Soberana estupidez
Tengo la sensación de que ni los miembros del Gobierno ni el mismo Rey supieron entender de qué iba el acto del Congreso
Si la pregunta es qué criterio prevaleció en el diseño protocolario de la fiesta del 40 cumpleaños de las elecciones constituyentes del 77, la respuesta es: el de la casa real. Sin embargo, a mí me parece, con toda humildad, que la pregunta pertinente debe ser esta otra: ¿era el criterio correcto? Y si no lo era, ¿por qué se cruzó de brazos el Gobierno y no hizo lo suficiente para modificarlo? He trasladado esa pregunta a no pocos interlocutores cualificados y la explicación mayoritaria ha sido que fue el propio Juan Carlos quien decidió en su día que nunca estaría presente en un acto en el Congreso presidido por su hijo para no restarle protagonismo. El Gobierno optó por respetar ese criterio, de régimen interno entre padre e hijo, considerando que nadie le había dado vela en ese entierro.
A otro perro con ese hueso. ¿El Rey no es libre para hacer el discurso que le dé la gana y sí lo es para ambientarlo a su antojo? O dicho de otra manera: ¿el Gobierno tiene la capacidad de decirle al Rey lo que debe decir y no la tiene para decirle cómo debe hacerlo? El que puede lo más, puede lo menos. Sé que es una temeridad lo que voy a decir, y vaya por delante que la digo con todo respeto, pero tengo la sensación de que ni los unos ni el otro -ni los miembros del Gobierno ni el mismo Rey- supieron entender de qué iba el acto.
Desde luego, no iba de presente de indicativo. Iba de pretérito perfecto. No se trataba de mostrar lo que somos, sino de recordar lo que quisimos ser para ver si a la luz de ese recuerdo entendíamos que vamos justo en dirección contraria a la que nos habíamos marcado. Hace cuarenta años, al Rey no le escribían los discursos. Hace cuarenta años, el Rey era plenipotenciario. Tenía todos los poderes que heredó del dictador. Podía hacer y decir lo que le daba la gana. Y lo que le dio la gana fue hacer y decir lo que pedía mayoritariamente la sociedad española: que había llegado el tiempo del cambio, de la libertad, de la democracia. En consecuencia, utilizó sus poderes para escribir el discurso del Gobierno -no al revés- y en él prescribió que en lo sucesivo el único poder plenipotenciario no sería el suyo, sino el de la soberanía nacional.
Para que las Cortes constituyentes fueran la expresión de esa soberanía, que es propiedad del conjunto de los españoles, era imprescindible que todos ellos, sin exclusiones ideológicas, pudieran elegir a los representantes que les diera la gana. Por eso se legalizó al Partido Comunista dos meses antes de la cita con las urnas, aun a riesgo de que el búnker, escondido entre los faldones de las guerreras con estrellas de varias puntas, mandara la Transición pacífica a pudrir malvas. La apuesta impulsada por el Rey salió milagrosamente bien y los diputados electos, comunistas, socialistas, nacionalistas, liberales, democristianos y azules desteñidos decidieron ponerse a trabajar, como les exigían sus representados, en un proyecto común donde todos pudieran sentirse cómodos.
Si Juan Carlos I no hubiera sabido interpretar el anhelo de los españoles o se hubiera hecho el duro de oído, las cosas habrían sido distintas. Y, seguramente, peores. Por eso es una soberana estupidez haberle obligado a seguir los actos conmemorativos en el Congreso a través de la televisión con la excusa de que le hubiera robado protagonismo a Felipe VI. Me temo que, al tomar esa decisión, ha sido la España de Felipe VI -la que pone en cuestión el significado de la soberanía nacional, la que no se siente movida a trabajar en un proyecto común, la que está incómoda en la tierra prometida que hizo posible la Constitución del 78- la que le ha robado protagonismo a la España de la reconciliación, que es justamente la que se trataba de reivindicar. Pincho de tortilla y caña, Majestad, a que le gustaría que esta España recuperara aquel aliento de proyecto compartido que tenía la de su padre. Entonces, Señor, con todo respeto, ¿por qué nos ha privado de su recuerdo?
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