Las libertades
En casa siempre tuvimos una idea muy restrictiva de la libertad y lo del «derecho a decidir» simplemente no existía. ¿Derecho? ¿Qué es derecho? ¡Imagínate a decidir!
Lo que más me ha disgustado de este proceso es el insólito gusto por la libertad que de repente le he visto a la clase alta barcelonesa. Para mí ha sido un «shock» oír a mi madre y a mis amigos hablar de libertad -¡y hasta de libertades!, que da más miedo, porque parece que hay más. En casa siempre tuvimos una idea muy restrictiva de la libertad y lo del «derecho a decidir» simplemente no existía. ¿Derecho? ¿Qué es derecho? ¡Imagínate a decidir! Yo vengo de un mundo en que el estrés se consideraba la enfermedad de los que no quieren trabajar.
Ver hoy a mi madre reclamando libertad y democracia me devuelve a mis dieciséis años la noche en que llegué a casa con un casco y anuncié que con el dinero que había ganado dando clases particulares me había comprado una Scoopy. Mi madre siempre me había advertido contra las motos pero no dijo nada. Al día siguiente, cuando bajé al parquing para estrenar mi nuevo juguete, me lo encontré destrozado, con cada pieza separada de la otra. Cuando subí a casa exclamando lo que me había pasado mi madre me dijo: «tengas la edad que tengas y por mucho que sea con tu dinero, cada moto que te compres, la voy a destrozar». Ésta fue mi libertad y estoy muy agradecido y orgulloso de que así fuera. Cuando mi madre participa ahora en los grotescos grupos de whatsapp de mis amigos y mi esposa, pienso que yo estaría muerto o paralítico si la libertad que mi madre reclama para Cataluña la hubiera aplicado a la familia.
La burguesía catalana ha perdido el criterio vertebrado de lo que es la libertad y por puro esnobismo intenta compadrear con lo que ya sabe que le da asco. Tanta impostura le será letal.
Por mucho que queramos hacernos los revolucionarios nosotros somos aquella noche del verano de mis veinte años, en que el exceso etílico me llevó a la temeridad de subir al desván de la finca de mi abuela con una chica que había conocido en las fiestas del pueblo. Dormimos en un colchón desnudo, pero que nos sirvió para lo que teníamos que hacer. A la mañana siguiente la hice salir por las caballerizas y creyendo que nadie me había visto me senté a desayunar. Mi abuela con voz grave me dijo:
«Que sea la última vez que traes una prostituta a casa».
«Pero abuela, de verdad, no era una prostituta», le contesté.
«Salvador, sólo una fulana aceptaría dormir en una cama sin sábanas».
Para nosotros la libertad siempre fue que el servicio tuviera su día de fiesta y ahora resulta que tenemos que dejarnos arrastrar por las masas acostumbradas a hacer noche en el corral.
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