jueves, 15 de febrero de 2018

Palabras mayores

Palabras mayores

Miércoles 14 de febrero de 201820:07h
Recuerdo en mi infancia escolarizada como una maestra solía enviarme al rincón obligándome a poner los brazos en cruz y en cada palma de mis manos depositar un grueso ejemplar del diccionario de la lengua española de aquél entonces. A buen seguro que el criterio de aquella profesora era el que yo probara el peso del lenguaje, además de valorar el esfuerzo de cuantos habían trabajado en pos del buen entender de nuestro lenguaje. Difícil pensar en tal suposición dada la tirantez de brazos, músculos, escápulas y vértebras cervicales que afanosamente me enviaban doloridos mensajes a modo de difícil aguante; sin embargo, de aquello saqué en claro dos cosas: una, en efecto, el peso que tenían las palabras, y otra, el deber de aprender a hablar y escribir de manera correcta.
No me tengo por un erudito, pero al menos me atengo a las consecuencias de los vocablos bien tratados. Gracias a mi andadura por las letras si algo tengo claro es que soy muy de usar el genérico gramatical, o sea, la forma masculina que sirve para ambos géneros. Portavoz y no portavoza muy a pesar del término que doña Irene Montero trata de imponer en su predicamento feminista no produce otra cosa que el efecto contrario. Para defender el feminismo cualquiera que se precie lo consigue en nada que el respeto predomine frente al lenguaje. Sepa Doña Irene que un vocablo desatinado puede hacer tanto daño como un gesto de desprecio. A veces la cursilería política tiene a gala hacerse un selfie con el diccionario sin reparar en que esa imagen distancia el afán igualitario entre géneros. Es como comparar el bramido de un camélido de Kazajistán con el cuchichí de una perdiz toledana.
El juego que nos traemos por la desigualdad entre géneros no debe nunca distraer la atención erradicando vocablos de esta o aquella etimología. Decía el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein que “Los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo”. Quizás por ello, una riqueza en nuestro vocabulario pueda ayudarnos a apreciar todos esos matices de la vida que pueden pasar a nuestro alrededor sin que nos fijemos en ellos. Ahora bien, peor es, sin duda, saber de su existencia y no hacer nada por remediarlos. Si doña Irene quiere aprovechar su condición de vocera en el Congreso me parece una excelente oportunidad para avanzar en la lucha de los derechos de la mujer. Yo también estoy alistado a igual causa; no obstante, sería ejemplarizante por parte de la señora Montero que para esta batalla diaria utilizase palabras mayores, más contundentes, por ejemplo: ablación o lapidación. Duros términos sin duda, pero fuertes reivindicaciones cuando la defensa del feminismo debe pasar por condenar la mutilación genital en las niñas o cuando una mujer es apedreada hasta morir.
Sabido es que el feminismo es una doctrina y un movimiento social que pide para la mujer el reconocimiento de unas capacidades y unos derechos que tradicionalmente han estado reservados para los hombres. Pues claro que hay que cambiar conceptos y erradicar la puñetera costumbre de la desigualdad, pero no a base de eliminar esa parte de belleza de lo que hoy parece afear la relación entre seres de armoniosa y gratificante convivencia. El arte, en sus diferentes expresiones, de siempre ha contraído el compromiso del autor con su obra para regocijo de la contemplación y aprecio de escuela, lo que sucede es que ahora mismo rechinan extrañas moralidades cuando salen a relucir delicadezas hacia el sexo contrario. A buen seguro que mi admirado amigo Alfredo, maestro en togas ante los tribunales y más curtido que un galápago paseando por el desierto de Arizona, me refrendará si digo que hoy en día salir a la calle y ser un hombre gentil con las mujeres es más expuesto que cruzar el Niágara en bicicleta. Y mucha culpa de esto nada tiene que ver con el machismo, sino con la falta de respeto que nos debemos entre nosotros mismos.
En mi opinión, cambiar palabras o crear nuevas voces inexistentes ante una más que legítima declaración universal de igualdad no son más que ordalías para entretener a la audiencia. Palabras mayores, Señoría. Utilice el escaño para agraviar con leyes más contundentes a quienes maltratan a sus parejas, a los violadores, a los que acosan y matan a las mujeres, a los pedófilos, a los pederastas. Usted dice que “lo que no se nombra no existe”, pues ya tiene unas cuantas definiciones de correcta ortografía para alzar la voz y crear cultura de entendimiento social a todos los niveles.
Mis respetos a doña Irene, a la que no tengo el placer de conocer en persona, pero no por ello le resto en méritos porque ser “portavoza” en el Congreso de los Diputados ya es un reto insondable, pero como dijo Don Quijote: “Cambiar el mundo, amigo Sancho, no es ni utopía nilocura, es justicia”. Y en eso estamos usted y yo, aunque tengamos gramática diferente.

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