Los otros catalanes
El País | Francesc Esteva
La carta publicada el domingo en el pais firmada por el
Presidente de la Generalitat de Catalunya y los principales dirigentes de la
candidatura “Junts pel si” me lleva a reivindicar los otros catalanes.
Los más viejos
recordamos al añorado Paco Candel que durante la transición nos iluminó con el
libro “els altres catalans” referido a los inmigrantes que habían venido a
trabajar a Catalunya procedentes de otros rincones de España.
Nos alertaba
Candel de que no nos olvidáramos de ellos al construir la Catalunya democrática
que se avecinaba.
Yo no tengo el estilo de Candel ni el tiempo para
escribir un libro pero si puedo ofrecer un artículo a raiz de los “otros
catalanes”, los que nos sentimos excluidos en la Catalunya que intentan
dissenyar Mas y sus correligionarios.
Creo que me entenderán si digo que estos otros catalanes,
los que no nos hemos identificado ni con el pujolismo ni con Mas tenemos la
sensación de que nos han querido arrebatar la catalanidad que sólo los de un
bando se han arrogado.
Les pongo algunos ejemplos.
En las primeras elecciones democráticas el grupo
parlamentario mayoritario en Madrid representando los catalanes era el
socialista que hizo grupo parlamentario que se llamó “socialistas de
Catalunya”, el Segundo grupo era el de CiU al que pusieron el nombre de
“minoria catalana” y que siempre que hablaba se autoarrogaba la representación
de los catalanes.
El estatuto de Catalunya que aprobó el Parlament durante
la presidencia de Pasqual Maragall debía pasar el debate en el parlamento español.
Para ello se envio a las Cortes y una mañana nos
encontramos que Artur Mas (jefe de la oposición en aquellos momentos) se
presentó en Madrid para pactar con Rodríguez Zapatero (presidente del gobierno
español en aquellos momentos) las bases del nuevo estatuto sin conocimiento ni
del president de la Generalitat ni de los otros partidos que habían votado el
estatuto en Catalunya.
Se autoarrogó la represetación de Catalunya. Y pasando a
sus compañeros independentistas cuando quieren hacer una asociación independentista
no le ponen un nombre acorde sino el rimbombante nombre de Asamblea Nacional de
Catalunya.
Uno se pregunta ¿que representa nuestro parlamento?
Se imaginan que pasaria si en Francia, por ejemplo,
alguien propusiera hacer una asociación que se llamara “Assemblée Nacionale
Francaise”?
Como dice un conocido, hay un grupo en Catalunya que
creen poseer la verdad y que van por la calle empujando a los demás y dice: a
mi no me gusta que me empujen.
Creo que somos muchos los catalanes que no nos sentimos
representados por la carta de Mas y sus amigos.
Se trata de un ataque directo a una carta de Felipe
González que, por ejemplo, ha ensalzado Duran y Lleida compañero de viaje de
Mas hasta hace poco.
Volveré sobre el tema, pero más allà de los insultos
siempre innecesarios y de las descalificaciones gratuitas lo que me preocupa de
la carta es el fondo, las ideas.
La he leido y
releido diversas veces y me encuentro con una falta de ideas que como catalan
que ejerzo de catalán, me entristece. Sólo he encontrado una idea fuerza que lo
mueve todo: Nosotros (se refiere a los catalanes, no a “los otros” en que me
ubico yo) hemos amado a España y lo hemos intentado todo para entendernos pero
no hemos conseguido que nos amen.
En primer lugar debo recordar que en política lo
importante no es amar y ser amado, sino respetar y ser respetado. Yo lo que
quiero es que se establezcan unas reglas de juego y que todo el mundo las
respete. Si además somos amigos y nos llevamos bien ya la cosa es realmente
extraordinaria pero lo que vale es el respeto que está claro que es a las
instituciones y las reglas que se pactan y se establecen conjuntamente.
Y aqui hago un inciso para contarles un hecho acaecido
hace poco y que ejemplifica lo que entiendo por respeto institucional.
Hace poco que han tomado posesión los gobiernos de
izquierdas en Valencia, Baleares y Aragón. Una de sus primeras reacciones ha
sido volver al respeto institucional entre paises de habla catalana.
La derecha del PP gobernante se había dedicado a degradar
el catalán en Baleares y se había inventado el valenciano y el LAPAO como
lenguas diferentes del catalán y había cortado su colaboración institucional a
la fundación Ramon Llull (para que se me entienda el equivalente para el
catalan del instituto Cervantes para la lengua castellana). Los nuevos
gobiernos han vuelto al respeto institucional. Han vuelto a hablar de una sola
lengua (como defienden todos los lingüistas) con las variantes dialectales
obvias y han vuelto a participar en la fundación Ramon Llull. Curiosamente este
hecho, que a muchos catalanes nos parece uno de los más importantes para la
lengua y la cultura catana en años, no ha merecido ningún comentario por parte
del actual ejecutivo catalán. Y fijense que la diferencia entre respeto y no
respeto coincide con los gobiernos de derechas e izquierdas y no con ser
catalán o español.
Pero volvamos al tema puesto que he dicho que hablaria de
ideas y no de amores como los de la carta. Quiero decir que hay “otros
catalanes” que consideramos que nos quieren llevar al abismo, que hay otras
maneras de caminar hacia el respeto mutuo que no debió perderse pero que se
perdió con la sentencia del tribunal constitucional (por cierto hay que
recordar que respondiendo a un recurso del PP). Y aqui tienen algunas ideas que
considero fundamentales:
1.- Si alguién quiere conseguir la independencia de una
parte de un pais democrático lo primero que debería tener en cuenta es que la
independencia sólo se dará si se tiene el reconocimiento internacional. Y la
pregunta obvia es, ¿reconocerá algun pais de la UE a Catalunya si se declara
independiente sin un acuerdo con España? Y si esto es cierto, ¿tiene algun
sentido cargarse, insultando y descalificando sin más, a quien dice y ha
demostrado estar dispuesto a dialogar?
2.- En todos los casos que citan los independentistas
(Quebec, Escocia y añado yo Bélgica) después de largos períodos de
enfrentamientos pero también de discusiones y acuerdos se ha llegado a la
solución (tan denostada por los independentistas) del estado federal que por
cierto es el sistema que más problemas de encaje entre comunidades ha resuelto
en el mundo.
3.- El independentismo se encuentra aislado en España y
en Europa. Por contra el federalismo tienen aliados en España (todos los
partidos de izquierdas e incluso en parte ciudadanos se han mostrado dispuestos
a explorar este camino) y en Europa donde la corriente federalista tienen
importantes apoios. Se que esto no quiere decir que se resuelvan los problemas
con una palabra, que hará falta tiempo, que habrá discusiones, etc. pero es un
camino viable.
A mi modesto modo de ver los autores de la carta cargan
contra Felipe Gonzalez porque es una personaje importante que propone la
llamada tercera via, la solución federal. Con claros métodos de marketing saben
que si hay gente que propone de forma creible el federalismo, sus posibilidades
electorales decrecen y, en la situación actual en que han quemado sus naves en
una sola batalla, deben destruir, desprestigiar, hacer añicos cualquiera que
responsablemente proponga esta via. Poco les importa si ello conlleva futuros
problemas. Estan en una lucha cortoplacista que no es capaz de ver más allá o
no quiere mirar más allá. Por eso yo reivindico los “otros catalanes” tanto
independistas como federalistas que sabemos que dialogar, tender puentes, tener
interlocutores es absolutamente necesario Y estos “otros catalanes” nos
encontramos a leguas de la carta de Mas y sus socios. Para nosotros el diálogo
con hombres como Felipe Gonzalez (por cierto el único que en el inicio del
proceso aceptó debatir con Jordi Pujol en un programa de Jordi Ebole sobre el
encaje de Catalunya) es importante y no queremos perder su relación, sus
conocimientos, su respeto a Catalunya demostrado en tantas ocasiones. Por
cierto podria decir que discrepé de parte de su carta a los catalanes (como he
discrepado otras veces con sus afirmaciones), sobre todo de la parte que el
mismo rectificó en su entrevista en La Vanguardia del sábado pasado pero
también que agradecí su opinion de que sea en una reforma federal, sea en la
reforma que proponía Herrero de Miñon la identidad nacional de Catalunya (no
dijo la nación catalana como escribió La Vanguardia y precisó el propio
González) debe ser reconocida. en una nueva constitución. Un quebequés que se
autodefinía como filósofo de la política en una contraportada de la Vanguardia
decía hace poco que suele ocurrir que muchas ideas que parecen un problema
insalvable en un período suelen transformarse en obvias en el siguiente y ponia
precisamente el ejemplo del reconocimiento de naciones dentro de estados como
en el caso de Quebec (y añado yo Catalunya). Auguraba que en el próximo siglo
esto no sería un problema, los estados habrían dejado sus reticencias a este
problema que hoy parece insalvable. Yo le pido a Felipe Gonzalez y a los
partidos españoles que en este siglo se atrevan a dar un paso más, que acepten
que los estados pueden tener naciones en su intrerior y vayamos avanzando en el
camino de futuro que supone la aceptación de estas ideas, una aceptación que
podría ayudar a solucionar muchos problemas.
