¿Adónde
vas, Catalunya?
La
Vanguardia | Jaime Malet
La
independencia no es posible. No hay interés de las grandes potencias, ni
mecanismo internacional que invocar (como nos recordó Ban Ki Mun). La comunidad
internacional no apoyará nunca una secesión en Occidente que podría consolidar
una nueva tendencia amenazante para la gobernanza mundial. Tampoco interesa
facilitar la ruptura al 90% de los españoles; aquel gobierno que la permitiera
sería poco democrático. Y, por último, hoy sabemos que no sólo no hay mayoría
abrumadora (para crear un nuevo país se necesita obviamente un gran soporte),
sino que no se llega ni al 48% de los votos ni al 37% del censo. Pensar que
España –un país que ha superado décadas de terrorismo atroz– va a dejar sin
cobertura a más de la mitad de los catalanes no es realista. Por ello, es
importante trasladarle a la población, como hizo recientemente el lehendakari
Urkullu, que este es un proyecto imposible.
En
cambio, de seguir así sí parece que podemos ir a otro escenario: movilizaciones
ciudadanas, ruptura de lazos afectivos, soflamas continuas, afrentas, pleitos y
grandes fechas históricas que se sucedan mes tras mes. Un escenario de
ingobernabilidad y desobediencia de leyes en el que los políticos serán los
grandes protagonistas, mientras se desgarran las familias, las escuelas y los
amigos, el talento y la inversión miran hacia lugares más tranquilos, y las
familias, especialmente las más débiles, se empobrecen gradualmente.
Este no
es un “discurso del miedo”, es un discurso del “mucho miedo” ante un supuesto
posible que cualquier persona razonable debería prever. ¿Alguien cree que se
está dando una imagen de estabilidad y sentido común al mundo? ¿Conseguiríamos
hoy unos Juegos Olímpicos o la sede de una editorial líder en español, por
poner claros ejemplos?
Catalunya
ha casi triplicado su PIB per cápita desde 1978. Su sanidad es una de las
mejores del mundo pese a los recortes (como la del resto de España). Las calles
están cuidadas y se puede andar por ellas con seguridad. Catalunya tiene sus
cuatro capitales unidas por el AVE, un caso único. Uno de los mejores
aeropuertos que puedo recordar. Dos puertos internacionales de primera clase.
Educación gratuita. Y así un largo etcétera que se ha mantenido, milagrosamente
más bien que mal, pese a una crisis global. Los catalanes que viajamos, si
somos sinceros, debemos reconocer que para ser la cuna de un pueblo esquilmado
y sometido, no hay muchos sitios (de capacidades similares) tan ordenados e
impolutos como nuestro próspero territorio.
En este
lugar privilegiado de la tierra por su patrimonio cultural y por su
climatología, una Catalunya verdaderamente business friendly podría aspirar a
ser un actor global en ciencia y en tecnología, en educación, en emprendeduría
y en atracción de talento.
Mientras
ganamos fama internacional gracias a grandes manifestaciones y llamadas a la
insurrección, tecnologías disruptivas de todo tipo están eclosionando y van a
cambiar el mundo en pocos años, con nuevos retos y grandes oportunidades. Una
región con tanto potencial no debería perder enfoque en un proyecto político
imposible que puede hacernos descarrilar del tren del progreso.
Por otro
lado, muchos de los males seculares de España se encuentran también aquí y, por
mucho que corra, dudo que Catalunya pueda escaparse de sí misma: corrupción,
poca meritocracia, monitoreo asfixiante de la sociedad civil, falta de
mecanismos de control político, dejación de los deberes de rigor fiscal (que
consiste en gastar lo que se tiene y no lo que uno considera que debería tener)
y sobre todo inexistencia de lo que llaman los anglosajones accountability, es
decir, dar cuenta constantemente del dinero que se administra frente a los
contribuyentes. ¿Puede alguien negar que todas esas lacras también existen, y
bien asentadas, en Catalunya? ¿Quién puede pensar que desaparecerán con más y
no con menos lío?
Hay
mucho por mejorar, como los trenes de cercanías o el corredor mediterráneo.
También es necesario mejorar el sistema de financiación y la solidaridad con
otras regiones pobres. Algunos creen que hay que blindar la cultura y la enseñanza
del catalán. Otros, que simplemente hay que mejorar la enseñanza (transferida
hace treinta años y en el furgón de cola en Europa según el informe PISA).
Muchos
pueden pensar que estas razones y un desencuentro de años con el Estado son
suficientes para crear un nuevo Estado, pero dudo que alguien piense que lo son
para avalar el riesgo real: el de una bronca monumental durante años. Y otras
cosas todavía más importantes, como el desempleo, la desigualdad o la merma de
las pensiones no parecen que se vayan a arreglar, sino más bien a empeorar, en
una Catalunya no independiente (que no será), sino ingobernable y perdida en su
laberinto.
En
definitiva, en este ambiente tan exaltado, los catalanes podemos perder lo
ganado durante treinta años en democracia. La historia enseña que la
prosperidad y la concordia de los pueblos no es inmutable. Por ello, debemos
reivindicar pragmatismo a nuestros gobernantes y obligarles a que lleguen a
soluciones pactadas sin necesidad de incendiar calles y estadios.
Que se
expliquen riesgos y límites a la población. Que se dialogue hasta la
extenuación. Que se deje de mirar lo que pasó hace 300 años, para pensar sólo
en la gente de hoy, en las familias y en su bienestar, en crear puestos de
trabajo y ayudar a los más humildes. En atraer empresas, talento y riqueza.
Catalunya
tiene 47 votos en el Congreso, la segunda comunidad con mayor representación
parlamentaria. ¿Podemos pedir que se utilicen esos votos tras el 20-D para
mejorar lo que sea posible? ¿Estamos todavía a tiempo de reclamar el espíritu
de convivencia, sensatez y pacto que nos ha caracterizado tantas veces en el
pasado?
Jaime
Malet, presidente de AmChamSpain.
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