Confesión y Dirección espiritual
Antonio Ruiz Retegui, teólogo, sacerdote. 26 de
noviembre de 1999
La confesión sacramental o sacramento de la penitencia
es uno de los siete sacramentos de la Nueva Ley, en el cual se aplican al
cristiano singular los méritos de Cristo para perdonarle los pecados que ha
cometido después del bautismo.
El signo sacramental de la penitencia tiene la forma
de un juicio, en el cual el penitente confiesa sus pecados a un sacerdote que
actúa en nombre de Jesucristo Redentor. El confesor ha de tener licencias de la
autoridad de la Iglesia, es decir, del correspondiente Ordinario. Pero esas
licencias para absolver no suponen que sea la Jerarquía la que tiene el poder
de perdonar los pecados. El único que puede perdonar los pecados es Dios. El
confesor es representante directo de Dios, aunque reciba esa condición de la
Jerarquía de la Iglesia.
En el seno de la confesión sacramental el cristiano
arrepentido acude al perdón de Dios. Por eso la Iglesia ha establecido en su
tradición una disciplina que muestra con especial elocuencia que el diálogo que
se establece en la confesión es un diálogo directo entre el penitente y Dios a
través de su representante directo. En la fórmula de la absolución el confesor
dice: "Yo te absuelvo de tus pecados". El sujeto que absuelve
es el confesor, y lo hace en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo. No se hace ninguna referencia a una mediación institucional. El
penitente sabe que cuando se confiesa de sus pecados abre su conciencia sólo a
Dios, no a un hombre ni a la Iglesia como institución. En todo caso se podría
decir que abre su conciencia a la Iglesia pero en cuanto es depositaria del
poder de las llaves.
Por eso la disciplina de la Iglesia cuida de manera
delicada evitar cualquier componente humano, y custodia y protege el anonimato
del penitente ante el confesor. Esta práctica muestra que el hombre concreto
que absuelve es especialmente representante de Dios, que es el que conoce y ve
la conciencia del pecador arrepentido. Cuando la confesión se vive de manera
fiel el penitente experimenta de modo muy directo que el diálogo que mantiene
no es con un hombre concreto, sino con Dios.
Por eso es bueno que no sea posible incluso desde el
punto de vista material, el reconocimiento del penitente por parte del
confesor. A este respecto, el confesor es como un aparato telefónico que se
utiliza para abrir al mismo Dios la propia conciencia. Por eso, puede incluso
ser bueno que no exista continuidad en lo que se refiere al confesor con el que
un cristiano se confiesa. Lo decisivo y verdaderamente significativo es que sea
el medio a través del cual se abre a Dios la conciencia cargada por el pecado y
arrepentida, y se escucha el perdón de Jesús.
Si el confesor es sólo medio, no debe tener nombre, ni
características personales, sino solamente el poder participado de Cristo.
Cuando un cristiano busca el perdón de Dios, y no simplemente un remedio de
tipo humano, es muy bueno que el confesonario sea un lugar donde se establece una
relación que sólo tiene continuidad con el sagrario, con la oración, o con otro
confesonario.
La costumbre de confesarse con un mismo sacerdote,
puede ser saludable, como veremos más adelante, en orden a la formación de la
conciencia y a la dirección espiritual, pero tiene el riesgo importante de
sugerir la idea de que se abre la propia conciencia y se espera el perdón de un
hombre concreto que nos conoce y que en virtud de ese conocimiento puede
ayudarnos. La realidad es que el único poder que puede perdonar y la única
Persona que puede reclamar la apertura de la conciencia es Dios mismo en
Jesucristo, "que me amó y se entregó por mí" (Gálatas 2, 22).
2. El sigilo sacramental
En la Iglesia hay una "institución" que
expresa de manera maravillosa esto que venimos diciendo. En efecto, el sigilo
sacramental es la obligación absoluta y sin excepción posible que tiene el
confesor de no manifestar los pecados del penitente, ni de inquirir para
conocer la persona concreta del que se confiesa. El sigilo es la manifestación
de que el diálogo que ha tenido lugar en la confesión queda guardado en el
corazón de Jesucristo, y en ningún sitio más.
