05/02/2016 a las 16:00:56h. - Act. a las 16:00:58h.
España
ha quedado relegada al olvido, incluso a los efectos de romperla. Lo que se ha
puesto en marcha oficialmente desde el martes es una lucha descarnada por el
poder, en la que algunos de los contendientes se juegan, además, la
supervivencia. Una pugna por ver cuántas y qué poltronas ocupa quién. O sea,
justo lo contrario de lo que afirman los dos protagonistas de este guión frente-populista
cuyo desenlace está escrito. Aquí lo de menos van a ser las políticas,
supeditadas de antemano a intereses personales y partidistas. Parafraseando a
Pilar Ruiz, vamos a ver cosas que nos helarán la sangre. Más aún de las que ya
hemos visto.
Las
líneas rojas trazadas por unos y por otros al comienzo de este proceso ya han
empezado a desdibujarse. De la mesa negociadora ha desaparecido como por arte
de magia el derecho de autodeterminación que exigía el líder de Podemos para
sentarse, tanto como el veto a los separatistas presuntamente impuesto por el
comité federal socialista. El candidato del PSOE anuncia que hablará con todo
el mundo. ¿Quién va a impedirle aceptar una abstención de los independentistas
catalanes y un voto favorable del PNV, al que incomprensiblemente nadie
considera a estas alturas enemigo de la unidad nacional, por más que nunca haya
mostrado lealtad a la Nación española ni a la Constitución del 78? La verdadera
partida se juega entre Pablo Iglesias y Pedro Sánchez. Si ellos dos llegan a un
acuerdo, el «gobierno del cambio» (eufemismo al uso para denominar un frente de
izquierdas sostenido por nacionalistas radicales encantados de lidiar con un
Ejecutivo débil) será una realidad en pocas semanas. Y la consecución de ese
entendimiento no va a depender de ideas para rebajar la deuda pública o
programas educativos, sino de quién ostenta la Vicepresidencia y el control de
la televisión pública, quién la cartera de Interior y quién la que maneja el
Presupuesto. Lo demás será puro teatro de cara a la galería.
La
alternativa que algunos barajan son elecciones anticipadas, para las que falta
quorum. Esos comicios tendrían como único beneficiario al PP, hoy por hoy
derrotado pese a su condición de ganador, lo que lleva a pensar que representan
una posibilidad remota. Sánchez sabe que no llegaría vivo a esas urnas, dada la
cantidad de «compañero/as» ansiosos por derribarle de su frágil pedestal, y el
PSOE es consciente de que Podemos cargaría todo el peso de una oportunidad
desaprovechada sobre las siglas del puño y la rosa, con efectos letales para su
candidatura. Incluso el astuto Iglesias olfatea el peligro inherente a devolver
la palabra al electorado y arriesgarse a topar con un bloque de centro-derecha
reforzado en su composición. Es improbable que lo asuma. Sánchez y él
comprenden que no tendrán otra ocasión como esta y no piensan dejarla escapar.
El
único capacitado para impedir este pacto mortal es Mariano Rajoy, que podría
articular una amplia mayoría alternativa en torno a propuestas reformistas de
progreso real, sacrificando su cabeza y la primogenitura de su partido. Eso
significaría abstenerse para permitir gobernar al hombre que le llamó
«indecente», con 32 diputados menos que los conseguidos por la gaviota y el
respaldo condicionado de Ciudadanos. Un duro golpe para su orgullo, a cambio
del cual salvaría a millones de españoles de lo que nos espera en manos de los
podemitas. Sería injusto desde su punto de vista, aunque beneficiaría al
conjunto. Constituiría el precio a pagar por haber permitido que las cosas
llegaran hasta donde han llegado, tras cuatro avisos desoídos, partiendo como
partió de un poder casi absoluto. Escribo en condicional. No lo hará.
Isabel
San Sebastián
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