Alfonso Armada envió al Rey, antes de
23-F, una carta con un Gobierno de concentración presidido por el General. Abril Martorell se ofreció a sustituir a
Suárez, quien se comprometió con Don Juan Carlos a dejar la política si lo
hacia Duque.
Estas son algunas revelaciones de «SUÁREZ
Y EL REY», un libro escrito por el Periodista ABEL HERNÁNDEZ, próximo al expresidente.
ILDEFONSO OLMEDO
Cuánto vale la amistad de un Rey? ¿Acaso
un ducado?
Ése fue el precio que se cobró Adolfo
Suárez en 1981 por la larga relación que trenzó con Juan Carlos I.
El político consiguió su título nobiliario, su
heraldo de grande de España, pero también la oscura espalda del Soberano.
Quedó una relación sin abrazos ni
llamadas sólo recompuesta cuando Suárez había dejado ya de ser él, carcomido
por el olvido y la demencia. O acaso poco antes de que ictus sucesivos
atraparan al primer presidente constitucional de la democracia española en la
red de desmemoria en la que aún sigue enmarañado.
Que no es alzheimer su mal, sino un
largo deterioro neurológico que mostró su primera mala cara con Suárez aún en
la Moncloa y todos, incluido su vicepresidente (Fernando Abril Martorel),
conspirando a oídos del Rey para su relevo. Entonces, sumido en una profunda
depresión, atrincherado en el palacio que orilla la carretera de la Coruña a la
salida de Madrid, Adolfo Suárez tampoco quiso oír la súplica de su hermano
médico: vayamos a una clínica de Suiza para que te examinen. Pero no. Y las
luces se fueron apagando. Un eclipse total de su buena estrella.
Suárez y el Rey. Así, a secas, se titula
el último premio Espasa Ensayo 2009, de inminente publicación por la editorial
Espasa. El libro lo firma el escritor y periodista Abel Hernández (Sarnago,
Soria, 1937). También fue su amigo, su asesor. «Es una crónica sentimental de
la transición» -avisa el prólogo de la obra- con dos personajes enzarzados en
una auténtica tragedia griega a tres actos. 222 páginas repletas de grandes
revelaciones sobre aquellos años, la Transición, en los que el presidente del
Gobierno guardaba una pistola en el cajón de la mesa de su despacho para
enfrentarse, llegado el caso, a militares golpistas.
Años de tú a tú con la Corona: compartía
con el amigo Borbón sesiones de cine (muchas del oeste y de aventuras, que a
los dos le apasionaban) en una pequeña sala acondicionada para proyecciones en
palacio. Tiempo de traiciones y celadas: antes del fallido golpe de Estado de
1981 (23-F, en la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, sucesor del
dimitido Suárez) el militar Alfonso Armada se atrevía a mandar por escrito al
Rey cómo habría de ser el gobierno de salvación nacional que se creara tras la
decapitación política de Adolfo: el propio Armada sería el presidente; Felipe
González, el entonces joven y prometedor líder socialista, vicepresidente, y
entre los ministros se contaría el periodista Luis María Anson...
Hay papeles de todo aquello, aunque no
están en los archivos de palacio. No consta. Como tampoco consta una «hoja de
ruta» hacia la democracia que un joven Suárez, a petición del entonces
príncipe, garabateó y entregó al futuro monarca para organizar, desde dentro
mismo del franquismo, la voladura de la dictadura tras la muerte de Franco.
Abel Hernández, depositario años atrás
de confidencias de Suárez y alguna del Rey, presenta así su propia narración
premiada: «Esta es la historia del chusquero que llegó a duque y del príncipe
que llegó a rey. Los dos tuvieron una infancia y una juventud movidas e
inciertas. De orígenes muy distintos, tanto don Juan Carlos como Adolfo Suárez
vivieron en tensión interior y tuvieron que valerse por sí mismos. Alejados de
sus padres -uno, don Juan, hijo de rey y el otro, el vividor Hipólito, de
republicano- se agarraron a lo que pudieron, adaptándose sin rechistar a la
penosa situación, que ellos soñaron con cambiar desde que se percataron y se
conocieron. Ninguno de los dos procedía de una universidad de renombre.
