Rescatar la autonomía
El artículo 155 se hace imprescindible ante el chantaje de Puigdemont
El president de la Generalitat, Carles Puigdemont, contestó ayer a los requerimientos del Gobierno instalándose de forma inequívoca —y a todo su Gobierno— en flagrante violación del ordenamiento estatutario y constitucional.
Y ello con la evidente intención de provocar que el Gobierno aplique el artículo 155 de la Constitución, que permite una intervención puntual de una comunidad autónoma que conculque la ley, aunque solo para obligarla a su “cumplimiento”. Es el instrumento más prudente y oportuno en estas circunstancias para proteger la autonomía de Cataluña, por mucho que Puigdemont lo presente torticeramente como su suspensión. Es evidente que la voluntad del president, una vez más, es simplemente la de incrementar el victimismo.
Al requerimiento de que contestase si alguna autoridad catalana había proclamado la independencia, contesta Puigdemont, lateralmente y en una subordinada, que el Parlament “no votó” eso el 10 de octubre (podría haberlo reconocido antes, y más claramente). Pero lo grave es que en la oración principal, amenaza al Gobierno de que “si... persiste (...) en continuar la represión”, “el Parlament podrá proceder, si lo estima oportuno, a votar la declaración formal de la independencia”.
O sea, sostenella y no enmendalla. Este chantaje muestra que Puigdemont considera vigente la ley del referéndum, de 6 de septiembre, anulada el martes por el Tribunal Constitucional (TC), que ya la había suspendido nada más aprobarse.
Ello es así porque solo este texto, que carece de validez alguna, endosa (ilegalmente) al Parlament la facultad de “efectuar la declaración formal de independencia de Cataluña, concretar sus efectos e iniciar el proceso constituyente”. Además, la entera ley atenta gravemente contra la Constitución y el Estatut.
En efecto, usurpa la condición de “sujeto político soberano” al pueblo español, en beneficio de una parte del mismo; erige al Parlament en “representante de la soberanía”, cuando esta recae en las Cortes; se arroga la condición de regla suprema en Cataluña, al decretar que “prevalece jerárquicamente sobre todas las normas”: es decir, arrumba el Estatut y la Constitución.
Aparentando no haber declarado la independencia, Puigdemont valida —como juez supremo— la norma que la haría posible. O sea, que vulnera “el orden constitucional alterado”, en vez de restituirlo, como le exigía el segundo requerimiento.
Así que pocas salidas dejaba al Gobierno, salvo aplicar el artículo 155. Puigdemont deberá ahora asumir las “medidas necesarias” para “el cumplimiento forzoso” de su obligación de restaurar la legalidad, lo que no implica suspender ni anular la autonomía catalana, más bien todo lo contrario: significa rescatarla de quien la había secuestrado para usarla en el chantaje conocido. Su utilización mucho antes, cuando ese secuestro comenzó, nos habría ahorrado bastantes de los problemas actuales y seguramente hubiera hecho más sencilla su aplicación.
Es importante decir, al mismo tiempo, que el artículo 155 debería servir —aún no es seguro— para restaurar el orden constitucional. Pero no resuelve el problema político de fondo, para lo que, en su debido momento, será necesaria una negociación.
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