Y déjenme terminar diciendo que yo también me siento de
los “otros catalanes” por otros motivos. Con este debate que lo ocupa todo
resulta difícil discutir sobre los problemas de la gente. “Los otros catalanes”
de los que hablo y con los que me identifico quisieran un debate serio sobre
que hacer para resolver los problemas de la gente que lo pasa mal, que hay
mucha. Y en esto también discrepo de Mas, capaz de votar las leyes más
derechistas como la reforma laboral y hacer recortes en servicios básicos sin
dudarlo ayudando o ayudado por el PP y luego denostarlo con la excusa de sus
enfrentamientos por el tema de la independencia. Termino con una súplica porque
creo en las instituciones: Sr. Mas haga de presidente de todos los catalanes,
no deje fuera a los “otros catalanes”.
Francesc Esteva es fundador del Reagrupament socialista i
democractic del malogrado Josep Pallach i del PSC.y fue director del Institut
d’Investigació en Intel.ligència Artificial del CSIC durante 20 años i hoy,
jubilado, es Investigador “at honorem” de este instituto.
La Ley de Sucesión de 1947 y el principio VII de la Ley
de Principios del Movimiento Nacional, establecieron como forma del Estado
español, “la Monarquía tradicional, católica, social y representativa”.
Para Franco, desde 1947, el sucesor sería el primogénito
de don Juan de Borbón y éste debía formarse como heredero en España.
“Así pues -explicó Franco ante las Cortes en julio de
1969-, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la Historia, y
valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en la persona del
Príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, que perteneciendo a la dinastía que
reinó en España durante varios siglos ha dado claras muestras de lealtad a los
principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente vinculado a los
Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su carácter, y al correr
de los últimos veinte años ha sido perfectamente preparado para la alta misión
a la que podía ser llamado... estimo llegado el momento de proponer a las
Cortes Españolas, como persona llamada en su día a sucederme, a título de Rey,
al Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón, quien, tras haber recibido la
adecuada formación para su alta misión, y formar parte de los tres Ejércitos,
ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo y de su total
identificación con los Principios del Movimiento y Leyes Fundamentales del
Reino, y en el que concurren las demás condiciones establecidas por el artículo
noveno de la Ley de Sucesión”.
Franco presentó un Príncipe que había sido especialmente
preparado por él para su tarea; vinculado al Ejército, pero que es más que
cualquier militar (por ello obligaría al Príncipe a retirar de su discurso la
expresión “como soldado”); un heredero leal tanto a los Principios del
Movimiento como a las Leyes Fundamentales, dos elementos constitucionales
distintos, siendo los primeros de orden jurídico superior. Franco entendió
siempre que el único régimen político posible para España era la Monarquía
(virtualizada, expurgada de los errores pasados, alejada de los cortesanos y de
los intereses de clase a los que siempre había estado vinculada y asentada
sobre un marco social y económico estable que impidiera una nueva caída de la
institución, haciéndola así perdurable).
La transmisión de la legitimidad.
La cuestión monárquica y su proceso instituyente fue
siempre un ámbito de decisión que Franco se reservó en exclusiva. Dejó que
todos opinaran, que todos actuaran a favor o en contra, pero en ningún momento
dejó de controlar el proceso.
Y se inclinó por una Monarquía que, a su juicio, debía de
conservar importantes poderes, cuando en la mayoría de las monarquías
occidentales el monarca o carecía de los mismos o eran muy limitados.
Franco se propuso devolver la Corona a la Jefatura del
Estado en un país donde los monárquicos eran una exigua minoría y la coalición
política que, en cierto modo, acaudillaba desde la guerra, no era
significativamente monárquica.
Hizo de Juan Carlos primero y de sus sucesores, sus
sucesores naturales.
No le interesaba tanto que el sucesor se ganara a la
aristocracia, a los sectores económicos o a la clase política como al pueblo;
impulsó a los Príncipes a llevar a cabo una auténtica campaña de
popularización, de contacto con el pueblo, como las que él mismo solía hacer en
los años cuarenta o cincuenta, cuyos beneficiarios eran mucho más que la
institución la pareja que formaban Juan Carlos y Sofía.
En 1964 Franco realizó, con un gesto, la primera
designación popular de don Juan Carlos al presidir a su lado el desfile conmemorativo
de la Victoria.
Franco se preocupó, además, de que su sucesor contara si
no con sus poderes y su carisma, algo imposible de transmitir, si con la
transmisión de su legitimidad personal. A la muerte de Franco no se produjo la
sustitución de un poder de hecho por otro distinto, sino que se producirá una
continuidad natural en el poder, atendiendo a la norma constitucional vigente.
Fue para los españoles una transmisión normal. Esa transmisión de su
legitimidad personal fue muy importante para poder llevar a cabo la transición
en dos sectores básicos: en una parte importantísima de la clase política del
régimen y en el Ejército.
En su testamento político dejo escrito: “por el amor que
siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y
rodéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y
lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis, en todo momento, el mismo
apoyo de colaboración que de vosotros he tenido”. Palabras suyas, escritas de
puño y letra.
En sus confidencias a José Luis de Villalonga, Juan
Carlos afirma: “en los días que siguieron a la muerte de Franco, el ejército
hubiera podido hacer lo que le diera la gana. Pero obedeció al Rey. Y seamos
claros, le obedeció porque yo había sido nombrado por Franco y en el ejército
las órdenes de Franco, incluso después de muerto, no se discutían”.
Franco transmitir a su sucesor un poder especial,
superior al contenido en la Constitución del Régimen; poder que es el que le
permite proceder a su demolición.
Joaquín Bardavío, escribe: “muerto Franco, al franquismo
se le invitó a suicidarse y lo hizo con patriotismo y obediencia al heredero de
todos los poderes”, al heredero de Franco.
Las circunstancias geopolíticas.
Transformar el régimen de Franco en un sistema
democrático al modo occidental no obedeció sólo a razones de ideológicas o
internas. En ella intervinieron las circunstancias geopolíticas del momento.
Terminada la II
Guerra Mundial, los aliados decidieron acabar con el régimen condenándolo al
ostracismo al descartar una posible intervención militar.
No era un sistema democrático pero tampoco lo eran
infinidad de países miembros de las Naciones Unidas, el Régimen de Franco
tampoco era un Régimen impuesto a los españoles por las potencias derrotadas y
menos constituía una amenaza para la paz mundial.
Franco, que ya había denunciado el entreguismo occidental
al avance y la previsión de la Guerra Fría, reaccionó afirmando su régimen
político. España era, según declaró a la Associated Press, un “país de
constitución abierta” que seguiría el camino trazado de perfeccionamiento
institucional sin abrir “periodos constituyentes de interinidad”.
A partir de 1947, EE.UU. consideró oportuno de “modificar
su política hacia España”, constatando además que en España no existía una
oposición cohesionada capaz de hacerse con el poder. La situación previsible de
una retirada de Franco podía conducir al caos.
Lo único conseguido con el aislamiento había sido
“reforzar el régimen de Franco, impedir la reconstrucción económica de España y
operar contra el mantenimiento de una atmósfera pacífica en España en caso de
conflicto internacional”.
Lo deseable: la evolución del régimen de Franco de una
forma ordenada hacia un régimen democrático, pero para ello será necesario ir
convenciendo a “los elementos derechistas que apoyan al régimen, al ejército y
a la Iglesia”.
Los Estados Unidos hicieron llegar a Madrid su idea de
que a Franco debería sucederle, conservando siempre el orden y la estabilidad
en la evolución, un sistema basado en la alternancia de dos fuerzas moderadas:
una de centro derecha y otra de centro izquierda.