De esta forma, la disciplina de la Iglesia muestra que
la conciencia de las personas pertenece sólo a cada uno y a Dios, y que nadie
más tiene el derecho a entrar en ese santuario de la persona.
Con este modo de proceder, la práctica de la Iglesia
muestra un respeto exquisito por la conciencia, pues efectivamente la
conciencia es aquella intimidad en la que la persona se reconoce pecadora ante
su Dios, y necesitada de perdón. Esta experiencia de la persona es lo más
delicado que existe en el mundo, y nadie puede entrar en ella en nombre propio,
ni siquiera como representante de la Iglesia en cuanto institución. De
inteiís neque Ecclesia iudicat.
Los hombres que tratasen de entrar a conocer la
conciencia no podrían sino juzgar desde las leyes morales universales, pero
estas leyes no son suficientes para comprender el caso singular del hombre que
se ve pecador. Cualquier hombre que entrara en la conciencia para juzgar la
sería un intruso y un salteador. En efecto, todos experimentamos que es
imposible comprender a la propia persona en el ámbito delicado del pecado y la
necesidad de perdón.
El mismo confesor que actúa como juez en nombre de
Jesucristo debe abstenerse de hacer un juicio personal de la conciencia que se
le ha abierto, pues a pesar de la sinceridad del penitente, y de lo que haya
manifestado en su confesión, no puede ver el estado de la conciencia. Sólo
Jesús sabe lo que hay en el interior del hombre, sólo Él lo sabe. Porqué Él no
conoce desde fuera, sino desde dentro, desde la participación en el ser, en la
vida y en el mismo pecado del hombre (cfr. Juan Pablo II, Carta apostólica
"Salvící dolorís (11-11-1984), n. 18, en "El Magisterio Pontificio
Contemporáneo", tomo 1, BAC, Madrid 1996, pp. 1089-1091, Y Hans Urs von
Balthasar, "¿Nos conoce Jesús? ¿Lo conocemos?", Herder, Barcelona
1984).
Cualquier intento de restringir el alcance del sigilo
supone un intento de tomar el lugar de Dios en su relación única con la
conciencia de cada cristiano. Ese intento significaría la pretensión, ilícita,
de situarse en una posición de absoluto y de dominio de la conciencia de las
personas. Sería tratar de sobrepasar la posición de mero medio instrumental que
debe tener el confesor.
Por eso se entiende que la disciplina de la Iglesia
respecto del sigilo sea tan absoluta y severa. No hay ninguna razón posible que
pueda justificar la violación del sigilo sacramental. Ni siquiera el bien de la
misma Iglesia o la salvación de vidas importantes puede justificar esa
violación. Este carácter absoluto es un gran bien, que valdría la pena
considerar para mostrar el respeto práctico de la Iglesia por la conciencia en
la situación más propia que es la de la apertura a Dios.
La razón que se da frecuentemente para recomendar la
continuidad en la confesión con el mismo sacerdote es la que se refiere a la
formación de la conciencia. En efecto, la confesión sacramental es un ámbito
particularmente adecuado para que las personas tomen conciencia recta de sus
pecados, pues es una situación en la que la persona arrepentida tiene el alma
especialmente abierta a las indicaciones que pueda recibir.
De todas formas, la situación del confesor no puede
alcanzar en plenitud el estado de la conciencia aunque el penitente le dé
cuantos detalles le sean pedidos. Sería equívoco pensar que en la confesión se
puede "complementar" perfectamente el conocimiento teórico de la ley
moral, por el hecho de que en el seno del sacramento se tratan los actos en
concreto y con todas sus circunstancias. El confesor no puede alcanzar nunca la
plena verdad del acto que juzga en su relación con Dios. Por esto, cuando se
habla de la confesión como ocasión privilegiada de formación de la conciencia,
debe precisarse que esto es así sólo en el sentido de que se trata de una
ocasión especialmente favorable para enseñar en concreto los detalles de la ley
moral, pero no porque pueda acompañar se plenamente a la conciencia personal en
sus decisiones ante Dios.