Listos como el hambre, de inteligencia
natural, más observadores que lectores -ninguno de los dos es hombre de
libros-, más conversadores de mesa de bar que de sillón de Academia, dos
rapaces de Goya o quijotillos de armas tomar que la Historia dispuso que se
ocuparan juntos de su patria en un momento decisivo... Ellos se entendieron de
maravilla hasta que convino a la Corona dejar el corazón a un lado y volverse
cada uno a la puerta de su casa».
ACTO I
EL ENCUENTRO
Segovia, 1969: el joven gobernador y el
rubio candidato a heredero
El flechazo fue en Segovia. Un
encantamiento mutuo en 1969, cuando el Rey aún no era rey, ni siquiera príncipe
(Franco le designaría oficialmente heredero a finales de ese año), y Suárez un
joven con ambiciones del Movimiento, ya gobernador civil de Segovia. Poco
después, y no parece casualidad, fue nombrado director general de RTVE. Dos
hombres y un destino.
Adolfo Suárez Illana, el hijo, lo
explica así: «El Rey y Adolfo Suárez planearon en Segovia y por escrito la
estrategia a seguir cuando se cumplieran las previsiones sucesorias».
Si el entonces rubio Borbón, tutelado
desde la edad de 10 años por Franco y la corte de El Pardo, supo pronto que
tendría que desbancar a su propio padre, don Juan, en el orden sucesorio como
única manera de salvar la institución monárquica, de Suárez se sabe que una
década antes del encuentro segoviano con el Rey ya se manifestaba convencido de
que terminaría siendo presidente del Gobierno. O de la República.
LA VIDENTE ETHEL
Una vidente argentina llamada Ethel,
peronista, dejaría en aquellos años boquiabiertos a quienes la rodeaban una
tarde en un colegio mayor de Madrid cuando, señalando a Adolfo Suárez, vaticinó
que aquel chico sería presidente del Gobierno con la monarquía. Su esposa,
Amparo Illana, lo decía en broma de otra manera: «Adolfo es un extraterrestre».
Con don Juan Carlos apadrinándole desde
la distancia, la escalada de Suárez es monumental: director de RTVE,
vicesecretario general del Movimiento y ministro, también del Movimiento, en el
primer gobierno de la monarquía tras la muerte de Franco. Aún quedaba por
jubilar a Arias Navarro, el presidente heredado, e iniciar el gobierno que
abriera paso a una futura democracia. Fue entonces cuando todos vieron a las
claras la querencia del Monarca. Aquel caluroso 3 de julio de 1976, algo más de
siete meses después de que una pesada losa dejara bajo tierra a Franco en El
Escorial, Suárez esperó todo el día la llamada de su amigo.
-Adolfo, ¿vas a hacer algo esta tarde?
-No, nada de particular, señor.
-¿Por qué no te vienes (a la Zarzuela) y
tomamos café juntos?
Cuando le hicieron pasar al despacho de
Su Majestad, el Rey no estaba. O sí, pero se había ocultado. Y así fue, con tan
juancarlista broma, como saliendo del escondite y sin más preámbulo, el amigo
Rey dijo las palabras.
-Adolfo, deseo que me hagas un favor...
Quiero que seas presidente del Gobierno.
-¡Uf, ya era hora, señor!
Según la versión de Suárez Illana,
aquella misma tarde el Rey sacó los papeles que Adolfo Suárez le había
entregado siete años antes en Segovia. «Aquella hoja de ruta para la democracia
que años antes le había entregado mi padre, con el enunciado de las cuatro o
cinco cosas que convenía llevar a cabo. Y el Rey le dijo: Adolfo, ha llegado el
momento de que hagamos lo que tú habías dicho».