Independientemente de los deseos exteriores, Franco
continuó fiel a su idea de poner en marcha un Nuevo Estado (cerrado en 1967 con
la promulgación de la Ley Orgánica del Estado); La institucionalización final
estuvo más para el sucesor que para el propio Franco.
Años sesenta: la desideologización del régimen
Cuando entro en vigor la Ley Orgánica, una parte
importante de la clase política del régimen había dejado de creer en el mismo y
orientaba su acción política hacia la futura homologación del sistema con
occidente; había un consenso casi unánime
de que tal homologación política solamente alcanzaría entidad real una
vez proclamado el sucesor y con la progresiva desaparición de Franco de la
escena política.
.
El proyecto del sucesor.
El príncipe Juan Carlos pronto fue consciente de que más
tarde o más temprano tendría que enfrentarse políticamente a su padre y a la
Corte de Estéril; pronto asumió que, para ser rey, debería ganarse la voluntad
de Franco, aceptando su proyecto instaurador. Don Juan Carlos se ganó esa
voluntad.
Franco cuidó hasta los límites más insospechados de su
sucesor. Preparó sus estudios, vigiló su
formación, hablaba con unos y con otros, hacía pequeñas indicaciones, bloqueaba
cualquier información que él consideraba que podía dañar su imagen.
Se reunía con el Príncipe, al que hablaba de su
experiencia, dándole lecciones de comportamiento y de conducta: un rey no debía
tener, su existencia fue una de las causas de la caída de la Monarquía; el rey
no debía tener amigos públicos; la Monarquía debía enterrar a la Corte y ganarse
al pueblo.
Pemán dejó
constancia de que Franco veía en el Príncipe a un hijo, y que Juan Carlos
asumía esta relación como la del abuelo con el nieto. Doña Sofía también estima
que Franco vio a su esposo “como el hijo que no había tenido”.
El médico privado de Franco, doctor Vicente Pozuelo, dejó
escrito que consideraba a los Príncipes como parte de su propia familia.
La Ley y los Principios: controversias sobre la idea de
la Ley a la Ley.
La Ley de Sucesión de 1947, en su artículo noveno, fijaba
la obligatoriedad de que el sucesor jurara lealtad a las dos realidades
jurídicas que formaban el entramado constitucional del régimen:
*.- Las Leyes Fundamentales del Reino.
*.- Los
“Principios que informan el Movimiento Nacional”. (Pero esos principios
no estaban precisados, salvo que se entendiera como tales, a través del Decreto
de Unificación, los puntos programáticos de Falange).
Una de las batallas políticas de José Luis de Arrese fue
la de fijar esos Principios que aseguraran la permanencia de la ideología que
animaba al régimen, sin mención a la Monarquía y se aseguraba la pervivencia
del Movimiento.
El equipo de López Rodó, una vez frenados los proyectos
de Arrese, preparó una nueva redacción, obra, en gran medida, de Fernández de
la Mora, que sería la promulgada en 1958.
Los Principios Fundamentales eran los inspiradores de las
leyes, de la acción política y del ejercicio de la misma en el Régimen (un
corpus ideológico no negociable, no sujeto al debate político en el que se
subsumían los principios del Tradicionalismo, del Derecho Público Cristiano y
los conceptos joseantonianos. Estos principios no podían ser vulnerados ni
modificados por el sistema constitucional que informaban; quizás sólo pudieran
ser ampliados o matizados a través de un sistema de enmiendas siguiendo el
modelo americano).
En el ordenamiento constitucional español, ante los
Principios, las Leyes Fundamentales quedaban en un rango inferior. El juramento
de fidelidad exigido al Jefe del Estado le convertía en el encargado de
mantenerlas, observarlas y defenderlas. Como el propio Franco precisaría, no se
trataba de un juramente único sino de un juramento doble y diferenciado.
Eliminada del ordenamiento la fórmula de reaseguro
preconizada por Arrese al exigir que “la redacción de las leyes deba evitar que
queden (los Principios y el Movimiento) a merced de los caprichos y de las
veleidades posibles de los hombres teniendo como objetivo lograr la continuidad
política fijando las facultades y funciones, dentro de un sistema de garantías
políticas, que aseguren la adecuación de la gestión de gobierno a esos
principios inmutables”.
El problema político de la redacción final era que todas
las garantías consistían en la lealtad a un juramento. Para Francisco Franco,
era imposible que un Rey no cumpliera lo que jurara, porque teniendo presente
lo expuesto es evidente que prestar el mismo con cualquier tipo de reserva
mental constituiría un engaño o una traición.
En la Ley de Principios, los tres artículos que
acompañaban a la Declaración de Principios eran muy claros en su intención: los
Principios inspiran las leyes; son de obligado cumplimiento para todos los
cargos públicos; cualquier ley o disposición que los vulneren o simplemente
eviten su cumplimiento en lo más mínimo serían nulas.
La Ley Orgánica del Estado cerró el entramado
constitucional del régimen de Franco, en su artículo tercero, volvía a situar,
por encima de la misma, a los Principios Fundamentales, que son “por su propia
naturaleza, permanentes e inalterables”.
Algo que se reiteraría en la refundición en un solo
documento de las Leyes Fundamentales del Reino, publicado unos meses después.
En su exposición indicaba que la refundición mantenía la
“permanencia e ineltarabilidad de los principios que las inspiran”,
volviéndolos a situar en un plano distinto y superior a las leyes. La
insistencia en la importancia de la correcta observación de los Principios
resulta en la Ley Orgánica reiterativa.
El artículo sexto de la Ley obliga al Jefe del Estado a
la “más exacta observancia de los principios del Movimiento y demás Leyes
Fundamentales del Reino, así como de la continuidad del Estado y del Movimiento
Nacional”.
Leyendo la ley, difícilmente, desde su óptica, si se
aceptaba el juramento de las leyes, se podía promover una acción contra lo que
precisamente se había encomendado.
La Ley Orgánica, también limitaba los poderes del Jefe
del Estado, cuyas decisiones necesitaban el refrendo del presidente del gobierno,
del ministro correspondiente o del presidente del Consejo del Reino según los
casos.
Además, al Consejo Nacional se le encomendaba la misión
de “defender la integridad de los Principios del Movimiento Nacional”,
correspondiéndole velar porque las leyes se ajusten a los mismos y puedan
ejercer, en caso contrario, el recurso de contrafuero.
La Transición (la reforma-ruptura realizada por don Juan
Carlos, a través de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández Miranda) fue “un pequeño
golpe de estado legal”, el artículo 59 de la Ley era determinante y no abierto
a interpretación al afirmar en su apartado primero: “es contrafuero todo acto
legislativo o disposición del gobierno que vulnere los Principios del
Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del Reino”.
Además, en la refundición de las leyes se recordaba de
forma taxativa que “serán nulas las leyes y disposiciones de cualquier clase
que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la presente Ley
Fundamental del Reino”.
De con las leyes del Régimen, la Ley de la Reforma
Política era en derecho nula y el axioma de ir de la “Ley a la Ley” una
justificación, porque la reforma lo que en realidad implicaba era una ruptura
realizada desde el poder. Fue en realidad, si nos ceñimos a lo dispuesto en las
leyes, un golpe de estado legislativo. Josep Meliá, un hombre de la Reforma,
escribió: “con arreglo a derecho, Blas Piñar y todos los ultras tienen razón.
Porque el proyecto de Ley de Reforma Política incurre en contrafuero”.
La redacción definitiva
de las leyes logró un complejo sistema de relaciones orgánicas entre los
poderes e instituciones del Estado, que incluía un fuerte sistema de
seguridades que, en teoría, hacía imposible que las leyes vulnerasen la
filosofía del Régimen.
Tenía, en este sentido, razón Franco cuando afirmaba que
“todo estaba atado y bien atado”: ni el Presidente del Gobierno, ni el de las
Cortes, ni el Consejo del Reino, ni las propias Cortes o el Jefe del Estado
podían pasar por encima de los Principios, a no ser, claro está, que todos
estuvieran de acuerdo en vulnerar las leyes, pero esto era algo impensable para
Franco.
Lograr la aceptación de esas instituciones, de un modo u
otro, al impulso del Jefe del Estado, se basó la primera fase de la Transición
que condujo a la Ley de Reforma Política.
