jueves, 31 de agosto de 2017

¿Adónde vas, Catalunya?

¿Adónde vas, Catalunya?
La Vanguardia | Jaime Malet
La independencia no es posible. No hay interés de las grandes potencias, ni mecanismo internacional que invocar (como nos recordó Ban Ki Mun). La comunidad internacional no apoyará nunca una secesión en Occidente que podría consolidar una nueva tendencia amenazante para la gobernanza mundial. Tampoco interesa facilitar la ruptura al 90% de los españoles; aquel gobierno que la permitiera sería poco democrático. Y, por último, hoy sabemos que no sólo no hay mayoría abrumadora (para crear un nuevo país se necesita obviamente un gran soporte), sino que no se llega ni al 48% de los votos ni al 37% del censo. Pensar que España –un país que ha superado décadas de terrorismo atroz– va a dejar sin cobertura a más de la mitad de los catalanes no es realista. Por ello, es importante trasladarle a la población, como hizo recientemente el lehendakari Urkullu, que este es un proyecto imposible.
En cambio, de seguir así sí parece que podemos ir a otro escenario: movilizaciones ciudadanas, ruptura de lazos afectivos, soflamas continuas, afrentas, pleitos y grandes fechas históricas que se sucedan mes tras mes. Un escenario de ingobernabilidad y desobediencia de leyes en el que los políticos serán los grandes protagonistas, mientras se desgarran las familias, las escuelas y los amigos, el talento y la inversión miran hacia lugares más tranquilos, y las familias, especialmente las más débiles, se empobrecen gradualmente.
Este no es un “discurso del miedo”, es un discurso del “mucho miedo” ante un supuesto posible que cualquier persona razonable debería prever. ¿Alguien cree que se está dando una imagen de estabilidad y sentido común al mundo? ¿Conseguiríamos hoy unos Juegos Olímpicos o la sede de una editorial líder en español, por poner claros ejemplos?
Catalunya ha casi triplicado su PIB per cápita desde 1978. Su sanidad es una de las mejores del mundo pese a los recortes (como la del resto de España). Las calles están cuidadas y se puede andar por ellas con seguridad. Catalunya tiene sus cuatro capitales unidas por el AVE, un caso único. Uno de los mejores aeropuertos que puedo recordar. Dos puertos internacionales de primera clase. Educación gratuita. Y así un largo etcétera que se ha mantenido, milagrosamente más bien que mal, pese a una crisis global. Los catalanes que viajamos, si somos sinceros, debemos reconocer que para ser la cuna de un pueblo esquilmado y sometido, no hay muchos sitios (de capacidades similares) tan ordenados e impolutos como nuestro próspero territorio.
En este lugar privilegiado de la tierra por su patrimonio cultural y por su climatología, una Catalunya verdaderamente business friendly podría aspirar a ser un actor global en ciencia y en tecnología, en educación, en emprendeduría y en atracción de talento.
Mientras ganamos fama internacional gracias a grandes manifestaciones y llamadas a la insurrección, tecnologías disruptivas de todo tipo están eclosionando y van a cambiar el mundo en pocos años, con nuevos retos y grandes oportunidades. Una región con tanto potencial no debería perder enfoque en un proyecto político imposible que puede hacernos descarrilar del tren del progreso.
Por otro lado, muchos de los males seculares de España se encuentran también aquí y, por mucho que corra, dudo que Catalunya pueda escaparse de sí misma: corrupción, poca meritocracia, monitoreo asfixiante de la sociedad civil, falta de mecanismos de control político, dejación de los deberes de rigor fiscal (que consiste en gastar lo que se tiene y no lo que uno considera que debería tener) y sobre todo inexistencia de lo que llaman los anglosajones accountability, es decir, dar cuenta constantemente del dinero que se administra frente a los contribuyentes. ¿Puede alguien negar que todas esas lacras también existen, y bien asentadas, en Catalunya? ¿Quién puede pensar que desaparecerán con más y no con menos lío?
Hay mucho por mejorar, como los trenes de cercanías o el corredor mediterráneo. También es necesario mejorar el sistema de financiación y la solidaridad con otras regiones pobres. Algunos creen que hay que blindar la cultura y la enseñanza del catalán. Otros, que simplemente hay que mejorar la enseñanza (transferida hace treinta años y en el furgón de cola en Europa según el informe PISA).
Muchos pueden pensar que estas razones y un desencuentro de años con el Estado son suficientes para crear un nuevo Estado, pero dudo que alguien piense que lo son para avalar el riesgo real: el de una bronca monumental durante años. Y otras cosas todavía más importantes, como el desempleo, la desigualdad o la merma de las pensiones no parecen que se vayan a arreglar, sino más bien a empeorar, en una Catalunya no independiente (que no será), sino ingobernable y perdida en su laberinto.
En definitiva, en este ambiente tan exaltado, los catalanes podemos perder lo ganado durante treinta años en democracia. La historia enseña que la prosperidad y la concordia de los pueblos no es inmutable. Por ello, debemos reivindicar pragmatismo a nuestros gobernantes y obligarles a que lleguen a soluciones pactadas sin necesidad de incendiar calles y estadios.
Que se expliquen riesgos y límites a la población. Que se dialogue hasta la extenuación. Que se deje de mirar lo que pasó hace 300 años, para pensar sólo en la gente de hoy, en las familias y en su bienestar, en crear puestos de trabajo y ayudar a los más humildes. En atraer empresas, talento y riqueza.
Catalunya tiene 47 votos en el Congreso, la segunda comunidad con mayor representación parlamentaria. ¿Podemos pedir que se utilicen esos votos tras el 20-D para mejorar lo que sea posible? ¿Estamos todavía a tiempo de reclamar el espíritu de convivencia, sensatez y pacto que nos ha caracterizado tantas veces en el pasado?

Jaime Malet, presidente de AmChamSpain.

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