La formación de la conciencia debe partir del
conocimiento de la ley moral universal (por eso se la definía en los tratados
clásicos como "el juicio del entendimiento práctico que dictamina a partir
de los principios comunes, sobre la bondad o malicia de los actos (ex
principiis comnnmibus dictans de bonitate vel malitiae...).
Cuando se trata de dictaminar sobre el carácter
pecaminoso de un acto en función de su materia moral, es fácil remitirse
directamente a la ley moral pues ésta es precisamente la que nos da a conocer
la moralidad de las distintas "materias morales" de los actos. Así,
por ejemplo, la ley moral nos dice que la materia moral de la calumnia es
gravemente ilícita, y, en este sentido, el acto de calumnia es pecado. La
formación de la conciencia a la que se alude cuando se dice que la confesión es
un medio privilegiado para conseguirla, es solamente aquel aspecto de la
formación de la conciencia que se refiere al conocimiento de la ley moral como
expresión de la moralidad de las distintas materias morales.
Pero este conocimiento no basta. La ley moral no mide
de manera inmediata la moralidad de los actos humanos, sino que ha de pasar a
través del mediante de la conciencia. La conciencia es el "órgano" de
la personalización de la ley moral. Esto significa que es misión de la
conciencia concretar el significado de la exigencia moral en cada caso
concreto, que en aquellos casos en los que no se trata de una materia ya
definida moralmente, deja libertad a la persona. Por eso, la misma ley moral
puede conducir a actos contrarios. Por ejemplo, la misma ley moral de la
caridad presentó a Maximiliano María Kolbe la exigencia de ofrecerse en
sustitución de un padre de familia que había sido condenado a la celda del
hambre en el lager de Auschwitz, y fue también el mismo precepto de la
caridad el que indujo a aquel padre de familia a aceptar agradecido ese
ofrecimiento.
Por eso debe reconocerse que la confesión es
especialmente adecuada para la formación de la conciencia en el sentido de que
ayuda a conocer la ley moral que establece la moralidad de las materias
morales, pero no en el sentido de que ayude de suyo directamente a formar la
conciencia como personalización de la ley.
La personalización de la leyes una exigencia de la
dignidad humana cuyos actos no son medidos de manera inmediata por las leyes
universales, pues las leyes morales no regulan los actos humanos del mismo modo
como las leyes de la física miden el comportamiento de la materia inanimada. Ciertamente
hay algunos actos cuya materia moral ya está afectada de una calificación moral
determinada, pero las leyes morales tienen una amplitud mucho mayor que el mero
definir cuáles son las materias ilícitas. Cuando la ley moral nos pide amar a
Dios sobre todas las cosas, no sólo pide que nos abstengamos de los actos de
odio a Dios; pide actos positivos. Cuáles sean esos actos es una cuestión que
cada uno debe decidir ayudado por la inspiración del Espíritu Santo, y con la
conciencia bien formada. Cuando hablamos de una conciencia escrupulosa o de una
conciencia cauterizada, nos referimos a que la conciencia tiene poca capacidad
para dictaminar cómo personalizar las exigencia de la ley moral para esa
persona. La formación de la conciencia requiere la virtud, pues sólo la persona
virtuosa sabe en cada momento cómo comportarse en cada ámbito de la vida.
La formación de la conciencia en este sentido más
amplio es propiamente la misión de la dirección espiritual.
4. La dirección espiritual, la conciencia y la libertad
La dirección espiritual es la labor de ayuda y de
consejo con la cual un cristiano acompaña a otro en su camino de respuesta a
Dios. La dirección espiritual debe tener como objetivo el ayudar a descubrir en
cada momento lo que Dios espera de cada persona y cómo cada persona puede dar a
Dios una respuesta creativa y libre que sea fiel respuesta a las enseñanzas
divinas y a las inspiraciones que potencialmente nos concede. La dirección
espiritual no debe confundirse con el mero entrenar a las personas singulares
para que vayan asimilando un reglamento o unas normas de conducta
pretendidamente universales.