Las leyes obligaban a todos, desde el Jefe del Estado
hasta el último de los procuradores y consejeros nacionales, a la defensa
activa de los principios y a evitar su vulneración.
Ahora bien, el sistema legal de seguros estaba pensado en
función de posibles actos gubernativos. Frente a éstos estaba la capacidad del
Consejo Nacional para operar como Tribunal Constitucional. Lo que no estaba
previsto es que el Consejo Nacional no ejerciera esa misión a través de los
vericuetos legales, porque la hipótesis que Franco nunca barajó fue que el Jefe
del Estado, la pieza clave, se convirtiera en el elemento activo que impulsara
la conculcación de los Principios.
Para ello, Juan Carlos se benefició de los poderes de
Franco. Poderes que aunque legalmente no heredaba, si quedaban en su acervo
personal por la inercia propia de la situación. Esta legitimidad le abrió las
puertas de las instituciones del régimen para su demolición. Para ello fue
necesario controlar las instituciones mediante hombres vinculados a sus
propósitos de cambio.
El compromiso de 1969.
Lo que se produce en julio de 1969, de acuerdo con la
legislación vigente, es una instauración convertida en reinstauración por el
hecho de que el sucesor es heredero directo de la rama reinante hasta 1931.
No es una restauración porque no se vuelve a la
legitimidad de 1876, sino que se llega al trono a partir de la realidad
engendrada por el 18 de julio. Es lo que el Príncipe afirma en su discurso:
“quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del
Estado, Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida del 18 de julio de
1936 en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes, pero
necesarios, para que nuestra Patria encauzase su nuevo destino”.
Después recordará que “pertenece por línea directa a la
Casa Real Española”, ¿reivindicando que su legitimidad venía de más allá del
Régimen?.
El al final reitera, “estoy seguro de que mi pulso no
temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los principios y leyes
que acabo de jurar”.
Hay testimonios
que indican que el ya Príncipe de España no tenía intención de preservar esos
Principios Fundamentales, sino hacer evolucionar el sistema hacia formas
democráticas (lo difícil el cómo y en qué forma se podría realizar semejante
operación política y si tendría que conservar alguna de las aportaciones del
Régimen).
Conocía la posibilidad de cambiar el régimen desde la
legalidad, evitando la oposición de las instituciones. Según testimonia doña
Sofía, a Juan Carlos le preocupaba la fórmula del juramento: “no quería ser
perjuro. Ni que alguien pudiera llamarle perjuro”.El propio rey ha dicho: “son
muy pocos los que hablan de lo mal que lo pasé yo antes de prestar un juramento
de fidelidad a unos Principios que yo sabía que no podía respetar”.
El 18 de julio de
1969 tuvo lugar la célebre conversación entre don Juan Carlos y Fernández
Miranda, en la que, de algún modo, se selló el mecanismo de la Transición. El
profesor tranquilizó su conciencia con el siguiente razonamiento: “al jurar las
Leyes Fundamentales, las juráis en su totalidad; por lo tanto, también juráis
el artículo 20 de la Ley de Sucesión, que dice que las leyes pueden ser
derogadas y reformadas. Luego aceptáis desde ellas mismas esa posibilidad de
reforma”.
Para Fernández Miranda, los Principios no era una
realidad distinta a las Leyes Fundamentales sino parte de las mismas y por tanto
modificables.
La reforma era posible si se hacía de acuerdo con lo
establecido por las leyes y ese camino evitaría el continuo empezar de nuevo de
la anterior historia de España desde las Cortes de Cádiz. Lo que en realidad
había encontrado era un vericueto legal, una trampa jurídica que él sabía
contraria tanto a la inspiración como a la intención de las leyes y a la propia
filosofía política del régimen.
Torcuato no ignoraba que los Principios estaban situados
en un rango superior. El argumento, en definitiva, era válido tan solo en la
medida en que se quisiera compartir; porque, como ya hemos apuntado, éstos no
eran, como sostiene el profesor del Príncipe, síntesis de las leyes sino
inspiradores de las mismas. No eran resumen de su filosofía sino la filosofía
que las impregnaba.
Torcuato tuvo, además, buen cuidado de no hacer
referencia al artículo tercero de la Ley de Principios que declaraba nula
cualquier ley que entrara en colisión con los mismos. Y el recurso de
contrafuero era práctica parlamentaria habitual en la época.
Don Juan Carlos, años después comentaría, “aquello que me
decía Torcuato de que toda ley lleva en sí misma el principio de su reforma y
que nada es eterno y que todo se puede cambiar por la vía de la legalidad
sonaba muy bonito, pero una cosa es hablar de ello y otra hacerlo”.
El piloto del cambio.
En “Todo un Rey”
se dice: “cuando Franco le nombró Príncipe de España, Juan Carlos programó cada
minuto de su vida para preparar la Transición en el momento oportuno. Sin
perder nunca el respeto personal a Franco”.
Nicolás de Cotoner, marqués de Mondéjar, en el prólogo a
la obra de los familiares de Fernández Miranda, significativamente titulada “Lo
que el rey me ha pedido”, dice “que nuestro Rey ha sido el motor del cambio, el
empresario de la obra y el piloto que manejó con pulso firme la nave del Estado
en su travesía hacia la orilla democrática”. Pero tras el juramento y la
decisión de cambiar el régimen no existía certeza sobre el cómo hacerlo.
Lo que sí se puede afirmar es que en 1969 don Juan Carlos
debió moverse en la órbita de los sectores aperturistas del régimen.
Entre 1969 y 1975 el Príncipe fue adquiriendo el
compromiso de no ser el continuador de la obra política de Franco, sin que esto
significase que renegar o poner en tela de juicio la legitimidad que le había
hecho rey.
En el período que va desde 1969 a 1975 dos tiempos en la
acción del motor del cambio:
*.- En el primero, el Príncipe juega con la hipótesis de
ser rey en vida de Franco. En ese marco, los cambios por fuerza deberían ser
muy lentos y dentro de los límites de lo que se venía denominando el reformismo
del régimen, en el que militaba una joven generación de burócratas del
Movimiento.
*.- El segundo
tiempo vendrá determinado por la asunción del hecho de que no sería rey en vida
de Franco. Ante el después de Franco se dedicaría a dar a conocer cuál era su
proyecto tanto a la oposición como a los ambientes internacionales.
El Gobierno formado en octubre de 1969, el gobierno del
Príncipe, hechura de Laureano López Rodó, estaba destinado a presidir la
proclamación de Juan Carlos como rey. En el mismo figuraba, como Ministro
Secretario General del Movimiento, un hombre de la confianza del Príncipe,
Torcuato Fernández Miranda.
Un gobierno que se movía dentro de la órbita reformista y
aperturista del momento que en cierto modo trataba de ir sentando las bases
para un cambio. Torcuato se proponía consumar, bajo la aparente ortodoxia de
las palabras, la desfalangistización del Movimiento para convertirlo en una
estructura de apoyo a la Monarquía.
Las denuncias contra este gobierno por parte de los
sectores más militantes del régimen, acusado de querer desmantelar el régimen y
socavar el prestigio de Franco arreciaron y finalmente tanto Franco como
Carrero se hicieron eco de las mismas. Mientras, el Príncipe continuaba dando
muestras de lealtad a Franco y a los Principios Fundamentales en los primeros
discursos públicos que pronuncia. Es el hombre que mide las palabras para no
despertar recelos.
Apoya el proceso de desmantelamiento del Movimiento que
muchos pretenden incluso desde el Gobierno o sus aledaños, conclusión lógica de
parte de la política de los sesenta; como otros, cree que la estrategia
acertada es que el Movimiento se vaya diluyendo; se muestra partidario de que
se produzca la separación de la Jefatura del Estado y la Presidencia del
Gobierno; quiere las asociaciones políticas porque ellas abrirán las puertas a
los partidos.
Su opción parece ser la evolución lenta, quizás
conservando algunos elementos del régimen. Probablemente está en la órbita de
lo que desde hace años ha planteado la política exterior americana como salida
al régimen de Franco: un sistema con dos grandes fuerzas que no cuestionen el
orden.
Cuando esté
próxima la muerte de Franco se planteará impulsar la formación de esas fuerzas.
El presidente Nixon, al conocer sus propósitos durante su
visita a los EEUU en 1971, le recomendó tranquilidad en un camino donde lo
importante era conservar el orden y la estabilidad.
