadas de impuestos, guiños a las familias y
los grupos pro vida o escenificación de una oposición más firme al secesionismo
catalán obrarían el milagro de semejante recuperación. Tampoco los cambios
inminentes en el Ejecutivo y el partido, destinados a equilibrar fuerzas entre
Cospedal y Santamaría dotando de mayor musculatura política a una maquinaria
genovesa que languidece desde hace años. La mayoría absoluta ha quedado definitivamente
sepultada en el pasado, entre otras cosas porque los miles de cargos electos
enviados al exilio en estas municipales y autonómicas, conscientes de haber
sido utilizados como escudos, no mostrarán un interés desmedido en ayudar a
Rajoy a ganar «sus» elecciones. El PP va a tener que aprender a hacer amigos
con los cuales tejer acuerdos o bien resignarse a la marginación. Claro que los
amigos no responden bien al miedo, la intimidación o las manifestaciones de
prepotencia, sino al arte de la seducción. Y a esa clase debieron de faltar los
que mandan en el PP hoy.
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