En la dirección espiritual hay que tener presente con
claridad cuáles son los elementos que juegan en la acción humana ante Dios.
Estos elementos han de ser en primer lugar las normas morales universales, las
virtudes que hay que practicar y los bienes morales y humanos que hay que
perseguir. Pero cada cristiano no puede hacer realidad todas las posibilidades
que vislumbra en su vida: no se puede optar simultáneamente por los bienes del
matrimonio y por los bienes de la virginidad; tampoco podemos decidirnos a
hacer realidad la ayuda a los demás a través del ejercicio de la medicina, y a
través de la enseñanza del catecismo. Como decían los antiguos ars longa,
vita brevis, es decir, las posibilidades son muchas, pero la posibilidad
real es limitada. Hay que optar. La vida está constituida por las elecciones
que hacemos para poner en juego las facultades y talentos que Dios nos ha
concedido.
En la dirección espiritual se trata de dar el consejo
oportuno a cada persona para que vaya decidiendo de manera que su vida sea una
respuesta fiel a Dios. Para ello no basta con saber las posibilidades que
existen en abstracto. Es necesario además conocer a las personas, su carácter,
su temperamento, su temple espiritual, para que no se deje arrastrar por
impulsos que quizá luego no pueda realizar. Impartir dirección espiritual
requiere ser "expertos en humanidad" para no presentar a personas
concretas unos objetivos que por sus circunstancias personales, sus
inclinaciones naturales, sus talentos, su temple humano, no pueda llevar a
cabo.
La dirección espiritual es una tarea de la máxima
delicadeza porque no puede pretender apropiarse de la persona de modo que se
sustituya a su libertad. En la dirección espiritual hay que enseñar a la
persona a ejercitar la fuerza creativa de la libertad. Quien dirige
espiritualmente debe procurar descubrir las posibilidades de aquel a quien
pretende ayudar, sin imponerle unos objetivos previamente establecidos. Incluso
se podría decir que la sinceridad y la calidad cristiana de una dirección
espiritual podría medirse por la frecuencia con que el director confiesa con
sencillez que no sabe qué consejo proponer.
Una corrupción peligrosa de la dirección espiritual es
la pretensión de llevar a todas las personas por un mismo camino ya
predeterminado y empujarlas para que vayan avanzando lo más deprisa posible.
Eso sería tratar a las personas "en serie", y no permitirles que
decidan libremente sobre su vida. Además, da pie a que la dirección espiritual
se convierta en una especie de presión psicológica para que se avance por el
camino establecido. Por esto es peligrosa la dirección espiritual de quien en
el fondo pretende captar personas para su propia causa. En este caso, el que
dirige procurará ir conduciendo al dirigido no por donde el dirigido quiere ir,
sino por el camino que lleve al objetivo que se ha fijado el director.
En la dirección espiritual buena hay que contar con
que las posibilidades que Dios ofrece son muchas y se identifican con lo que
está permitido por los mandamientos y por la ley de la Iglesia.
En el Evangelio se presentan ejemplos de amor y
devoción al Señor que tiene manifestaciones opuestas, como las de Zaqueo, que
recibió gozoso a Jesús en su casa, o la del Centurión, que no se consideró
digno del honor de tenerle bajo su techo. El Señor agradeció igualmente esas
dos formas de reaccionar. No impuso una única conducta como manifestación
auténtica del amor hacia Él.
Eso muestra que amaba realmente la libertad en el modo
concreto de honrarle.
De manera semejante, en la dirección espiritual hay
que contar con las iniciativas de la libertad de cada uno. Si se pretende
determinar con mucho detalle las manifestaciones del amor al Señor, se ciega la
fuente de la espontaneidad y de la libertad, antes o después aparecerá el
lamento por el hecho de que las personalidades que resultan son encogidas,
estrechas, inmaduras, pasivas, encerradas y de espíritu seco y formalista.
La dirección espiritual debe tener un carácter
esencialmente distinto de la tarea del confesor.
Para confesar basta tener un conocimiento de la ley
moral y, por supuesto, la potestad de orden y las licencias ministeriales.