Pero también en esos años hizo llegar a los centros de
opinión internacionales su intención de hacer cambiar el sistema. En 1970, el
prestigioso articulista, Richard Eder publicó un importante artículo bajo el
título de “Juan Carlos quiere una España democrática”.
Conforme avancen los años setenta y la decadencia de
Franco se haga más evidente mayor será la actividad del piloto del cambio.
En 1971 visitó los EEUU, en 1972 la República Federal
Alemana. Después, a través de colaboradores, buscó convencer a la oposición de
sus deseos de cambio. A través de José Mario Armero llegó hasta Felipe
González. También enlazará con Luis Yañez y Luis Solana. En el maletero de Puig
de la Bellacasa llegan a la Zarzuela hombres como Jordi Pujol o Leopoldo
Torres.
En 1972, Herrero de Miñón publicó en Cuadernos para el
Diálogo su trabajo “El Principio Monárquico”, en el niega la inmutabilidad de
los Principios e indica que la clave está en la utilización del artículo 10 de
la Ley de Sucesión, confiando a la Corona, gracias a su poder soberano, la
misión de poner en marcha el cambio.
En 1974, Rafael Arias Salgado, había defendido que el
cambio debería ser obra de un gobierno liberalizador.
Jorge Esteban publica la obra “Desarrollo Político y
Constitución Española” y Fernández Miranda “Estado y Constitución”, defendiendo
su idea de que “el único camino para erradicar las leyes que no nos gustan es
trabajar para conseguir cambiarlas desde los mecanismos de reforma en ellas
establecidos.
En 1973, Franco decidió
separar la Presidencia del Gobierno de la Jefatura del Estado nombrando
presidente a un hombre leal, Luis Carrero Blanco. El gobierno está también
pensado de cara al momento de la sucesión real pero es muy distinto al de 1969.
Carrero supone la continuidad del régimen y un escollo para un cambio absoluto,
pero lo corta un atentado terrorista de ETA.
El propio don Juan Carlos ha precisado que de vivir el
Almirante, un hombre que en silencio había trabajado por la restauración de la
Monarquía y por don Juan Carlos, no hubiera podido desmantelar el régimen tan
rápidamente, aunque creía que Carrero, finalmente, no se le hubiera opuesto
presentándole su dimisión.
Don Juan Carlos ya trabajaba abiertamente para el cambio
político, quedaba diseñar el camino legal.
Franco murió el 20
de noviembre de 1975.
Probablemente era
consciente de que su régimen no le sobreviviría. En su última conversación con
el hombre al que, en definitiva, le había hecho rey, ya en la Ciudad Sanitaria
de La Paz, sólo pidió al Príncipe una cosa: que preservara la unidad de España:
“la última vez que le ví ya no se encontraba en estado de hablar. La última
frase coherente que salió de su boca, cuando ya se hallaba prácticamente en la
agonía, es la que he mencionado ya, referida a la unidad de España. Más que sus
palabras, lo que me sorprendió sobre todo fue la fuerza con que sus manos
apretaron las mías para decirme que lo único que me pedía era que preservara la
unidad de España. La fuerza de sus manos y la intensidad de su mirada. Era muy
impresionante. La unidad de España era su obsesión. Franco era un militar para
quien había cosas con las que no se podía bromear. La unidad de España era una
de ellas”.
Esa España que, como afirma el propio Rey, es la que le
permitió llevar a cabo la Transición: “todo lo que hice cuando me vi con las
manos libres pude hacerlo porque antes habíamos tenido cuarenta años de paz.
Una paz, estoy de acuerdo, que no era del gusto de todo el mundo, pero que de
todos modos, fue una paz que me transmitió unas estructuras en las que me pude
apoyar”.
La invasión partidista de la cajas de ahorro ha sido
ruinosa e ilegal
Joaquin Leguina 20
julio 2012 Tribuna El País.
Uno de los mayores disparates cometidos contra el
prestigio de la democracia en España ha venido de la mano de los partidos
políticos, que han invadido la actividad de órganos legalmente autónomos
(Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial…), entre los que
se incluye la ruinosa invasión partidista de la cajas de ahorro.
Lo más bochornoso del caso ha consistido en aprobar leyes
que hacían impecablemente autónomos a esos órganos para, de inmediato,
incumplir esas leyes y entrar a saco en las instituciones sin que nadie —ni
dentro ni fuera de los partidos— lo denunciara por ilegal. Mas ahora, cuando el
desastre de, por ejemplo, Caja Madrid, ha entrado en la vía judicial, parece
llegado el momento de cobrar la cuenta de tan larga fiesta a quienes han sido
responsables de decisiones no solo indecentes desde el punto de vista de la
economía de la empresa, también desde el punto de vista moral y legal.
Y conviene no equivocarse ni en las personas ni en el
tiempo, porque la ruina de Caja Madrid no comenzó ni con la crisis ni con la
salida de Bankia a bolsa. Se inició con el pacto firmado el 6 de septiembre de
1996 entre el Partido Popular y Comisiones Obreras que llevó a Miguel Blesa a
la presidencia de la Caja. Comenzaba así:
No existe en el mundo una sola organización que admita
que se le dicte lo que debe hacer desde fuera de sus propios órganos
“Reunidos D. Ricardo Romero de Tejada, secretario general
del Partido Popular de Madrid, y D. Francisco Javier López, secretario de
Política Institucional de la Unión Sindical de Madrid-Región de Comisiones
Obreras, actuando ambos en nombre y representación, tanto de sus respectivas
organizaciones regionales, como del conjunto de consejeros que por parte del
Partido Popular y de CC OO forman parte de los órganos de gobierno de la Caja
de Madrid, Acuerdan…”
El Sr. Romero de Tejada y el Sr. López actuaron simultánea
y respectivamente como representantes del PP y de CC OO, haciéndolo en asuntos
que afectaban directamente a la administración, gestión financiera y
representación de la Institución, declarando actuar —así está escrito— en
representación del PP y de los miembros del Consejo nombrados a propuesta del
partido político y del sindicato. Una delegación que era y es ilegal. Fue así
como desbancaron a toda prisa de la presidencia de la Caja a quien había sido
elegido para ese cargo por unanimidad tan solo unos meses antes de ese pacto.
¿Por qué fue ilegal ese acuerdo?
Porque la ley de Cajas de la Comunidad de Madrid entonces
vigente (también la actual) recogía en el artículo 22.2 lo siguiente:
“Los miembros de los Órganos de Gobierno actuarán con
plena independencia respecto de las entidades y colectivos que los hubieran
elegido o designado, los cuales no podrán impartirles instrucciones sobre el
modo de ejercer sus funciones. Solo responderán de sus actos ante el órgano al
que pertenezcan y, en todo caso, ante la Asamblea General”.
Los actuales estatutos de la Caja reproducen en su
artículo 7.2 este principio legal y lo mismo hacían los anteriores estatutos en
su artículo 10.
Un consejero no podía —ni puede— comprometerse u
obligarse con nadie, tampoco con su partido político ni con su sindicato,
respecto de su actuación en el Consejo de Administración, pues atentaba (y
atenta) contra la independencia y autonomía de la Caja y subvierte los
principios de su buen gobierno. Estamos ante una perversión descomunal que el
mínimo respeto a las instituciones y a las leyes hubiera debido impedir. No
existe en el mundo una sola organización que admita que se le dicte lo que debe
hacer desde fuera de sus propios órganos y eso es, precisamente, lo que ha
pasado en las Cajas, en general, y con la de Madrid, en particular.
El Consejo de Administración de la Caja, como órgano
colegiado, no conoció aquel pacto y por ello no pudo debatir ni acordar acerca
de su contenido, pero, eso sí, se ha visto sometido a esa ilegalidad
permanentemente. Una acción capitaneada por el señor Blesa y secundada por su
leal escudero José A. Moral Santín, de Izquierda Unida.
No menos chocante, dentro de esta conspiración, ha sido
el hecho de que los órganos de control de la propia Caja, los de la Comunidad
de Madrid y los del Banco de España no hayan intervenido nunca para impedir esa
tropelía continuada. Estas prácticas ilegales de los dos grandes sindicatos
(UGT también entró en ese juego) y del tándem IU-PP deberían haber sido
cortadas de raíz.
