18
de julio: huir de la discordia
España
sabía que la guerra civil iba a estallar, y han sido muchos los políticos
arrepentidos de no haber sabido evitarla. Ochenta años después, sería bueno
huir de todo cuanto reaviva la discordia, para buscar soluciones a los
problemas
FERNANDO SUÁREZ GONZÁLEZMadrid18/07/2016
10:46h - Actualizado: 18/07/2016 13:34h.Guardado en: -
Temas: España
(País) , Álvaro
Gil-Robles , Dolores
Ibarruri Gómez , Guerra
civil española 1936-1939
LA
falsificación deliberada y sistemática de nuestra Historia contemporánea,
llevada a cabo con programada inverecundia por algunos de los sucesores de
quienes perdieron la guerra civil y sin réplica apreciable por parte de los
herederos políticos de los vencedores, está deformando de manera inquietante la
mentalidad de los jóvenes españoles que, sin formación ni conciencia crítica
ninguna, aceptan con la mayor naturalidad la beatificación de las figuras históricas de la izquierda
radical y la demonización implacable de cuantos tuvieron algo que
ver con la derecha.
Digamos,
ante todo, que esta misma terminología de vencedores y perdedores era ya
anacrónica en 1969 cuando, al declarar prescritos todos los delitos cometidos
con anterioridad al 1 de abril de 1939, cualquiera que fuera su gravedad y sus
consecuencias, se calificó a la
guerra civil de «lucha entre hermanos», pero, sobre todo, decidimos
darla por olvidada cuando la Ley para la Reforma Política de 1976, inspirada
por la Monarquía de todos, abrió un futuro de concordia en libertad y la
Constitución de 1978 dio cobijo, por primera vez, a todos, al margen de
antecedentes, de etiquetas históricas y de comportamientos políticos. Convivir
en un régimen plenamente democrático, respetando
todas las ideas y limitando la libertad de cada uno exclusivamente
por el respeto a la libertad de los demás, fue el sugestivo proyecto de vida en
común que nuestra generación acertó a ofrecer a las anteriores y a las futuras
y que, con la colaboración de todas las fuerzas políticas significativas, ha
dado a España casi cuarenta años
de progresoque la Historia reconocerá entre los más brillantes de
nuestro recorrido por ella.
¿A qué viene organizar exposiciones enaltecedoras
de don Indalecio Prieto y tratar de borrar la heroica figura del general
Moscardó? En absoluto me parece mal lo primero, supuesto que los
errores –muchos de ellos confesados por el líder socialista– no invalidan los
aciertos que también tuvo en su indisimulado patriotismo. Lo que carece de todo
sentido, como no sea la pretensión de herir otros sentimientos igualmente
patrióticos, es la descalificación de una gesta gloriosa, la del Alcázar de
Toledo, que asombró incluso a quienes lo asediaban.
¿A
qué viene el intento de convertir
a las Brigadas Internacionales en paradigma de la lucha por la democracia y
hacer de la División Azul un símbolo hitleriano, cuando todos los historiadores
relatan que aquellas constituyeron básicamente un ejército soviético y esta se
movilizó para dar la batalla al comunismo staliniano?
Podríamos
escribir cientos de páginas demostrativas del sectarismo con que se aplica la
infausta ley de memoria
histórica que, lejos de enterrar a los muertos como debemos y de
sanar las heridas que puedan seguir abiertas, está provocando de nuevo las
discordias y los enfrentamientos civiles que se superaron entre 1976 y 1978.
Los
políticos actuales y también los ciudadanos deberían tener muy presentes
las consecuencias de las
desmesuras en que incurrieron los políticos –y también los
ciudadanos– frente a la Monarquía, frente a la República y frente al Régimen de
Franco. Ahora se presenta a este último como el resultado de un golpe militar
contra un régimen idílico, ocultando sistemáticamente las circunstancias en que
se produjo la sublevación. En el Congreso de los Diputados se ha producido una
condena tan ociosa como demagógica, sin que nadie se haya referido a la
revolución de 1934 o al programa político con que se presentó a las elecciones
de febrero de 1936 el Partido de Centro Democrático, anunciando bien
significativamente que se trataba de evitar la pugna despiadada de dos
irreconciliables banderías, evitando caer «en la guerra civil que unos anuncian
o en la revolución roja que por el otro extremo nos amenaza».
