25
MAR 2017
. Le habíamos atribuido una dimensión intemporal. O se lo
había ganado ella misma, de tantas relaciones como granjeó en el ámbito
metafísico. Y de la vitalidad que rebasaba el prosaísmo de los cumpleaños. O de
la curiosidad que estimulaba el brillo de sus ojos. Paloma fue bastante mayor
de joven y bastante joven de mayor, aunque su dependencia de la Olivetti
precipitara malentendidos tan aparatosos como el que vivimos en el aeropuerto
de Ereván. Cerca estuvieron las autoridades armenias de arrestarla porque
pensaban que su máquina de escribir era un tesoro clandestino de anticuario. Y
creo que la obligaron a desenfundarla. Y a tocarla, como si fuera la Olivetti
un clavecín. Y un clavecín no era, pero Paloma conseguía parecer una intérprete
renacentista delante del teclado, tan ensimismada como acostumbraba a quedarse,
sin otra partitura que el diccionario de sinónimos. Era su equipaje de
reportera y de vaticanista. Y su idiosincrasia de periodista preconciliar en
los años en que empezaban a abrumarla los neologismos tecnológicos. Ni Twitter,
ni Instagram, ni Facebook. su Olivetti y no le preocupaba
que sus colegas la observaran como una secretaria de Palomatenía Juan XXIII. Que se
conocieron, la una y el otro, como también conoció la maestra Borrero a Pablo
VI.Y a Juan Pablo I. Y a Juan Pablo II, un pontífice inaccesible e inescrutable
menos para Paloma. Y digo Paloma porque así la llamaban Wojtyla y el rey Juan
Carlos en la visita a España de 2003. Tan popular era la Borrero que la
feligresía la aclamaba en el aeropuerto de Barajas como si estuviera ella de
visita oficial. Firmaba autógrafos. Y puede, puede, que le pidieran la
bendición de algún retoño.
Se le tenía envidia a Paloma, no necesariamente sana. Y se
le agradecía su generosidad y su predisposición. No nos engañemos. Cuando un
periodista español -y foráneo- citaba “fuentes vaticanas” de solvencia Paloma tenía quería
decirse que había
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