Por lo tanto, si se quiere aclarar este gravísimo asunto
de Caja Madrid y castigar, si fueran constitutivas de delito, algunas
conductas, el juez Andreu y el Parlamento tendrían que empezar por el principio
y por las dos personas que han llevado a la Caja de Ahorros y Monte de Piedad
hasta la ruina: Miguel Blesa y José A. Moral Santín.
Y si alguien me recuerda que fui presidente de la
Comunidad de Madrid, ha de saber que los consejeros cooptados por el PSOE o los
sucesivos presidentes de la Caja de aquella época jamás recibieron de mí orden
alguna. Eran los tiempos en que la Caja estaba gobernada con solvencia
profesional y ganaba mucho dinero.
Joaquín Leguina es economista y fue presidente de la
Comunidad de Madrid.
Una jornada memorable
La manifestación en repulsa del 23F reunió tras una misma
pancarta a Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, junto con la plana mayor
del partido comunista, algo nunca visto. Juntos en apoyo de la Constitución, de
la democracia
JOSÉ ÁLVAREZ JUNCO 18 NOV 2015 - 18:49 CET
Cabeza de la manifestación que, bajo el lema "Por la
libertad, la democracia y la Constitución", recorrió las calles de Madrid
el 27 de febrero de 1981 en contra del intento de golpe de Estado del 23-F / EL
PAÍS
En el metro, camino de Embajadores, volví a vivir una
tensión que había olvidado.
De reojo, miraba
con recelo a los demás pasajeros, intentado adivinar quiénes iban y quiénes no
a la manifestación, o sea, quiénes estaban contra el golpe y a quienes les
traía sin cuidado.
Había sentido muchas veces, bajo la dictadura, esa
desconfianza hacia mis conciudadanos, esa necesidad de saber quiénes y cuántos
eran los nuestros.
Y, sin embargo, aunque habían pasado poco más de cinco
años desde la muerte de Franco, había olvidado esta sensación.
Ahora la revivía. En el metro o en la calle, merodeando
por Atocha o por la Gran Vía, cuando había convocatorias de manifestaciones
“masivas”, me había hecho muchas veces el distraído, mirando hacia otro lado,
especialmente cuando pasaba junto a los furgones de policía.
Tenía miedo, sentía unas ganas irresistibles de meterme
en un bar, de buscar un baño.
La calle parecía la de siempre, no había indicios de que
fuera a ocurrir nada extraordinario, pero quién sabía, a lo mejor íbamos a
inundar el centro de la ciudad, millones de bocas iban a gritar “libertad,
amnistía, Estatut d'Autonomia”, o cualquiera otra de las consignas del momento.
Y el régimen, incapaz de resistir la presión popular, se
derrumbaría aquella misma noche.
Luego resultaba que no, que no éramos millones, sino unos
centenares, quién sabe si algunos miles, sobre todo estudiantes, grupos
pequeños, huyendo de la policía, recibiendo porrazos o siendo detenidos.
Solo cuando nos
agrupábamos en una esquina libre de grises, gritábamos con nerviosismo aquellas
consignas, para huir otra vez de inmediato. Aunque aquellos segundos de
libertad habían valido la pena.
Por la noche los recordaríamos, engrandecidos.
Era un déjà vu desagradable, sin atractivo nostálgico.
Se me había borrado de la mente, sí, demasiado pronto,
había dado por supuesto que no volvería a sentirlo. Pero solo cuatro días
antes, el 23 de febrero, el miedo nos había vuelto a entrar en el cuerpo.
No solo a mí, sino a otros muchos.
Porque, en aquel vagón de metro, todos, casi todos,
estábamos viviendo la misma sensación. Y es que esta vez, de verdad, éramos
muchos.
Lo comprobamos al intentar salir a la calle.
Una marea humana hacía casi imposible subir aquellas
escaleras.
Esta vez, sí, íbamos a ser millones. Qué alivio.
Yo iba con unos amigos argentinos, altos, un poco
encorvados, inteligentes, depresivos.
Vestidos con la mayor informalidad, como todos nosotros,
portaban sin embargo una elegancia innata.
Ellos ya habían vivido aquello y estaban más pesimistas
que nadie.
Qué angustia, tener que planear irse de nuevo a otro
país.
Yo mismo, que tenía mi billete de tren a París para unos
días después, donde estaba contratado para un semestre, me había jurado,
aquella tarde del 23 de febrero, que si triunfaba el golpe intentaría quedarme
allí, en las condiciones que fuera.
Mi hijo no iba a crecer, como yo, bajo una dictadura.
Aquella tarde del 23, la de cuatro días antes, no la ha
olvidado nadie.
A mí me llamó un amigo, hacia las seis y media,
diciéndome que pusiera la tele. Vi lo que estaba pasando, porque durante unos
minutos fue un golpe televisado.
Visité luego a un
vecino de confianza, que me intentó tranquilizar.
No será nada, no tienen apoyos.
El tiempo demostró que tenía razón, pero en aquel momento
lo atribuí a su innato optimismo. A las nueve, cuando la primera cadena debía
emitir el telediario nocturno, salió un locutor muy almibarado que anunció,
como si no pasara nada, el comienzo de un programa de folklore latinoamericano.
Se me cayó el mundo a los pies.
Se la tengo jurada a ese locutor desde entonces.
Era evidente que los golpistas habían tomado la televisión.
Sin embargo, al cabo de no mucho apareció, creo recordar,
Iñaki Gabilondo, que anunció, con voz irritada, que la sede de TVE había estado
ocupada por una columna militar, pero que ya se habían ido.
Dijo también que emitirían un discurso del Rey sobre la
situación.
Pero el discurso se hizo esperar hasta la una de la
madrugada. Hasta entonces, la situación siguió siendo muy alarmante.
La periodista Rosa María Mateo lee ante el Congreso un
manifiesto tras la marcha contra el intento de golpe del 23-F / BERNARDO PÉREZ
La tensión del 23F no era casual, ni inesperada. Los
indicios se habían acumulado en las semanas anteriores. Y era lógico.
El tránsito de una
dictadura a una democracia nunca es fácil.
En diciembre, Fuerza Nueva había celebrado un congreso y
El Alcázar publicado tres artículos del colectivo Almendros, rematados por uno
del general Fernando de Santiago y Díaz de Mendívil titulado Situación límite.
En enero, los Reyes visitaron el País Vasco y la
izquierda abertzale escenificó una escena muy desagradable en la Casa de Juntas
de Guernica. A la vez, sin embargo, el nuevo Estado autonómico parecía seguir
añadiendo ladrillos a sus paredes, con la aprobación del Estatuto gallego y de
la policía vasca.
Repentinamente, el 27 de enero, Suárez dimitía, con un
agorero mensaje de despedida en el que expresaba su deseo de que la democracia
no fuera, una vez más, un paréntesis en la historia de España.
Dos días más tarde, ETA secuestraba a José María Ryan,
ingeniero de la central nuclear de Lemóniz, que apareció asesinado poco
después.
La opinión vasca reaccionó bien y el día 9 se produjo una
huelga general, con manifestaciones, en repulsa por aquel asesinato.
Parecía que la violencia terrorista, la lacra más
importante que había manchado la Transición, estaba siendo por fin repudiada
por los vascos.
Pero apenas cuatro días después se supo que José Ignacio
Arregui, miembro de ETA militar, había muerto en Madrid tras una semana de
detención.
Los indicios de torturas se daban por descontados.
El efecto Ryan se disolvía y la nueva huelga general y
nuevas manifestaciones del 16 fueron ya en protesta por la muerte de Arregui.
La policía le había echado un cable a ETA.
Los días 18 y 19, las Cortes entraron a debatir la
investidura de Calvo Sotelo.
El 20 se celebró la primera votación y el candidato de
UCD no consiguió la mayoría absoluta. Aquel mismo día, ETA secuestraba a tres
cónsules de España.
El 21, cuando
Tejero entró en el Congreso, se estaba celebrando la segunda votación de
investidura de Calvo Sotelo.
El golpe fracasó,
como se sabe, y los cuatro días transcurridos habían estado cargados de
especulaciones.
Ahora, el 27, la
práctica totalidad de las fuerzas políticas habían convocado esta manifestación
en apoyo de la democracia.
A la convocatoria se habían sumado muchas corporaciones
públicas y asociaciones civiles y se habían publicado varios manifiestos de
adhesión firmado por intelectuales y artistas.
El alcalde Enrique Tierno había redactado un bando
exhortando a acudir y a portarse de manera “impecable”.