De
la guerra civil se hablaba con toda naturalidad en los meses que la
precedieron. Sin recurrir a las abiertas invocaciones de Largo Caballero el 12
de enero en Madrid y el 25 en Alicante ni recordar que para Ramos Oliveira las
citadas elecciones de febrero de 1936 «fueron la guerra civil misma», es
fácilmente demostrable que Azaña hablaba ya el 17 de marzo de su «negra
desesperación»: «Hoy nos han quemado
Yecla: siete iglesias, seis casas, todos los centros políticos de derecha
y el Registro de la propiedad. A media tarde, incendios en Albacete y Almansa.
Ayer, motín y asesinato en Jumilla. El sábado, Logroño; el viernes, Madrid:
tres iglesias. El jueves y el miércoles, Vallecas… Han apaleado, en la calle
del Caballero de Gracia, a un comandante, vestido de uniforme, que no hacía
nada. En Ferrol, a dos oficiales de artillería; en Logroño acorralaron y
encerraron a un general y cuatro oficiales… Lo más oportuno. Creo que van más
de doscientos muertos y heridos desde que se formó el gobierno –es decir, desde
un mes antes– y he perdido la cuenta de las poblaciones en que han quemado
iglesias y conventos». Martínez
Barrio, inicialmente presidente
de las Cortes y presidente interino de la República después,
escribe que «la derrota del centro-derecha hizo que apareciera sobre la escena
otro peligro de índole distinta, pero no menos grave, una extrema izquierda
social-comunista, ávida de revancha».
No
bastó la amnistía de los
gravísimos delitos del 34, votada por las derechas «como medida de
pacificación conveniente al bien público y a la tranquilidad de la vida
nacional». No bastó la dramática apelación de Azaña a que no había venido a
presidir una guerra civil, sino más bien con la intención de evitarla. El
periódico de las izquierdas francesas advertía de que el Gobierno de Madrid estaba siendo
desbordado por sus aliados de extrema izquierda, y estos parecían
empeñados en darle la razón creando un clima rigurosamente inadmisible en el
propio Congreso de los Diputados.
Allí
fue donde José Díaz Ramos, hablando en nombre del Partido Comunista, dijo el 15
de abril no saber cómo iba a morir el señor Gil Robles, pero que «si se cumple la justicia del pueblo morirá
con los zapatos puestos»; y, ante las protestas y contraprotestas que la
frase provoca, puntualiza Dolores
Ibarruri (que tiene en Madrid la avenida que no tiene Gil Robles):
«Si os molesta eso, le quitaremos los zapatos y le pondremos las botas». Un
rato después, el representante del Partido
Obrero de Unificación Marxistasostenía que no habría calma mientras no
se aplicara la ley del talión y un diputado anarquista anunciaba que «el día que el pueblo español pierda la fe en
el motín y en la violencia esporádica, el día que sepa cuál es su
verdadera fuerza y que no debe desgastarla en inútiles motines y revueltas,
sino en una prueba definitiva y terminante para imponer los ideales del
proletariado, entonces será cuando las derechas podrán tener temor
verdaderamente al proletariado español».
No
es un invento de la propaganda que Dimitrov había anunciado en Moscú que el
Frente Popular era una fase transitoria magnífica hacia la revolución
comunista. De lo que fue la primavera de 1936 hay testimonios inapelables de
García Morente, de Pedro Salinas, de Clara Campoamor y de tantos otros españoles
ajenos a la derecha histórica. Mucho antes de los crímenes de julio, mucho
antes del incalificable asesinato del jefe de la oposición parlamentaria,toda España sabía que la guerra civil iba a
estallar, y han sido muchos, innumerables, los políticos arrepentidos de
no haber sabido evitarla. Ochenta años después, no hay, por fortuna,
comparación posible y a nadie se le ocurre que puedan reproducirse tan
angustiosos acontecimientos, pero sería bueno huir de todo cuanto reaviva o
reproduce la discordia, para dedicarse a buscar, en el acuerdo o en la
civilizada discrepancia, las soluciones a los problemas de hoy, que son bastante más importantes que las medallas
o el nombre de las calles.
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