Azaña pagó caro sus tres pecados del año
1936: la destitución de don Niceto, su deseo de abandonar la presidencia del
Consejo de Ministros para ocupar la Pesidencia de la Republica y su debilidad
frente a la crisis del poder público.
(…) después del 18 de julio de 1936 fue
prisionero de una conjunción de fuerzas políticas –socialismo, anarquismo,
comunismo- en la cual los republicanos –burgueses, demócratas y liberales- no
representaban nada.
Hubo de asistir impotente a las
violencias que ensangrentaron la República durante la revuelta social que siguió al alzamiento militar.
No se necesita conocerle demasiado para
calcular su repugnancia y su vergüenza ante
tales sucesos, aunque fueran sincrónicos de los que tenían lugar al otro
lado de la barricada; y su sufrimiento ante la imposibilidad en que se hallaba
para ponerles coto.
Sus conocidas palabras después de los
crímenes cometidos en la Cárcel Modelo
de Madrid: “No quiero se presidente de una República de asesinos”, palabras que
le honran porque nadie condenó así crímenes parejos en el campo enemigo, no
fueron sino expresión liminar de muchas ideas que, sin duda, golpearon de
continuo su mente.
(…) En Valencia le dije la verdad; que mientras
Largo Caballero presidió el Gobierno, no me había parecido prudente ir a España
y que había hecho gestiones para llegar a la paz.
Se franqueó entonces conmigo: “la guerra
está perdida, absolutamente perdida –me dijo-, pero si por un milagro se
ganase, en el primer barco que saliera de España tendríamos que embarcar los
republicanos, su nos dejaban”
(…) Azaña había iniciado, en verdad, gestiones de paz.
(…) Visité a Negrín, a Prieto y a
Martínez Barrio; y no me asombró que los dos últimos, con palabras no demasiado
disímiles de las de Azaña, me descubrieran su opinión sobre la segura derrota;
ni que el Presidente de las Cortes coincidiera en su juicio con el Presidente
de la Repíblica sobre el destino, en todo caso sombrío, de los republicanos.
A él y a Prieto hice la misma pregunta
que a Azaña: “¿Por qué no hacen ustedes la paz?”.
Y
los dos me dijeron también: “No podemos”.
(…) Ningunos de los tres hombres fueron
responsables de la prolongación de la contienda.
Los tres eran, en verdad, prisioneros en
Valencia y lo fueron en Barcelona
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