Pero Fuerza Nueva y otros grupos de extrema derecha
habían programado una contramanifestación, casi a la misma hora, a favor de
quienes “por vestir un glorioso uniforme” estaban en prisión “como si fueran
unos traidores”.
Encabezaban la
marcha, sosteniendo una gran pancarta en la que se leía “Por la libertad, la
democracia y la Constitución”, los dirigentes de todos los partidos
convocantes.
Recuerdo (porque lo leí y se comentó, ya que fue
imposible ver la cabeza de la marcha) a Felipe González, Manuel Fraga, Santiago
Carrillo, Nicolás Sartorius, Simón Sánchez Montero, Rafael Calvo Ortega,
Agustín Rodríguez Sahagún o Marcelino Camacho.
Luego venía una segunda gran pancarta con los colores de
la bandera nacional.
Asistieron también Rafael Termes, en representación de la
banca privada, y los directores de los principales diarios madrileños, por una
vez unidos.
Pero lo más extraordinario, lo que marcaba un hito en la
historia del país, era que Fraga Iribarne, líder de Alianza Popular, de innegable
procedencia franquista, desfilara detrás de una misma pancarta junto con la
plana mayor del partido comunista.
El nacionalcatolicismo y el obrerismo de estirpe
bolchevique apoyaban, de repente, una misma cosa: la Constitución, la
democracia.
Los cordones del
servicio de orden, compuesto por unas 5.000 personas, aportadas por cada una de
las organizaciones militantes, intentaban proteger y aislar a esta cabeza de la
manifestación.
El número de fotógrafos y reporteros era impresionante, y
la gente les ovacionaba y aplauía de vez en cuando.
Felipe González, con un megáfono en la mano, intentaba
hacerse oír, gritando: “¡Libertad, libertad!”. Santiago Carrillo, a su lado, le
secundaba.
La prensa de aquella mañana decía que se esperaba la
asistencia de unos centenares de miles de personas.
La realidad les desbordó.
Un millón y medio en Madrid.
Si se le añaden los cientos de miles de Barcelona,
Valencia, Sevilla o Zaragoza, y las decenas de miles de ciudades menores, fue,
y sigue siéndolo hoy, el mayor conjunto de manifestantes jamás reunido en la
historia de este país.
Solamente dejaron de celebrarse manifestaciones, o
tuvieron escasa concurrencia, en el País Vasco, por la inhibición de los
partidos nacionalistas en la convocatoria.
En Madrid, estaban totalmente ocupados, hasta el punto de
no poder apenas dar un paso, la glorieta de Embajadores, la Ronda de Valencia,
Atocha, el paseo del Prado, los alrededores de las Cortes.
El escaléxtric de Atocha, que todavía estaba en pie,
temblaba bajo el peso de aquella multitud de marcha renqueante.
Llovía a ratos, pero era lo de menos.
Viva la libertad, viva la democracia, viva el Rey.
El pueblo unido jamás será vencido.
Democracia, sí; dictadura, no.
Libertad, libertad.
Un viejito, con el puño izquierdo cerrado y en alto,
llevaba una pancarta que decía: “Viva el Rey”.
La tensión, pese a
todo, no desapareció por completo.
En un intento de disolver la concentración, el Batallón
Vasco Español anunció, por llamada telefónica, la colocación de un artefacto
explosivo de gran potencia en el Jardín Botánico, donde, en efecto, estallaron
un par de petardos caseros.
Por el lado de la
izquierda revolucionaria, algunos grupos que pedían “depuración” y “ningún
apoyo al Rey”, fueron disueltos. Entre tanto, regresaban a sus hangares los
carros de combate de la división Brunete. Venían de unas maniobras en Zaragoza,
pero provocaron temores.
Frente al palacio de las Cortes, al que ni siquiera pudo
llegar la cabeza de la manifestación, la locutora Rosa María Mateo leyó un
comunicado en el que se decía que el pueblo español había tomado la decisión
irrevocable de vivir en democracia “con la ejemplaridad que nos compete y
transmitir a nuestros hijos la dignidad que nos congrega”; “la fuerza sin norma
y sin ley es contraria a una sociedad civilizada” y la condición de “españoles”
es inseparable de la de “seres libres”; el grito “¡viva España!” debe por tanto
equivaler a los de “¡viva la Constitución! y ¡viva la democracia!”.
El 27 de febrero,
en resumen, fue una jornada memorable. En estos tiempos, en que se desprecia o
denigra con tanta facilidad a la Transición, en que se dice que fue una
operación planeada, fácil, producto de un pacto poco menos que conspiratorio,
conviene recordarlo. Y este país, tan necesitado de símbolos y referencias
compartidas por todos, podría pensar en trasladar a esa fecha la fiesta
nacional, en lugar del 12 de octubre o el 6 de diciembre. El 12 de octubre
podría festejarse el viaje de Colón o la virgen del Pilar, o las dos cosas. Y
la Constitución merece ser celebrada no el día en que se aprobó formalmente
sino aquel en el que el pueblo español y sus representantes salieron a la
calle, emocionados y atemorizados, pero sobre todo unidos, detrás de ella.
José Álvarez Junco es escritor e historiador.
Manual de instrucciones para después de un golpe de
Estado
“Tuvimos la inmensa suerte de que el golpe del 23F se
improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores posibles”,
recuerda ahora Alberto Oliart, el ministro de Defensa que llegó tras la
intentona
LUIS GÓMEZ 20 NOV 2015 - 14:02 CET
Narcís Serra y Felipe González, en la base de la División
Acorazada Brunete. / MARISA FLÓREZ
Cuando Alberto Oliart aceptó ser ministro de Defensa, el
sonido de los sables tenía el volumen muy alto. Cuando tomó posesión del cargo,
un 26 de febrero de 1981, habían pasado tres días de un golpe de Estado y había
podido escuchar los disparos en el hemiciclo. Lo que menos se imaginaba es que,
además, sería un ministro nómada, sin despacho fijo.
Oliart trabajaba por la mañana en el palacio de
Buenavista, sede del Cuartel General del Ejército, por la tarde en el antiguo
Ministerio del Aire (al que llamaban el monasterio del Aire) y, finalmente, a
última hora, despachaba en un chalé del CESID, el servicio de inteligencia, el
lugar donde podía sentirse a salvo de escuchas. Su obligación era gobernar
sobre un ejército de generales que habían hecho la guerra al lado de Franco y,
callada u ostentosamente, simpatizaban con los golpistas. Generales que solo
parecían dispuestos a recibir órdenes del Rey. Reformar ese ejército sin correr
el riesgo de un nuevo zarpazo era un reto imposible de cumplir en el breve
plazo.
Había sido ministro de Industria, y ministro de Sanidad,
con los gobiernos de Adolfo Suárez. Con el paso de las décadas haría muchas
otras cosas y hasta llegaría a ser presidente de RTVE en 2009, con 81 años.
Pero entonces, con 53 años y reciente un golpe de Estado, desplegaba el
currículo del buen gestor, la apariencia de un tecnócrata, aunque fuera un
hombre apegado a la literatura, poeta en horas libres. También años después
escribiría un libro de memorias (Contra el olvido), que mereció el premio
Comillas por su calidad literaria (1997), en aquella obra relataba recuerdos de
adolescencia y juventud, que compartió en un entorno de jóvenes cultos e
inquietos, aprendices de intelectuales. Aquel libro no tocó su experiencia
política.
Oliart: "Armada lo que no sabía, se lo
inventaba".
A sus 86 años, Oliart escribe actualmente una segunda
obra (“en estos momentos soy ministro de Industria”, dice), así que no le queda
mucho trazado para llegar a un momento crucial de su biografía política,
aquellos 20 meses al frente de Defensa, sobre los que tiene cosas que contar.
Su memoria está reservada para su obra: “Tuvimos la inmensa suerte de que el
golpe del 23F se improvisó; les entró la prisa y cometieron todos los errores
posibles”. De aquel Elefante Blanco sobre el que tantos años después se ha
fabulado, Oliart tiene su particular conclusión: “Fue una invención de Armada.
Armada todo lo que no sabía, se lo inventaba”.