Para dirigir espiritualmente a otros hay que ser
expertos en los caminos de altura de la vida de oración, ser expertos en
humanidad, amantes de la libertad humana y suficientemente humildes como para
no pretender adueñarse subrepticiamente de las personas, ni para presionarles
la conciencia.
El director espiritual debe ser una persona que
inspire confianza y comunique aliento de amor a Dios y de libertad. Más bien
deberá atender a las iniciativas que el Espíritu hace surgir en el corazón de
la otra persona, para que ésta sea llevada realmente por donde ella quiere
cuando se pone ante Dios y ante la verdad de ella misma.
Todas estas condiciones requieren una gran riqueza
espiritual y sería una gran ingenuidad darla por supuesta. Sólo así podrá abrir
horizontes amplios y generosos que sean compatibles con el realismo de las
circunstancias de cada uno.
5. Peligro de confusión y dificultades que se siguen
Cuando la labor de dirección espiritual se identifica
en la práctica con la del confesor, la dirección espiritual tenderá a situarse
sobre todo en el ámbito de la lucha contra el pecado.
Las personas serán vistas sobre todo bajo el aspecto
de las tentaciones y de los posibles tropiezos, lo cual supone un
empobrecimiento peligroso de la vida cristiana.
Ciertamente es necesaria la lucha contra el pecado. La
cuestión es si esta lucha debe ser directa y explícita o si su ámbito propio
debe ser la ilusión por alcanzar metas mayores.
Hay que tener en cuenta que lo más fácil es la
aplicación directa de las leyes y normas universales, y por eso, la dirección
espiritual puede decaer fácilmente en el juicio sobre los pecados y en la
presión para que los dirigidos se integren en un plan preestablecido.
Por eso, no es raro que estos "'directores
espirituales" se reduzcan a ser expertos en interrogatorios para hacer que
las personas declaren todo lo que llevan dentro y "echen el sapo". Y
que la virtud que más se proclame sea la de la sinceridad entendida como la
manifestación de todo aquello que tenga cierto carácter pecaminoso.
El resultado de ese tipo de dirección es que las
personas conciben un cierto miedo ante ella, porque temen que lo que pueden
esperar es que manifieste su miseria. Entonces la vida transcurre más como
huida del pecado, y de quien lo pone de manifiesto, que como lucha ilusionada
por alcanzar metas grandes y generosas.
Por el contrario, cuando la dirección espiritual se
distingue nítidamente de la confesión, se contará con que ciertamente somos
débiles y podemos pecar, y en ese caso lo que hay que hacer es acudir a la
penitencia.
Pero el tema fundamental será guiar el ejercicio de la
libertad cristiana, enriquecer el alma y abrirle perspectivas de generosidad y
de amor a Dios y a los demás.
Los temas de los que se hablará serán sobre todo
positivos, y se llevara a cada persona con la tensión del amor al bien y
siempre en la confianza en su buen fondo de hijo de Dios. Seguramente quien se ve dirigido de esta manera se
sentirá querido, y se abrirá con confianza cuando advierta que sus grandes
ilusiones humanas y sobrenaturales están frenadas por la debilidad de su
miseria personal, pero entonces la lucha contra el mal será animosa e
ilusionada y, al mismo tiempo, realista.
Sobre todo, la persona sentirá en su corazón que el
director lo ve sobre todo bajo la perspectiva de sus virtudes, y no para
instrumentalizarlas a favor de sus objetivos más o menos institucionales, sino para hacer que se desplieguen en la dirección
que llevan inscritas desde dentro. Así el dirigido sentirá la ayuda del
director como un impulso para ser cada vez más él mismo.
