¿Existe el independentismo no nacionalista?
El 1 de octubre ha mutado de un artero pucherazo a una expresión multitudinaria de la indignación colectiva o masiva
Recelaba uno de que pudiera existir en el hábitat de Cataluña la figura del independentista no nacionalista. Fue el colega Íñigo Domínguez quien me identificó al espécimen. Que puede cotejarse con unos días de contacto en el magma y la euforia de la sociedad “oprimida”.
El independentismo se ha convertido en un argumento integrador, en una manera de hacerse tolerar. Y no hace falta conocer la mitología libertaria ni emocionarse con Els segadors para incorporarse al fervor de la patria nueva, más aún cuando la tierra prometida se origina en el despecho a la injerencia de Madrid y se describe en los términos de una fabulosa experiencia fundacional, catártica, bajo el síndrome del enamoramiento. No se trata de recobrar el país que nunca existió sino de fundar uno nuevo desde presupuestos virginales.
Participaba de esta idea Xavier Sardà en una conversación que mantuvimos en Barcelona. Hay un independentismo elaborado, sujeto al dogmatismo nacionalista, expuesto a la propaganda, inducido desde el victimismo, cultivado desde una narrativa heroica, pero el independentismo es también una fiebre coyuntural, emocional y superficial en flagrante crecimiento. “Llega un momento”, decía Sardà, “que ser independentista no significa más que el hecho de serlo”.
Es el contexto en que puede despojarse el soberanismo —no todo, ni mucho menos— de su agotador bagaje épico e identitario. Y es el motivo por el que se adhieren los inmigrantes y los extranjeros. Los hay en cargos de responsabilidad política, pero también hay residentes de segunda generación que han encontrado en el independentismo un antídoto a la discriminación. Ocurre con el Barça en su capacidad asimiladora. La pertenencia al club —hacerse del equipo— rebasa las distancias sociales y predispone la comunión del himno y del gol. El independentismo ha ganado en simpatía y ha prosperado en su masa social sin el requisito del oscurantismo nacionalista. Hay una izquierda republicana —sin siglas— que interpreta la soberanía como una oportunidad para realizar el Estado ideal, del mismo modo que proliferan o empiezan a hacerlo quienes se aferran a la estelada como una reacción supersticiosa o consciente a la política de Madrid, provista toda ella, en el imaginario victimista, de la iconografía represora. Y resumida acaso en esta idea tan sugestiva como el desembarco de la Guardia Civil.
Aglutina así el independentismo una fortaleza que ha sobrepasado la expectativa de sus temerarios inductores. Ya no estaría en juego la aspiración soberanista, sino la democracia, los derechos. Y el 1 de octubre ha mutado de un artero pucherazo a una expresión multitudinaria de la indignación colectiva o masiva. Podrán compartirse o no las razones. Pero deberían aceptarse las evidencias. Los catalanes reclaman por abrumadora mayoría un referéndum pactado. Comparten un sentimiento de humillación. Y no necesitan aferrarse a la evocación de los mitos cavernarios para simpatizar con la causa de la independencia.
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