Leopoldo Calvo Sotelo en la Asamblea General de la OTAN
en junio de 1982 / EFE
Oliart descansa en su casa de Galicia frente a una ría, y
escribe lo que tiene pendiente de contar. Un día de estos empezará a escribir
sobre aquellos días en que fue ministro de Defensa y tenía ante sí una exigente
hoja de ruta: llevar a cabo el juicio a los golpistas y que este terminara con
la condena de los principales responsables, iniciar algunas reformas
administrativas y meter a España en la OTAN. Se trataba de dejar atrás un
ejército de pequeños caudillos y dar el paso a militares profesionales. Y, por
supuesto, tenía que controlar a los golpistas.
Pero sucedió que aquel Gobierno de Calvo Sotelo asumió
que tenía los días contados, que no gobernaría mucho tiempo, que tendría que
dar paso a quienes iban a venir, que no eran otros que esos jóvenes socialistas
que lideraba Felipe González. “Tuve que hundirme con el barco”, dice Oliart.
“Era una época en la que se inventaban golpes de Estado casi todos los días”. Y
a ellos, a los socialistas, les correspondería acabar con las bravatas
golpistas.
Oliart recibió el mandato de trasladar información
sensible a Felipe González
La información sobre los golpistas era confusa y
desmedida. Su primera decisión fue darle una vuelta al servicio de inteligencia
y contar con información fiable, para lo cual nombró al frente del CESID al
teniente coronel Alonso Manglano: el objetivo era investigar en los cuarteles.
Luego, se rodeó de un reducido gabinete de confianza, con otro teniente coronel
en sus filas, Jesús del Olmo, un experto jurídico. Ese gabinete diseñaría los
decretos necesarios para ir jubilando a los generales.
Fue aquel un Gobierno que duró 20 meses. Oliart recibiría
tiempo después un mandato muy especial: trasladar información sensible a Felipe
González y al colaborador que él designase. Aquella fue una transición en medio
de la Transición, un traspaso de poderes antes de unas elecciones, un suceso
insólito, nunca después repetido.
Se celebró una primera reunión en el domicilio de Oliart
(“un chalé que estaba en un barrio residencial, era una casa cómoda, ni rica ni
modesta”, recuerda Narcís Serra, que por entonces era el alcalde socialista de
Barcelona). Sin papeles, ni documentos, al menos es lo que confiesan los
testigos de aquellas citas. Pasado el verano del 82, las reuniones se nutrieron
con nuevos actores, Narcís Serra, Jesús del Olmo y Emilio Alonso Manglano. Para
entonces, Serra ya había aceptado ser el futuro ministro de Defensa del primer
Gobierno socialista después de la Guerra Civil.
Los socialistas tenían su Gobierno en la sombra, una
estructura logística hecha a imagen y semejanza del partido laborista
británico. Y, dentro de esa estructura, su propia información sobre el entorno
militar. Pero Narcís Serra era un actor inesperado, no era el candidato en
quien se había pensado; durante tiempo se especuló con Enrique Mújica, pero sus
reuniones con el general Alfonso Armada le habían dejado en entredicho; se
llegó a hablar de Luis Solana y de Miguel Boyer para el cargo. Finalmente, el
elegido era Serra, un alcalde, nada menos que el alcalde de Barcelona.
Narcís Serra: “Aquellas conversaciones me sirvieron para
saber cómo estaba el ejército"
La información que manejaban los socialistas procedía de
ramificaciones que llegaban hasta militares de la clandestina UMD (Unión
Militar Democrática). Esa información se trasladaba a Mújica (presidente de la
Comisión de Defensa en el Congreso), o a Luis Solana (portavoz de Defensa); en
algunas ocasiones a Julio Busquets, un comandante que había dejado el ejército
para presentarse a las primeras elecciones democráticas por el PSOE.
Otro militar, Carlos San Juan, tenía la misión dentro del
partido de ocuparse de los asuntos de Interior. “No era una organización muy
colegiada. Yo tenía datos sobre militares y sobre policías. La militar se la
trasladaba a Julio Busquets. A veces éste me preguntaba ¿Se lo has contado a
Felipe? Yo debía entrevistarme con Juan José Rosón, que era el ministro del
Interior. Con Rosón solo hablaba de cuestiones relacionadas con ETA y sus
planes para terminar con ETA político militar y “acabar con aquella insana
competencia”, como decía Rosón. Le gustaba muy poco tener que dar cuentas, era
una situación excepcional porque sabía que ganaríamos las elecciones”. Había
tres tipos de conversaciones secretas, según San Juan, una en el área de
Interior, otra en Defensa y una tercera en Economía, “que no sabía si llevaba
Boyer o Solchaga”. San Juan terminó su cometido y presentó centenares de fichas
sobre policías y comisarios, departamento por departamento. “Era información
que la policía daba de sí misma, sobre todo cómo pensaban comisarios y
subcomisarios y también algunos militares”. San Juan le entregó sus fichas a
Barrionuevo, el elegido finalmente para ser ministro del Interior. “Lo puse a
su disposición, pero no me hizo demasiado caso”.
Narcís Serra también recibió los informes internos del
partido. “Cabía en una caja”, recuerda. No era muy cuantiosa ni muy
interesante, a su juicio, como tampoco la que se encontró en la caja fuerte de
Defensa, después de que Oliart le diera la llave: “sobre todo eran papeles y
documentos relacionados con el juicio del 23F”.
Después de aquel verano de 1982, Narcís Serra visita la
casa de Alberto Oliart en Madrid en varias ocasiones. Allí se entrevista
también con Jesús del Olmo. Recibe información verbal. De Serra siempre se ha
dicho que su candidatura se fraguó durante la organización del desfile de las
Fuerzas Armadas, celebrado en Barcelona el 31 de mayo de 1981. Fue un gran
desfile. Su experiencia durante el golpe del 23F fue muy limitada. “Recibí la
llamada de Francisco Laína, que presidía el consejo de subsecretarios (el gobierno
de facto en aquellas 17 horas y media que duró el golpe), quien le pidió que
enviara un coche patrulla de la policía local a cada cuartel militar para que
informaran de cada movimiento. “Y no hubo movimientos”.
Una brigada de la Acorazada fue trasladada a Badajoz y
esa decisión molestó a los portugueses
Unos días antes de aquel desfile vivió otra experiencia
muy curiosa, el asalto a la sede del Banco Central en Barcelona, un episodio
rocambolesco que en algún momento se confundió con una intentona golpista. Allí
tuvo trato con los mandos de la policía (general Saez de Santamaría) y la
guardia civil (general Aramburu Topete). “Cuando Felipe González me consulta
por primera vez, yo no quería dejar de ser alcalde. Mi gran objetivo era la
candidatura de Barcelona para los Juegos del 92”.
Aquellas
conversaciones en casa de Oliart se celebran en un entorno de psicosis de
golpe. De hecho, semanas antes de las elecciones se había desarrollado la
operación Cervantes, que desarticuló la organización de un golpe sangriento
para el 27 de octubre de 1982. “Aquello fue un golpe elaborado con la
preparación propia de un estado mayor”, recuerda Jesús del Olmo.
Las entrevistas secretas con Oliart, Del Olmo y Manglano
fueron muy útiles para Serra: “Me sirvieron para saber cómo estaba el ejército
y para ver que el enfoque de un partido no se podía llevar a cabo. O
reformábamos o no conseguíamos nada. Persiguiendo individualidades no se
resolvía el problema: había que reducir privilegios y hacer que el Gobierno
mande. Esa son las conclusiones que saco”.
Serra se tomó su tiempo y mantuvo la columna vertebral
del ministerio de Oliart. No era un hombre de decisiones rápidas, pero sí hizo
una cosa: desmembrar la División Acorazada, la unidad más potente que tenía el
ejército español, ubicada a las afueras de Madrid, con sus 13.000 efectivos,
aquella unidad con la que especulaba todo golpista, la división que podía
dominar los puntos vitales de la capital. Serra desplazó algunas de sus
brigadas mecanizadas a otros lugares, “porque una cualidad que tenía esa
división era la de que carecía de terrenos para hacer maniobras”. Una brigada
fue desplazada a Zaragoza. Otra a Badajoz. Aquella de Badajoz originó un
inesperado problema diplomático: “A los portugueses no les gustó nada ese movimiento”,
recuerda Serra. “No entendían que hacía esa brigada cerca de su frontera”.
Serra solucionó ese episodio en una discreta reunión en Bruselas.
El PSOE abandonó toda idea de salir de la OTAN. Como
abandonó otras ideas preliminares. Los pequeños caudillos fueron desapareciendo
de la escena. Y el golpismo perdió la voz.
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