Populismos
Mientras
el populismo de derechas apela al bien común y el de izquierdas demanda
justicia social, ninguno de los dos se esfuerza en sacar estos conceptos de la
niebla espesa que los rodea porque lo único que buscan es alcanzar el poder
IGNACIO
SOTELO 14 MAY 2015 - 00:00 CEST
No
sé si la noción de clase ha dejado de ser pertinente en la sociedad actual, o
más bien solo ha disminuido la conciencia de pertenecer a una determinada. En
cualquier caso, de clase antagónica y del objetivo de caminar hacia una
sociedad sin clases que marcaron a la izquierda en su día no quedan más que
restos en sectores cada vez más minoritarios. También se ha esfumado de nuestro
horizonte cualquier visión de futuro, distinta del capitalismo financiero, la
última etapa a la que hemos arribado, partiendo del capitalismo comercial en el
siglo XV y del industrial a comienzos del XIX. A diferencia de la tendencia que
se impuso en la segunda mitad del XIX, tampoco se vislumbra un orden social
alternativo. Es la innovación más importante que distingue a la vieja izquierda
de la actual.
La
muy fragmentada estructura social de una sociedad tan compleja como la nuestra
ha quedado comprimida en la homogeneidad que supone recurrir a la noción del
bien común, o todo lo más, al enfrentamiento de los muchos de abajo con los
pocos de arriba. Llamamos populistas a las ideologías que tienden a simplificar
una compleja estructura social, en la que se contraponen intereses muy
distintos, integrándolos en un mismo bien común, o todo lo más, reduciéndolos a
la mera oposición de la mayoría desfavorecida ante una minoría opresora. Para
los unos no cabría más que una única política sensata, aquella dirigida al bien
común; para los otros, al bien de la inmensa mayoría se opondría tan solo una
minoría de opresores que es preciso, no tanto eliminar, como mantener bajo
control. No habría un enemigo común, porque todos navegamos en el mismo barco,
o bien, la inmensa mayoría tendría tan solo que enfrentarse al grupúsculo de
los de arriba.
A
esta simplificación homogeneizadora de una sociedad altamente fragmentada, los
populismos añaden promesas vanas que de antemano se sabe que no podrán cumplir.
El de derecha se aferra al mito del crecimiento indefinido y en un porvenir
cercano que ofrece a todos una ocupación fija y de calidad; el de izquierda,
más realista, se conforma con prometer un mejor reparto del escaso empleo
disponible, pero sobre todo un salario social a los parados que, por edad o por
falta de cualificación, no tengan posibilidad de acceder a un puesto de
trabajo. Promesa que implica reconocer que habrá que aumentar los impuestos, y
aunque digan que solo a los más ricos, saben muy bien que en un mundo
globalizado con enormes facilidades para la movilidad de capitales, estos
disponen de infinitas maneras de escaquearse.
Los
populismos no plantean la acuciante
cuestión de un capitalismo financiero de alcance mundial
Por
no plantear, ni siquiera, la acuciante cuestión de un capitalismo financiero de
alcance mundial en el que las multinacionales se desenvuelven a su aire de un
Estado a otro. Es una vieja experiencia acumulada desde hace siglos: los
poderosos, por serlo, se libran de los impuestos, y la inmensa mayoría son
demasiado pobres para pagar cantidades significativas, aunque de muchos pocos
se obtenga luego sumas considerables.
Aunque
se constaten grandes diferencias entre las épocas y los Estados, la recaudación
fiscal siempre ha sido insuficiente para satisfacer las necesidades sentidas,
que durante siglos se centraron casi exclusivamente en financiar guerras.
Habría que aclarar la aparente paradoja de que desde el final de la guerra
fría, hace ya un cuarto de siglo, pese a la reducción a mínimos del gasto
militar, comenzó en Europa un período de aumento exponencial de la deuda
pública.
También
los nacionalismos periféricos, aferrados al mito de que muchos de los males que
hoy nos afligen —unos de repente, otros a medio plazo— desaparecerían con la
independencia, se refugian también en el populismo, desconociendo, o
simplemente ocultando, los altos costes que para Euskadi, Cataluña, España,
pero también para Europa, ocasionaría una escisión.
Además
de simplificar, se hacen promesas vanas que de antemano se sabe que no se
podrán cumplir
El
populismo de izquierda en un punto resulta una mayor amenaza que el de
derechas, que pretende tan solo conservar el orden constitucional sin promover
posibles reformas, por muy necesarias que parezcan. Se comprende que el que
ostenta el poder conseguido con la ley electoral vigente, no tenga el menor
interés en cambiarla.
El
populismo de izquierda ha ido tirando lastre a gran velocidad y no se plantea
ya cerrar el ciclo que se inició en la Transición, por acabado que se muestre.
Más grave es que sigan manejando ideas que nos recuerdan el pasado. Valga como
ejemplo el afán que ha manifestado de intervenir en los medios de comunicación,
porque siendo propiedad del capital, marcan con su impronta las noticias que
transmiten. Obvio que los medios de comunicación, en cuanto empresas
capitalistas, tratan de ganar dinero, pero este objetivo las obliga a ser
competitivas, vendiendo información verídica y valiosa. Para corregir
ocultaciones y otras posibles deficiencias no hay mejor terapia que libertad de
expresión en un mercado abierto. No deja de ser significativo que el populismo
de izquierda comparta la opinión de Manuel Jiménez Quílez, director general de
Prensa, allá por 1962, que anunciaba una ley que “pretende defender al lector
de todo el inmenso mundo de presiones bastardas que actúan hoy en el campo de
la información”. Desde estas consideraciones es fácil deslizarse a un nuevo
tipo de democracia adjetivada, si no ya la “orgánica”, una que se califique de
“auténtica”, “radical”, o “bolivariana”.
Pese
a sus diferencias evidentes, el populismo de derechas y el de izquierda se
escabullen por igual ante la cuestión medular de nuestro tiempo, la del
capitalismo financiero, que caracteriza el que los beneficios que provienen de
la especulación superen con mucho a los de la economía productiva, pero, a
diferencia de ésta, crea muchísimos menos puestos de trabajo. En el capitalismo
industrial el capital obtiene el mayor beneficio de la producción de bienes y
servicios que exige mucha mano de obra; en cambio la especulación financiera
apenas requiere gente empleada. Una inversión es tanto más atractiva cuanto
menor sea su número, y los que necesita suelen ser además altamente
cualificados.
A
diferencia del sector industrial, la especulación financiera apenas crea
puestos de trabajo
La
hora de los populismos, duchos en manejar el paro como fuente principal de
votos, llega cuando el empleo se ha convertido en un bien escaso. El de
derechas se atreve incluso a anunciar el arribo en breve de un empleo fijo y
digno, no sé cuántos millones este año, y otros tantos el próximo. El de
izquierda, aun a sabiendas que esta medida la rechazan las empresas, ofrece un
mejor reparto del escaso trabajo disponible, pero sobre todo encandila con la
garantía de subvencionar indefinidamente a los que por diversos motivos no
puedan ser colocados. Mientras un populismo apela al bien común, y el otro demanda
justicia social, ninguno de los dos se esfuerza lo más mínimo en sacar estos
conceptos de la niebla espesa que los rodea. En el fondo únicamente pretenden
gobernar lo antes posible. La política no tiene otro objetivo que alcanzar el
poder, pero para conseguirlo hay que mencionar otros que resulten más
atractivos.
Ignacio
Sotelo es catedrático de Sociología y autor de España a la salida de la crisis.
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