jueves, 15 de marzo de 2018

DÍAS DE CONJURA FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZARCatedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto/


OPINIÓN
EDICIÓN IMPRESA - La tercera
DÍAS DE CONJURA
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZARCatedrático de Historia Contemporánea Universidad de Deusto/

EN 1943, en medio de una ciudad -Bucarest- trastornada por la guerra y los gobiernos filonazis, sin saber si su vida de hombre prisionero de una historia siniestra era realidad o ficción, sin saber si recordaba las escenas de una novela o las estaba viviendo, el escritor de origen judío Mihail Sebastian apuntaba en su diario:

«Posible título para un ensayo: De la realidad física de la ficción. Demostrar que la mentira, por arbitraria que sea, crece, se ramifica, se organiza, se convierte en un sistema, cobra perfil y punto de apoyo y, a partir de cierto grado, sustituye a la realidad, se transforma ella misma en realidad y empieza a ejercer una presión irresistible no sólo sobre el mundo sino sobre el propio autor de la mentira».

Sebastian escribía estas notas después de haber escuchado decir a uno de los intelectuales más brillantes de Rumania que el comunismo era el complot universal de los judíos, después de haber visto cómo al calor de aquel mito las leyes antisemitas le convertían poco a poco en un proscrito, en un conspirador ansioso de hacer saltar por los aires Bucarest, después de caminar durante horas por las calles blancas y desiertas del amanecer, solo, vacío de recuerdos y de esperanzas, después de tener la impresión de que la ciudad que había soñado suya se alejaba, se perdía, y en su lugar brotaba una ciudad frívola, paranoica y terrible, una ciudad en forma de ficción, de enigma, de complot, de culpa.

Sebastian moriría en 1945, arrollado por un camión. Jamás escribió aquel ensayo. Quien si lo hizo fue Danilo Kis, un novelista de la antigua ex Yugoslavia que investigaría las matanzas de judíos de los años bárbaros y escribiría un relato sobre la historia fantástica de aquel mito del complot, de su demencial influencia sobre generaciones y generaciones de lectores y de las trágicas consecuencias que de todo ello se derivaron.

Como un detective que trata de descifrar un enigma, Danilo Kis se movió entre textos extraños, representaciones alucinantes y persecutorias, utopías negativas que se renovaban en sociedades secretas y le llevaban por los caminos de la superstición, el ocultismo, la locura mística, el fanatismo religioso y esa forma tan moderna de literatura especulativa y paranoica que surgiría en Europa con la caída del Antiguo Régimen. Convertido en un aventurero que busca un secreto que tal vez no existe, destejió el modo en que la literatura del complot actuaba y producía efectos en la realidad, desde su origen propagandístico en la Francia revolucionaria hasta los rumores que la trasladaban a la Rusia de los zares y la Alemania de la República de Weimar y el ascenso nazi. El poder de la ficción, concluía, la realidad física del complot, de aquella fabulosa conspiración con diversas cabezas rectoras y múltiples tentáculos, el poder de aquel fraude, residía en la posibilidad de hacer creer.

Como se descubre leyendo muchos de los escritos posteriores a la Revolución Francesa, el complot, la idea de minorías tramando el destino del mundo, tuvo a finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX un gran arraigo en la mentalidad de los escritores reaccionarios de Europa. La Revolución Francesa, observaba un noble francés en 1796, era un acontecimiento único en la historia. Los nobles, los clérigos y los reyes descubrieron entonces que un sueño podía ser un polvorín de barricadas; que las doctrinas podían difundirse más allá de las fronteras, y lo que era peor, sus ejércitos, convertidos en cruzados de la causa, destruir los sistemas políticos del continente. Era tentador achacar el hundimiento del Antiguo Régimen a una conjura abiertamente decidida contra Dios y contra las leyes. No pocos lo hicieron; y el modo delirante, y muchas veces marginal, de analizar la historia, aquel modo de convertir el mundo en un gigantesco complot criminal que hallaría eco en la novela y el folletín decimonónico y sería la mecha de futuros incendios, se extendió como la fiebre de Malta -la fiebre de Malta estaba de moda en el siglo XIX-.