Sin embargo, y así lo escribe Abel
Hernández en su ensayo, el Rey no recuerda tal cosa, y esos papeles no figuran
en el archivo de La Zarzuela.
[Adolfo Suárez fue presidente del
gobierno durante cinco años. Gana sus primeras elecciones en 1977, al poco de
haber legalizado al PCE. En 1978, bajo su presidencia, el pueblo español
ratificó en referéndum la Constitución, y en 1979 su partido, la UCD, volvió a
vencer en las urnas. No logró finalizar la legislatura, pues dimitió el 27 de
enero de 1981. El Rey aceptó su renuncia. «Que éste se va», dice fríamente a
Sabino Fernández Campo en presencia del dimisionario. Parecía liberado.
Sorpresa y alivio al alimón]
ACTO II
LA RUPTURA
«Dejaré la política si el Rey me da el
título de Duque Grande de España»
Un Suárez herido y solo -como aquella
voz de Baudelaire que lloraba «no busque más mi corazón, se lo han comido las
bestias»- ajusta cuentas. En enero había presentado su dimisión al Rey (se la
acepta con esta coletilla al salir del despacho: ¡Oye, oye, pero te daré un
título!). Había sobrevivido también, el 23-F, a la pistola que el golpista
Tejero le puso en la sien en un despacho aparte del Congreso de los
Diputados... Todo quedaba atrás.
-Dile a Manolo Prado (y Colón de
Carvajal, el enviado real en la negociación nobiliaria, después caído en
desgracia y condenado incluso a prisión) que dejaré la política si el Rey me da
el título que me corresponde.
Poco antes de cerrar aquel último
capítulo, Suárez había verbalizado más: ¿Qué le está pasando al Rey, que antes
me abrazaba y ahora parece que se echa para atrás?, preguntó a Sabino Fernández
Campo, jefe de la Casa del Rey. Porque el hombre de Cebreros (Ávila) se sentía
a la intemperie, con su UCD repleta de Brutos ensañándose en su espalda de
César. Visionario acaso: «No descarto que haya un golpe militar, y si lo hay,
el inductor habrá sido Armada» (antiguo secretario de la Casa Real, de quien
siempre desconfió). Se veía a sí mismo abandonado por todos, rodeado de
traición. Quizás ya la sombra de la enfermedad.
DEPRESIÓN EN LA MONCLOA
«El proceso neurológico fue largo,
empezó mucho antes de lo que la gente piensa». «Seríamos injustos con todo el
mundo, incluido el Rey, que presionó para que se fuera, con Fernando Abril, que
pretendió suplantarle, y con el propio Adolfo Suárez si no reconociéramos su
pérdida de facultades casi inmediatamente después de las elecciones de 1979
[aprobada la Constitución, legalizado el PCE, la UCD arrolla y él debuta como
presidente democrático]. Esto explica el miedo escénico que tenía al
Parlamento, el sufrimiento tremendo, auténtico pánico, en cada comparecencia,
la soledad y la parálisis que se fueron apoderando de él a la hora de tomar
decisiones. Hacía mil juegos de estrategia, con gran inteligencia, pero a la
hora de la vedad estaba paralizado y bloqueado. Tenia como percibe Abril,
problemas graves de funcionamiento. Y esto seguramente también lo percibe el
Rey».
En Suárez y el Rey también se narra así:
«No se recuerda el caso de ningún presidente de Gobierno en los dos últimos
siglos que se hubiera quedado en la calle tan desamparado como él. Nadie le
cobijó en aquel trance... Además, el Rey le había puesto como condición para
otorgarle el ducado que renunciara definitivamente a la política activa. Y
Suárez aceptó esa condición sin ánimo de cumplirla... Los encargados de
negociar las condiciones del título nobiliario fueron Alberto Recarte y Manuel
Prado y Colón de Carvajal. La propuesta inicial era hacerle duque de Ávila,
pero el Rey no lo consideró conveniente porque ese título correspondía a la Familia
Real. Al final se creó el Ducado con Grandeza de España.
