domingo, 3 de diciembre de 2017

Nación sin razones

Jesús Laínz
Nación sin razones
En un nuevo paso hacia el caos, el PSOE de Pedro Sánchez, ese clon intensificado de ZP, se ha mimetizado un poco más con sus aliados separatistas.
2017-06-30
EFE

En un nuevo paso hacia el caos, el PSOE de Pedro Sánchez, ese clon intensificado de ZP, se ha mimetizado un poco más con sus aliados separatistas mediante la proclamación dogmática de que España es un Estado plurinacional.

Desde un punto de vista jurídico-político no puede caber mayor disparate, pues la plurinacionalidad de España significaría fragmentar su soberanía nacional. Y si algún socialista sostuviera que no es ésa su intención y que se refiere solamente a asuntos culturales sin consecuencias políticas, no le quepa duda de que sí lo es de sus socios podemitas y separatistas. Pues no tardarían en exigir todas las consecuencias de dicha fragmentación nacional. ¿No es precisamente eso lo que ha sucedido con el absurdo concepto nacionalidades estampado en la Constitución, cuyos efectos suicidas, hoy tan evidentes, fueron avisados por algunos ante la mofa general?

Pero vayamos a las naciones de marras. ¿Cuáles son exactamente? ¿Cuál es el criterio socialista para definirlas? ¿El histórico? En ese caso, parece claro que España habrá de dividirse en cuatro: Castilla, León, Navarra y Aragón, los cuatro reinos medievales que la constituyeron, secularmente representados en el escudo nacional. Pero ¿estarán de acuerdo los separatistas vascos y catalanes, principales socios e inspiradores de la izquierda expañola? Evidentemente no, pues sus naciones no contarían, y para eso no merece la pena todo esto de la plurinacionalidad.

Por otro lado, la muy progresista izquierda expañola tendría que explicarnos el progresista silogismo que de la existencia hace mil años de un reino, un principado, un condado o un señorío deduce el justo título para exigir su secesión en el siglo XXI. Pero antes de explicárnoslo a los españoles, que empiecen explicándoselo a los demás países europeos, igualmente divididos en todo tipo de estados a lo largo de los mil quinientos años transcurridos desde la caída del Imperio Romano. ¿Tendrán derecho a independizarse de Alemania los actuales habitantes de los antiguos reinos de Prusia, Baviera, Sajonia y Westfalia, o los de los ducados de Baden, Hesse y Nassau? ¿Y de Inglaterra los habitantes de los antiguos reinos de Kent, Sussex, Essex, Wessex, Mercia, East Anglia y Northumbria? ¿Y de Italia los de decenas de estados como las repúblicas de Venecia, Florencia, Siena y Génova, los reinos de Nápoles, Sicilia, Piamonte y Cerdeña, los Estados Pontificios o los ducados de Milán, Parma y Saboya? ¿Y de Francia los de los reinos de Neustria, Austrasia y Bretaña, o los de los ducados de Borgoña, Normandía y Aquitania? 

¿Y por qué no los de los actuales estados alemanes o los de los departamentos franceses? ¿Y los de Idaho, Wisconsin y Alabama? ¿Se lo preguntamos a los descendientes de Lincoln, incluidos los muy ignorantes del New York Times?
No, no es la historia, sino la lengua, se dirá a continuación. Pero ¿habrá alguien capaz de explicar de una vez por todas la conexión entre la existencia de una lengua y la de una nación, y no digamos la del derecho de secesión? En la ONU se sientan 193 países y en el mundo se hablan varios miles de lenguas. ¿Cómo resolvemos el problema?
No hace falta irse muy lejos. 

En Francia, por ejemplo, además del francés, se hablan nueve lenguas: alsaciano, flamenco occidental, corso, bretón, britorrománico, vascuence, francoprovenzal, occitano y catalán. En Italia la cosa es todavía más compleja, pues, además del italiano oficial y sus muchos dialectos, existen varias decenas de lenguas: romances como el piamontés, el sardo, el siciliano, el friulano, el galo-itálico y el ladino; germánicas como el bávaro, el surtirolés, el cimbriano y el walser; eslavas como el croata molisano y el esloveno; así como el griego y el albanés.

¡Bastantes más que en nuestra acomplejada España, donde casi todo el mundo se ha creído la patraña de que la nuestra es una nación imperfecta por ser extraordinariamente plurilingüe, cuando la realidad es precisamente la contraria! Y ni a los socialistas franceses ni a los italianos se les ha ocurrido proclamar, ni por razones históricas ni lingüísticas, ni por ninguna otra cursilería, la plurinacionalidad de Francia e Italia. ¿Por qué a nuestros socialistas sí? ¿Serán capaces de explicar qué tiene España que la hace tan excepcional entre todos los países del planeta?

Nuevo salto en el vacío, ya dado en 1978 para distinguir constitucionalmente a las premiadas con el título de nacionalidades históricas de las que, sensu contrario, habrá que deducir que no consiguen pasar de regioncitas ahistóricas. Castilla y Aragón entre ellas, nada menos. ¿Cuál fue el criterio para considerar que aquéllas –Cataluña, País Vasco y Galicia– tenían más enjundia histórica y nacional que las demás? Haber elaborado estatutos de autonomía durante la Segunda República, como si ello hubiera demostrado la existencia previa de naciones en vez de la de partidos separatistas desde hacía treinta años, lo que es cosa bien distinta.

Y finalmente llega el argumento más bonito, el más entrañable. Y, curiosamente, el más inatacable: el sentimiento. ¡Es que yo me siento…! ¡Es que nosotros nos sentimos…! ¡Es que los catalanes se sienten…! ¡Es que el nacionalismo es una emoción…!
Emocionante argumento que tiene el inconveniente de no ser un argumento. Pues el sentimiento es eso que se alega cuando se carece de argumentos. Cualquiera puede sentir cualquier cosa y no por ello ser cierta ni fundada ni sensata. Los frenopáticos están repletos de gente que se siente Napoleón. Además de no explicar y no demostrar nada, los sentimientos son el peor camino hacia el conocimiento. A lo que hay que añadir la extraña inmunidad que les otorgan quienes repiten como papagayos que los sentimientos no se discuten. ¡Sorprendente tabú! ¿Por qué no? ¡Claro que se pueden y se deben discutir!
Además, nada impide que los sentimientos nazcan y se desarrollen a partir de la inoculación de mentiras y manipulaciones de todo tipo, lo que es el caso, precisamente, de nuestros muy sentimentales separatistas vascos y catalanes, que sienten lo que desde el poder les han ordenado que tienen que sentir.

A lo que se ha apuntado nuestra analfabeta, pueril y sentimental izquierda.

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