El enriquecimiento del alma que debe promover el
director espiritual debe contar con las aficiones, sentimientos e inclinaciones
de la persona a la que dirige. Deberá,
por eso, advertir cuándo hay objetivos que realmente se deben perseguir aunque
impliquen sacrificio, y qué otros objetivos resultan extraños para esa persona
porque le causan tristeza. Hay que tener en cuenta que hay personas muy
generosas y con muchas cualidades, que son capaces casi de cualquier cosa. Pero
la cuestión no es solamente de qué son capaces las personas, sino qué es lo que
realmente ellas quieren, es decir, qué inclinaciones íntimas ha inscrito Dios
en sus corazones. Si no se está muy atentos a esas inclinaciones que se
manifiestan en los sentimientos de fondo de las personas, se tiende a verlas
solamente desde la perspectiva de las posibilidades que tienen, casi como si
fueran un material neutro con determinadas propiedades, con el que se puede
hacer casi cualquier artefacto. Cuando las personas son tratadas así, lo
advierten más o menos confusamente, y sienten desasosiego ante la posible
manipulación que vislumbran.
Lo más importante en el conocimiento de las personas
no son sus propiedades o sus habilidades, sino su teleología, sus afectos de
fondo, sus inclinaciones más profundas, lo que los alegra o lo que les causa
tristeza en el hondón del alma, porque ahí es donde más resuena la llamada de
Dios, y, por tanto, donde reside más auténticamente su verdad.
La dirección espiritual debe ayudar sobre todo para
que las personas realicen esta verdad que se expresa en su teleología personal,
y aunque quien la realiza pueda albergar ilusiones suyas respecto de las
personas deberá ser siempre respetuoso con las inclinaciones que sepa detectar
en el interior del corazón ajeno. La manera de tirar efectivamente para arriba,
y al mismo tiempo ser respetuoso con la conciencia de cada uno, será presentar
los objetivos no como imperativo moral, que ha de ser seguido si no se quiere
dar la espalda a Jesucristo, sino como una invitación amable que puede ser
realizada... si se quiere libremente. Desde luego la alternativa no es o venir
con nosotros o quedarse en el mundo como mundanos.
6. Conciencia y conocimiento de las personas
El conocimiento del confesor en cuanto tal es distinto
del conocimiento que debe procurar el director espiritual. Para la misión de
absolver los pecados el confesor no tiene que distinguir entre la diversas
circunstancias humanas del penitente: el pecado es el mismo en una persona del
siglo XIII que en un intelectual universitario del siglo XX. Pero para
presentar adecuadamente los objetivos espirituales hay que saber cuáles son las
circunstancias de las personas. Podría decirse que el confesor trata con la
persona en cuanto está ante Dios, mientras que el director espiritual trata con
la persona en cuanto que ésta es habitante de este mundo, pues es en este mundo
donde ha de vivir su vida de respuesta a Dios, y de cumplimiento de su
teleología personal.
Para el confesor basta con la .información que el
penitente le da sobre sus pecados. Ésta es una información relativamente
unívoca y simple. Pero para el director espiritual se requiere un conocimiento
de la persona en cuanto sujeto de una historia que tiene lugar en el mundo.
Este conocimiento no se adquiere por medio de informaciones concretas, sino que
requiere un trato de simpatía, de convivencia mutua, de conversaciones
confiadas, que lleven además al conocimiento mutuo. El confesor no tiene por
qué ser conocido por el penitente, pero el director espiritual sí que debe ser
conocido por el dirigido. Las personas no se conocen como las cosas. No se dice
"yo conozco a esa persona" sino "esa persona y yo nos
conocemos". Por eso la sinceridad que se requiere para la dirección
espiritual no puede ser simplemente la que comunica los hechos de conciencia o
tiene un carácter de tipo informático, sino que debe llegar a las cuestiones de
fondo, a las opiniones sobre las cosas más importantes, allí donde las personas
sentimos afinidades o aversiones, donde las cosas nos abruman o nos hacen sentirnos
libres, donde un ambiente nos entristece o nos llena de alegría y hace que
surja lo mejor de nosotros mismos.
Cuando se habla del conocimiento de las personas nos
referimos de hecho al conocimiento de la persona como sujeto de historia en
este mundo. Por eso conocer a una persona no puede ser simplemente el
conocimiento de su conciencia propio de la confesión, que de suyo se restringe
a lo que hay en él de pecado. Como hemos dicho, este aspecto del conocimiento
se refiere a un aspecto que, siendo trascendental, prescinde de las
circunstancias "mundanas" y no nos dice nada de la situación en el
mundo y en la historia, pues los pecados, por referirse a la relación directa
con Dios, hacen abstracción del contexto mundano, que es precisamente el que
define la persona como sujeto de historia.
