La tensión de dos meses en vilo ha roto en cachondeo nacional a cuenta de la ridícula peripecia de un líder de astracán
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DISFRACES, había disfraces de Puchimón en ese carnaval de otoño llamado Jálogüin. Pelucas del expresidente catalán que recordaban a las de los Beatles de Cádiz. La tensión de dos meses en vilo ha roto en cachondeo nacional en torno a la indigna peripecia de un político de astracán que ya nunca podrá sacudirse a su propio personaje; carne de chistes, bromas y memes en la posmoderna barraca de feria de las redes sociales. España necesita reírse de la angustia vivida en las semanas críticas que han empujado al país hasta el borde mismo del desastre, y ha encontrado el aliviadero del estrés colectivo en la ridícula escapada de Puigdemont hacia ninguna parte.
Sin embargo ese esperpéntico final no resta un ápice de gravedad a lo que ha pasado. La guasa nos hace sentirnos como el conductor que acaba de evitar un accidente con un volantazo y se detiene a recomponer sus nervios aún crispados por la catástrofe que acaba de pasar de largo. La hilaridad, la comedia, la burla, son la terapia aristotélica con que nos distanciamos de nuestro propio pánico. Pero el peligro de ruptura era y tal vez siga siendo cierto, como cierta ha sido la proximidad del fracaso. Podemos tomarlo a chacota pero no debemos olvidarlo.
Porque fue plenamente real la declaración de independencia en el Parlamento. Fue real la estampida de empresas, y real la zozobra de una sociedad que vio su convivencia tambalearse en un alero. Fueron reales la revuelta en las calles catalanas, la insurrección institucional, el asalto al sistema, el colapso del Estado cuando no logró evitar el referéndum. Fue real el designio secesionista y la reacción tardía, dubitativa, del Gobierno. Fue real la eclosión de las banderas y real –doblemente– la arenga taumatúrgica de Felipe VI. Y por mucho jolgorio con que lo tratemos ahora, el descalabro de la nación ha estado a un palmo de resultar también auténtico.
Y aún parece prematuro dar por resuelto el desafío. Siempre lo es cuando anda por medio el nacionalismo, con su persistente empeño en aferrarse a su objetivo. La suya no es una idea sino una creencia, una fe sustentada en la sugestión de los mitos, y no hay razón ni lógica capaz de igualar en fuerza magnética a un desvarío. Si existe una constante histórica en el proceso soberanista consiste en su capacidad para superar reveses y contradicciones, en su iluminada contumacia para recomponerse, en la energía que es capaz de movilizar a base de victimismo.
Por tanto, las bromas son muy saludables pero la amenaza sigue viva. Sucede que, tras el movimiento de autodefensa del Estado, ahora corresponde a la sociedad catalana la responsabilidad de rescatarse a sí misma. A los ciudadanos de Cataluña les ha llegado el momento de liberarse del embeleco separatista. Si no quieren o no pueden hacerlo va a ser desagradable el momento de salir de este jocoso, ameno y confortante túnel de la risa.
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