No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que no elegimos nuestras desdichas. En un mundo sin Dios la idea de la conjura universal pasó a ser un breviario que enseñaba que por detrás de toda la historia latía una misteriosa, oscura y poderosa fuerza y que ésta tenía en sus manos el destino del hombre, disponía de las fuentes del poder, desencadenaba las guerras y las rebeliones, las revoluciones y las tiranías. La Revolución Francesa, las agitaciones políticas del siglo XIX, el canal de Panamá, la Primera Guerra Mundial, el tratado de Versalles, la República de Weimar, la Sociedad de Naciones y el metro de París -que un agente secreto del zar veía como una laguna debajo de los muros de la ciudad, gracias a la cual se harían saltar las capitales europeas- eran obra suya. Toda esta representación paranoica produciría una enorme risotada si la figura de la amenaza, si el fantasma de la conjura, no hubiera resultado el mejor aliado de los dictadores del siglo XX en su ascenso al poder: el complot, se decía, había penetrado en el tejido social y debía ser exterminado. Las escenas, sin embargo, iban a ser reales: pogromos, trenes, cadáveres...

Las escenas también iban a ser reales en España, donde los rumores del complot llevaban propagándose desde finales del siglo XVIII. Se cierne sobre el mundo, escribe por aquellos años un tradicionalista, una época implacable. «Hay una conspiración abiertamente decidida contra Dios y contra Cristo, que por todos los medios trata de abolir la religión, que para este medio envía emisarios por todas las provincias...», redacta un espía de Carlos IV. La conspiración pronto tendría un nombre -masonería- y no pocos tradicionalistas y conservadores harían de ella la clave de la interpretación de la sociedad, etiquetando de masón o conjurado a todo aquel que se mostrara partidario del pensamiento moderno o extranjero y reprochándosele todos los males que sufría el país. A modo de epílogo, en 1936 los generales rebeldes se presentarían ante el mundo como el seguro médico de la sociedad contra el imperio de los conspiradores masones, comunistas y judíos. El eco del complot tomaba forma en la tenebrosa vía de los juzgados, en su sollozo de hierro.

La gente se olvida a menudo de que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante y está dispuesta a creer en cualquier intriga; de ahí el gran éxito que ha cosechado el fantasma del complot en la historia moderna de Europa; de ahí también su supervivencia. Los tiempos, no obstante, cambian, y si en el pasado de España el complot fue un relato ideado por la reacción, hoy es una novela escrita por la izquierda.

Según una teoría recientemente ilustrada por nuestros eternos progresistas, en España existe hoy una conspiración neofranquista destinada a desguazar la democracia; una conjura cósmica tramada en lo secreto y oculto; un deseo nostálgico de hacer desfilar a las JONS por las viejas calles del viejo Madrid. La frustración de expectativas durante la Transición, la caída socialista, el ascenso de Aznar al poder, el transfuguismo sonámbulo de algunos políticos, las entrevistas secretas con ETA y las crecientes e insaciables demandas de los nacionalistas de la periferia, serían obra suya. Literatos, historiadores, periodistas, miembros del Opus Dei, ministros, alcaldes, espías, empresarios, víctimas del terrorismo... figurarían, según parece, en la lista de conjurados.

Lo ridículo y más grave de toda esta concepción paranoica de la sociedad no es que se niegue lo que es y se explique lo que no es. Lo más grave es que presentar a los actuales defensores de la Constitución y del espíritu que ésta forma como conjurados antidemócratas y peligrosos neofranquistas, como siniestros fascistas que han penetrado en el tejido del poder y deben ser extirpados, crea un ritmo de deslegitimación del adversario político que amenaza con hacer imposible la democracia. Sostener, ligeramente, esta tesis entraña un riesgo. Si hay algo que enseña la historia del siglo XX es que las democracias terminan derrumbándose, no por culpa del patetismo hueco de los revolucionarios, sino por culpa del escepticismo irónico de quienes deberían haber constituido su fiel apoyo.

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