Por eso, en orden al conocimiento de la persona, el
conocimiento de la conciencia es solamente un aspecto que debe integrarse con
otros. Esto está implícito en la frecuente advertencia de la predicación
ascética de que un pecado puede no ser más que un accidente en la historia de
una vida fiel. Del mismo modo, la ausencia de pecado es perfectamente
compatible con una discordancia de fondo con el proyecto en que se vive. No se
debe pensar que el hecho de vivir en gracia de Dios ya engendrará de suyo la
sintonía con el proyecto vital de que se trata. Para conocer a la persona hay
que situarse en el marco de las actitudes personal, no frente a Dios, sino
frente al mundo, con las sintonías respecto de este mundo, que son las disposiciones
de virtudes, afinidades.
Se podría comparar la existencia de la gracia en el
alma como el dinero que se gana con el trabajo. Es sólo una comparación que
sirve para percibir algunos aspectos de la relación entre la existencia de la
gracia en el alma con la vida de la persona. Efectivamente la gracia es
principio de premios que no son estrictamente producidos por la acción
virtuosa. En este aspecto puede asemejarse a algunos aspectos de la relación
entre el trabajo y el dinero.
Si se acentuara demasiado unilateralmente la
importancia de la gracia se podría pensar que si se pierde la gracia, se habría
perdido todo. Pero sabemos bien que no todo pecado hace perder la fe (cfr Conc.
de Trento, sess. VI, decr. "De iustifícatiorie, cap." XXXX), ni
destruye todo el bagaje espiritual de la persona. Esto significa que no cuenta
solamente la gracia. Por supuesto, la gracia es lo que cuenta "en
definitiva" Pero mientras estamos antes del momento definitivo, hay otros
elementos que tienen relevancia grande. Como hemos recordado antes, en la
predicación se advierte que hay circunstancias -como la perseverancia
institucional- que casi se acentúan más que la gracia, En estos casos no es que
se desprecie la gracia a favor de la situación institucional. Al menos no tiene
porqué ser necesariamente así. Lo que se reconoce implícitamente en esos casos
es que la historia de la persona tiene una relevancia grande en lo que se
refiere a la vida de comunión con Dios.
Por esto, el conocimiento de la mera conciencia, o el
conocimiento que se centra en la conciencia, puede ser un conocimiento de la
persona muy deficiente. El conocimiento de la persona al que nos referimos
cuando se habla de la dirección espiritual es el conocimiento de la persona en
cuanto está en camino en este mundo, en cuanto es sujeto de historia. Por eso
es tan importante entender cuáles son los hechos que configuran la historia
personal que define la persona en el mundo, y qué aspectos de esos hechos son
los verdaderamente relevantes. La vida de las personas no es definida
exclusivamente por la moralidad de sus acciones, sino también y muy
importantemente por la materia de esas acciones, que son las que vinculan a la
persona en el mundo y lo sitúan en él. El error de algunas biografías demasiado
"hagiográficas" es que se centran demasiado exclusivamente en el
aspecto teologal de los hechos de esa persona y menosprecian el aspecto de
"inserción en el mundo" que tienen los actos humanos. La moralidad de
un hecho puede ser negativa y sin embargo establecer relaciones importantes
desde el punto de vista biográfico. La doctrina tradicional cristiana de la
reviviscencia de los sacramentos hace alusión también a este hecho. Hay
acciones que desde el punto de vista estrictamente "de conciencia" no
tiene especial relevancia, y sin embargo son decisivas desde el punto de vista
biográfico, como son ciertas amistades, la formación de determinadas opiniones,
algunas lecturas, etc.
Por todo esto es importante tener presente que un
pecado puede ser borrado por la confesión, pero los aspectos biográficos de las
acciones cumplidas, tienen una permanencia de tipo específicamente distinto.
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