EDURNE URIARTE
Edurne Uriarte
Esa palabra, progresismo, aún sirve de
coartada para cualquier cosa, por muy intolerante, reaccionaria, demagoga y
extremista que sea.
«Un Gobierno progresista» llama Sánchez a su
objetivo de un Gobierno con los comunistas bolivarianos y los independentistas,
y aún le funciona la coartada en amplios sectores de la izquierda. Esos
sectores socializados en el rechazo a la derecha que definen el progreso como
todo proyecto basado en la intolerancia hacia la derecha democrática.
Cierto que Sánchez tiene una dura oposición
en sus propias filas, pero no por disconformidad con la intolerancia hacia la
derecha. En eso están de acuerdo casi todos, lo que ratifica el problema
estructural de concepto democrático que tiene la izquierda española.
La oposición interna se basa en cálculos de
supervivencia partidista y electoral.
En la acertada percepción de que ese pacto
dejará al PSOE en manos de Podemos, de que ese Gobierno tendrá una breve y
traumática existencia y de que el final será un duro castigo electoral y una
amplia mayoría del Partido Popular.
«Un Gobierno progresista» llama Sánchez a su
objetivo de un Gobierno con bolivarianos e independentistas
Pero no hay un cuestionamiento partidista ni
intelectual de este proyecto basado en el rechazo radical a cualquier diálogo
con la derecha. Por la simple y exclusiva razón de que es la derecha y no por
nada que tenga que ver con sus políticas. Por una pulsión identitaria basada en
la exclusión y en la incapacidad para la aceptación del otro diferente. Sin
argumentos mínimamente presentables, los líderes de este rancio progresismo
apelan de vez en cuando a la corrupción de la derecha, como un asidero para
justificar o enmascarar su sectarismo. Como si la derecha tuviera más
corrupción que la izquierda. Y con ridículas conclusiones, como la necesidad de
que dimita Rajoy por la corrupción de Valencia, cuando nadie ha exigido la
dimisión de Sánchez por la corrupción de Andalucía, ni mucho menos la de Susana
Díaz, la aspirante a sustituirlo.
Planean un Gobierno con los comunistas bolivarianos
y lo llaman progresista. A los acuerdos con estos simpatizantes de los
regímenes más criminales de la historia, los comunistas, de estos admiradores
de la dictadura cubana y del autoritarismo y la represión chavistas. A eso lo
llaman el progreso. También a los coqueteos con Irán, esa otra dictadura
caracterizada en primer término por la represión de las mujeres y por su
proyecto internacional de confrontación con la democracia liberal occidental.
Progresista le dicen a su cercanía a los etarras que esperan ansiosos la
formación de ese Gobierno para salir de las cárceles. Y de progreso le llaman a
ese Gobierno con los independentistas, esos xenófobos que odian a los españoles
por serlo y que se saltan las leyes cuando les parece y como les parece.
La palabra funciona porque la intolerancia a
la derecha tiene un fuerte anclaje en la cultura política de los españoles y de
la élite intelectual. Por eso no hay un movimiento generalizado de rechazo
hacia los planes de Pedro Sánchez, como cabría esperar de una cultura política
plenamente democrática. Ni siquiera en ese centrismo que dice querer regenerar
la democracia. Y que, atrapado también en la retórica de la rancia palabra,
propone un punto intermedio, que se vayan los dos, dicen, Rajoy y Sánchez. Que
se vayan el intolerante y el que quiere dialogar, porque algo malo tendrá la
derecha, aceptan estos de la regeneración, si la izquierda la odia de esa
manera.
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