No
son dos sistemas de gobierno distintos, sino dos formas de Estado diferentes.
El éxito inicial de Podemos se asienta en criterios fáciles: contraponer los
malos a los buenos. Su objetivo es ocupar el Estado
FRANCESC
DE CARRERAS
9
ABR 2015 - 00:00 CEST
EVA
VÁZQUEZ
No
se habla hoy de populismo por una moda desconectada de la realidad, sino porque
está ahí, en Europa y en España.
Para
muchos viejos demócratas españoles, el populismo es hoy una gran tentación: ya
que la democracia liberal y pluralista no funciona bien y no se hacen esfuerzos
suficientes para regenerarla, demos pasos hacia una democracia populista que
será de mejor calidad, más directa y participativa, con el ciudadano como
auténtico sujeto.
¿Es
ello cierto? Es más, ¿podemos hablar de “democracia populista”? ¿El populismo
es una forma de democracia tal como en Europa la entendemos desde la II Guerra
Mundial? Pienso que no, creo que el populismo es algo bien distinto, tanto en
sus fundamentos como en sus valores y fines. Es más, el populismo es una
degeneración progresiva de la democracia misma y, si llega a ganar unas
elecciones, siempre intenta hacerse con todo el poder del Estado y cambiar las
reglas del juego político para instaurar un sistema distinto que,
probablemente, ya no puede ser denominado democrático.
Por
todo esto, en España el populismo pone en cuestión la Transición política,
considerándola un simple cambio cosmético del franquismo, una mera continuidad
del mismo, y se propone iniciar un nuevo proceso constituyente cuyo fin es
aprobar una nueva Constitución. El populismo, así, no es una nueva manera de
entender la democracia, sino un movimiento que pretende acabar con ella.
Ciertamente,
el término populismo ha sido usado con distintos significados en diferentes
contextos históricos y geográficos, algo que no es casual. ¿Hay alguna
semejanza entre el populismo de los narodniquis rusos del siglo XIX con el
fascismo y el nazismo, del anarquismo con el peronismo, del jacobinismo con el
nacionalismo, de Pablo Iglesias con Artur Mas? Sin duda la hay, a pesar de
tener contenidos tan diferenciados. Lo común a todo populismo no es una
ideología substancial —derechas o izquierdas, por ejemplo— sino una estrategia
para acceder y conservar el poder, lo cual le permite cobijar ideologías muy
distintas, siempre que coincidan en que la causa de todos los males es una y
sólo una, sea el zar o el rey, la propiedad, la religión, la oligarquía
financiera, las élites políticas o la opresión nacional. Siempre debe ser una
causa simple, emocionalmente sencilla de entender y racionalmente difícil de
explicar con buenos argumentos.
Si
es así, si se trata de algo tan simple, emocional y poco argumentado, ¿cómo es
que el populismo prende con tanta facilidad? La razón está en su origen. Se
justifica porque el sistema político de un determinado país funciona mal, no
soluciona los problemas de amplios sectores sociales ni da respuestas a sus
demandas. El éxito inicial de Podemos no se explica sin la crisis económica, el
paro, la corrupción política y el desprestigio de los grandes partidos. Por
tanto, hay causas para el cambio; la cuestión es si este cambio debe consistir
en una reforma del sistema o en una ruptura del mismo.
Tanto
Pablo Iglesias como Artur Mas plantean causas simples y emocionalmente sencillas
Ciertamente,
el populismo, con sus pretensiones de radicalidad democrática, lo que quiere es
cambiar el sistema de raíz aplicando unos criterios muy simples. Se trata de
contraponer los malos a los buenos: el mal está en las élites, el bien en el
pueblo; el objetivo es que dejen de gobernar las élites y pase a gobernar el
pueblo. “Nosotros, los populistas, representamos al pueblo, no porque este nos
haya votado, sino porque lo conocemos bien ya que somos parte del mismo y, por
tanto, sabremos defender sus —nuestros— auténticos intereses”. Este es el
planteamiento inicial, sencillo de comprender por la vía emocional.
