jueves, 21 de marzo de 2013

Claudio Sanchez Albornoz en Valencia

Azaña pagó caro sus tres pecados del año 1936: la destitución de don Niceto, su deseo de abandonar la presidencia del Consejo de Ministros para ocupar la Pesidencia de la Republica y su debilidad frente a la crisis del poder público.
(…) después del 18 de julio de 1936 fue prisionero de una conjunción de fuerzas políticas –socialismo, anarquismo, comunismo- en la cual los republicanos –burgueses, demócratas y liberales- no representaban nada.
Hubo de asistir impotente a las violencias que ensangrentaron la República durante la revuelta  social que siguió al alzamiento militar.
No se necesita conocerle demasiado para calcular su repugnancia y su vergüenza ante  tales sucesos, aunque fueran sincrónicos de los que tenían lugar al otro lado de la barricada; y su sufrimiento ante la imposibilidad en que se hallaba para ponerles coto.
Sus conocidas palabras después de los crímenes  cometidos en la Cárcel Modelo de Madrid: “No quiero se presidente de una República de asesinos”, palabras que le honran porque nadie condenó así crímenes parejos en el campo enemigo, no fueron sino expresión liminar de muchas ideas que, sin duda, golpearon de continuo su mente.
(…)  En Valencia le dije la verdad; que mientras Largo Caballero presidió el Gobierno, no me había parecido prudente ir a España y que había hecho gestiones para llegar a la paz.
 
 
Se franqueó entonces conmigo: “la guerra está perdida, absolutamente perdida –me dijo-, pero si por un milagro se ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que embarcar los republicanos, su nos dejaban”
(…) Azaña  había iniciado, en verdad, gestiones de paz.
(…) Visité a Negrín, a Prieto y a Martínez Barrio; y no me asombró que los dos últimos, con palabras no demasiado disímiles de las de Azaña, me descubrieran su opinión sobre la segura derrota; ni que el Presidente de las Cortes coincidiera en su juicio con el Presidente de la Repíblica sobre el destino, en todo caso sombrío, de los republicanos.
A él y a Prieto hice la misma pregunta que a Azaña: “¿Por qué no hacen ustedes la paz?”.
 Y los dos me dijeron también: “No podemos”.
(…) Ningunos de los tres hombres fueron responsables de la prolongación de la contienda.
Los tres eran, en verdad, prisioneros en Valencia y lo fueron en Barcelona

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