El
presidente de la Transición ofreció en campaña una Constitución acordada. Y se
hizo.
JOAQUÍN
PRIETO
17 MAY
2016 - 00:00 CEST
CHEMA
CONESA
Es lugar
común afirmar hoy que las palabras de los políticos se las lleva el viento; que
nada más vacuo que las promesas de campaña y que nadie debe creerse los conejos
sacados de la chistera de los candidatos. Se da por cierto que el cinismo es
inherente a la política y se justifica con el aserto de que siempre fue así.
Pero no es verdad. No siempre fue cierto que las promesas formen parte de un
ritual preelectoral que los ciudadanos saben falso. Lo esencial de los “puedo
prometer y prometo” de Adolfo Suárez en la campaña a las elecciones del 15 de
junio de 1977 se llevó a cabo; y cabe recordarlo cuando políticos en boga, como
el socialista Pedro Sánchez, invocan al maquinista de la Transición aprovechando
su enorme prestigio póstumo.
Una
autoridad moral que no era entonces tan grande, cuando los preparativos para
celebrar las primeras elecciones libres en 41 años avanzaban entre los
desgarros provocados por los enemigos de la democracia y las (lógicas) críticas
de los adversarios dentro del nuevo sistema que se pretendía construir. Suárez,
hasta entonces jefe del Gobierno por voluntad real, ambicionaba la legitimación
de las urnas. Concurrió a la cabeza de una amalgama de partidos reunidos en una
coalición improvisada, Unión de Centro Democrático (UCD), que precisamente
tenía en el PSOE su rival más importante. Suárez sufría un problema de
credibilidad y necesitaba jugársela en la última intervención televisada de los
candidatos antes de la jornada de reflexión. Se reunió con su entonces
vicepresidente, el teniente general Gutiérrez Mellado, y con el jefe de prensa
de La Moncloa, Fernando Ónega, y en ese encuentro se diseñó el último discurso
de campaña, según ha contado este último (Puedo prometer y prometo, Plaza y
Janés). De la tormenta de (tres) cerebros salió la idea. “Entonces surge la
fórmula del ‘puedo prometer y prometo”, explica el periodista, quien se define
como el hombre que ponía “la letra y un poco de música” a “la filosofía de
fondo” infundida por Suárez.
Lo que
prometió fueron palabras mayores: una Constitución acordada por todos los
grupos con representación parlamentaria, cuando todavía regían las Leyes
Fundamentales del franquismo; una reforma fiscal y “un marco legal para institucionalizar
cada región según sus propias características”, formulación bastante ambigua,
pero en la que cabe reconocer el embrión del Estado de las autonomías. Suárez
lo consiguió plenamente respecto a la promesa más importante, que fue la
elaboración de una Constitución por consenso, y un sistema fiscal digno de un
país europeo. Otras promesas se enredaron más.
Esto
ocurrió en España durante los tiempos, hoy tan maltratados, de la Transición. Y
lo que se prometía entonces no solo eran buenas ideas generales de “decencia,
diálogo, dedicación”, como hace Pedro Sánchez, sino medidas políticas concretas
de una enorme envergadura. ¿Ingenuidad de los tiempos iniciáticos? Quizá. En
todo caso, no hay que permitir a los políticos que prometan en vano. Ni se debe
renunciar a luchar.
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