Don
Miguel Primo de Rivera: el dictador que no derramó sangre
Por
CARLOS SECO SERRANO de la Real Academia de la Historia.- LA TERCERA DE ABC
...
Pretendió sustituir a los dos partidos turnantes -que habían perdido raíces en
la realidad del país, en aras del famoso caciquismo electoral- por fuerzas
políticas con auténtica raíz en la sociedad española. De aquí su apelación a la
ciudadanía para que le brindase hombres rectos... ASÍ - como reza el título-
evocaba al final de su vida a don Miguel Primo de Rivera quien había sido, en
los «felices veinte» -que felices fueron, en verdad-, su más feroz enemigo:
Indalecio Prieto.
Había
quedado lejos la desdichada y fugaz experiencia republicana; pero seguía viva
la memoria de la guerra civil, ya que el raudal de sangre provocado por ambos
bandos durante ella no había dejado de fluir en los días de la nueva dictadura,
tan diversa de la que, solo prolongada seis años, había encarnado el marqués de
Estella. De aquí el tardío reconocimiento -la añoranza- del líder socialista.
En
estos tiempos nuestros, tan afanosos de recuperar la memoria histórica -por
supuesto, según determinados «memorialistas»- se ha vuelto a hablar de las dos
dictaduras militares de nuestro siglo XX, identificándolas como si de una sola
cosa se tratase.
Creo
necesario puntualizar: nada más diverso que la concepción política del primer
dictador -Primo- respecto a la del segundo -Franco-. Tan diverso como lo que
distanciaba, desde un punto de vista humano, a los dos dictadores: el primero,
andaluz, abierto, transigente, con un espíritu liberal que nunca desmintió;
gallego el otro, encerrado en una obsesión antiliberal y antidemocrática;
convencido de que, como brazo armado de Dios, le estaban permitidas todas las
fulminaciones.
La
dictadura de Primo de Rivera fue deseada y aplaudida a su advenimiento por
todos los que, al comprobar que no eran llamados para encauzarla, se volvieron
contra ella: el caso más flagrante, Ortega y los suyos.
Don
Miguel fue, ideológicamente, un discípulo de Costa; se creyó a sí mismo el
«cirujano de hierro» que aquél, con notoria imprudencia, había invocado en
vísperas del 98.
En
cuanto tal, no pretendió -como luego haría Franco- acabar con la democracia,
sino hacer auténtica la pseudo-democracia en que había degenerado el transaccionismo
canovista. Pretendió sustituir a los dos partidos turnantes -que habían perdido
raíces en la realidad del país, en aras del famoso caciquismo electoral- por
fuerzas políticas con auténtica raíz en la sociedad española.
De
aquí su apelación a la ciudadanía para que le brindase hombres rectos, sabios,
laboriosos y probos «que puedan constituir gobierno a nuestro amparo».
Creyó
hallarlos, por la derecha, en la movilización burguesa por él mismo encauzada
-la «Unión Patriótica»: algo así como el rassemblement du peuple français, que
muchos años después asumiría en Francia el general De Gaulle; y soñó, por la
izquierda, con un partido socialista evolucionado de la misma forma que en
Inglaterra había ocurrido con el laboralismo integrado en la Monarquía por
aquellos mismos años.
En
cuanto al anarquismo revolucionario de la CNT -culpable y protagonista de la
guerra social padecida en Cataluña durante lo que allí se llamó el «trienio
bolchevique»-, quedó excluido de la legalidad, a satisfacción, tanto de los
burgueses de la Lliga como de los socialistas de Largo Caballero; el cual, por
cierto, no dudó en prestar su colaboración personal al Régimen, asumiendo el
cargo de Consejero de Estado (aunque el Partido mantendría, como una reserva,
el maximalismo antimonárquico y antidictatorial de Prieto).
Pero
ante todo, el régimen atendió al problema que -junto con el social- venía
constituyendo la pesadilla del país, sobre todo desde 1921: Marruecos. Mediante
un acuerdo con Francia, la acción conjunta de las dos potencias permitió cerrar
el largo proceso de instalación del Protectorado. El victorioso desembarco en
Alhucemas resultó decisivo para acabar con la pretendida «república del Rif»:
en 1927, prisionero de los franceses Abd-el Krim, la guerra finalizó: ese mismo
año, Don Alfonso XIII y Doña Victoria pudieron recorrer la «zona española»
desde Tetuán hasta Melilla, en un viaje triunfal. Aunque España debiera sólo a
don Miguel que éste pusiera fin a la sangría de hombres y dinero que el
problema de Marruecos venía suponiendo desde muchos años atrás, ello sería
suficiente para una gratitud que nuestro país -desgraciadamente, un país de
ingratos- no le dispensó nunca.
Pero
don Miguel cometió dos graves errores: no tener en cuenta a los intelectuales
que, como Ortega, le habían pedido -yo diría que impúdicamente, dada su actitud
posterior- que los llamase a colaborar y orientar la situación que habían
saludado con entusiasmo a su advenimiento; y enfrentarse con la que había sido
su plataforma de lanzamiento en 1923: la burguesía catalana de la Lliga
Regionalista. De otra parte, su empeño en acabar con el «espíritu de cuerpo»
-como el que había dado lugar a las «juntas militares de defensa»- fundiendo en
una gran hermandad exenta de especiales privilegios a todo el Ejército, y de
aquí la fundación de la Academia General de Zaragoza, le restó simpatía
precisamente entre aquellos que le habían respaldado en el inicial «Directorio
Militar».
Llegó
demasiado tarde la Asamblea Consultiva que él quiso convertir en Constituyente.
Y los viejos partidos -que no le perdonaron nunca el hecho de que los arrumbara
como trastos inútiles- se alzaron en defensa de una ortodoxia constitucional
vulnerada.
Pero
don Miguel no intentó imponerse contra corriente.
Cuando
comprendió que ya no le querían, se marchó. Como comentaría mucho tiempo
después el indiscutible intelectual y demócrata Camilo José Cela: «Quizá sea
Primo de Rivera el único dictador de la historia que se fue por las buenas y
despidiéndose cordialmente del país». ¿Algo que ver con Franco?
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