¿Quiénes
forman parte de las élites? Los grandes poderes económicos, especialmente la
banca y las grandes empresas globalizadas, y los políticos que alternativamente
van ocupando los sucesivos Gobiernos. A ambos, a empresarios y políticos, a los
que forman la casta, los unen intereses entrecruzados que son distintos y
contrapuestos a los intereses del pueblo. ¿Y quién forma parte del pueblo? El resto
de españoles, aquellos que no son casta, los expoliados por esta, la buena
gente perjudicada por la voracidad de las élites económicas y políticas,
corruptas por naturaleza. El pueblo, así, está unido porque tiene un enemigo
común, la casta, y las contradicciones que pueda tener en su seno son de
carácter secundario si las comparamos con la principal: el antagonismo
casta/pueblo, élite/gente.
No
hay que darle muchas vueltas a la cuestión, resolver el problema es sencillo:
basta con que gobierne el pueblo y deje de gobernar la casta, hay que sustituir
la una por el otro. Por ello, los populistas empiezan como partido pero
enseguida quieren constituir un movimiento, no quieren ser parte de un todo
sino el motor de ese todo. El pueblo, aquello que no es casta, no está dividido
sino unificado por un interés común: su antagonismo con la élite. Este partido
que debe convertirse en movimiento será el único capaz de defender ese interés,
de defender al pueblo. Para ello no basta con tener representación en el Parlamento,
ser oposición, coaligarse con otros partidos, en definitiva, hacer política: es
preciso ocupar el Estado, hacerse con todo el poder, no en vano es el verdadero
representante del pueblo.
La
siguiente tentación de que el movimiento lo encarne un líder con el argumento
de que el pueblo quiere rostros conocidos, confía más en las personas que en
las ideas, necesita dirigentes que sólo con mirarles a la cara ya se adivine
que se trata de hombres buenos y honrados, igual que quienes forman parte de la
casta, sólo también con mirarles, ya se ve que son aviesos y corruptos, simples
aprovechados, la pura encarnación del mal. Todo debe ser sencillo,
transparente, al alcance de todos, como son la vida y la política en los malos
canales de televisión.
El
modelo democrático es liberal, mientras que el populista tiende a ser
totalitario
La
democracia, tal como la conocemos, es lo contrario. Se trata de un sistema
político muy defectuoso, necesitado de correcciones, consciente de que nunca
alcanzará la perfección. En la democracia, nada es sencillo sino que todo es
complejo, es lenta en sus actuaciones pero segura en sus decisiones, tomadas
tras un proceso público racional y argumentativo. Para la democracia, el pueblo
no es un todo unificado sino un conjunto plural de personas y grupos con
intereses diversos, conflictos internos continuos que, precisamente, intentan
resolverse por las vías democráticas previstas, mediante componendas a veces
nada fáciles. El Estado, por su parte, es un conjunto de órganos sometidos a
normas jurídicas, no representa al pueblo —sólo uno de estos órganos, el
Parlamento, es su representante—, y cada órgano emite mandatos vinculantes y,
además, se controlan mutuamente desde el punto de vista político —el Parlamento
al Gobierno— y jurídico —los jueces y magistrados a todos los demás—.
Por
tanto, la democracia no es sólo el poder del pueblo sino, además, un sistema
orgánico de controles mutuos. Las decisiones políticas no son producto de una
sola voluntad sino de un proceso en el que actúan voluntades diversas con
funciones —legislativas, ejecutivas y jurisdiccionales— muy distintas. Para la
democracia el Estado es un engranaje complejo, un instrumento cuyo único
objetivo es que las personas sean libres e iguales. Para el populismo, el Estado
es un instrumento que conoce previamente cuáles son los intereses del pueblo y,
por tanto, no necesita debates ni controles para garantizarlos.
El
Estado democrático, además, es liberal, es decir, su objetivo sólo es asegurar
la igual autonomía de los individuos; el Estado populista tiende a ser
totalitario, es decir, sabe de antemano aquello que conviene a estos individuos
y utiliza su poder para tomar las decisiones oportunas sin necesidad de
utilizar procedimientos para consultarlos. No se trata, pues, de dos formas de
gobierno distintas, sino de dos formas de Estado diferentes: la una,
democrática, y la otra, no.
Francesc
de Carreras es profesor de Derecho Constitucion