Con el recado que pedía que transmitiera
Manolo Prado al jefe, el asunto parecía resuelto. Pero Adolfo Suárez, como
queriendo hacer verdad aquellas célebres palabras que le había dedicado Alfonso
Guerra -«tahúr del Mississippi»- no mostró su última carta. El 31 de julio de
1981, incumpliendo el compromiso de retirarse de la política a cambio del
título de duque con grandeza de España, funda el CDS. Las ya deterioradas
relaciones con La Zarzuela se convierten en prácticamente inexistentes. Desde
ese día, el Rey dejó de llamarle. Sólo la Reina, cada 25 de septiembre para
felicitarle su cumpleaños, siguió haciéndose oír. Historia era ya aquel
mediodía de enero de 1981 en el que Suárez y el Rey compartieron por última vez
mesa y mantel en Palacio. Arroz a la cubana, carne con salsa y quesos fue el
menú del que Adolfo Suárez apenas probó bocado.
¿Qué amargó tantos días de vino y rosas?
El desencuentro empieza a tomar cuerpo tras quedar aprobada la Constitución
(diciembre de 1978). Un día después de su entrada en vigor, el 28 de diciembre,
día de los Inocentes, Suárez proclamó que la Transición había terminado.
Comenzaban, con la vista puesta en las elecciones del 1 de marzo de 1979, la
refriega partidista. Las ganó, pero ni siquiera le resultó fácil administrar la
victoria en las urnas. «El señor Suárez», dice Guerra en mayo de 1980, cuando
los socialistas le presentan una moción de censura para derribar al tahúr del
Mississippi, «ha llegado al tope de grado de democracia que es capaz de
administrar».
«ADOLFO TIENE QUE CAMBIAR»
La legalización del PCE y la sucesión de
atentados de ETA en el País Vasco, con funerales que los militares consideraban
vergonzosos y casi clandestinos (el sangriento 1980 se cerró con 92 muertos),
tiene también enervada a la casta militar, los compañeros de armas del Rey. El
ruido de sables es tan sonoro como la crisis que empieza a desmoronar la UCD.
«No hay que cambiar a Adolfo, pero Adolfo tiene que cambiar», se oye decir al
mismísimo Juan Carlos.
Tiempo de intrigas. El PSOE movilizó a
sus correos para convencer al Monarca de que destituyera a Suárez y se formara
un gobierno de «solución nacional» con un independiente al frente. Sabido es
que Enrique Múgica y Joan Raventós mantuvieron en Lérida un encuentro con el
general Alfonso Armada, ex secretario de la Casa del Rey y entonces gobernador
militar de Lérida. Le habrían propuesto presidir él mismo ese eventual
gobierno.
Y a Armada, el conspirador luego
condenado por golpista, le faltó tiempo para mandar a su amigo el Rey, y por
escrito, la propuesta de «un gobierno de concentración presidido por un
neutral» ante el temor de un golpe fuerte de los militares. La carta llegó a
Sabino Fernández Campo con el ruego de que hiciera llegar la propuesta a don
Juan Carlos. En la nota decía que el plan «había sido redactado por un
importante constitucionalista español». (Los dirigentes socialistas habrían
incitado al profesor Carlos Ollero a redactar la atrevida propuesta de Armada).
Abel Hernández aventura cómo viven
aquella agonía los dos protagonistas: «Es evidente que a Suárez una de las
cosas que más le duelen esos días de finales de 1980 es el enfriamiento de las
relaciones con el Rey, al que, sin embargo, siempre mantuvo la lealtad y el
afecto. El mundo de los afectos del Rey es mucho más complicado. Le han educado
desde la cuna en el convencimiento de que cualquier favor que le hagan es un
honor para el que lo hace y, por lo tanto, es el que hace un favor al Rey el
que debe estar agradecido... Es difícil la amistad con el Rey... La monarquía
es, por definición, la permanencia; mientras que la política y los políticos
son transitorios... El drama de ser rey es su soledad: tiene que sacrificar, si
es preciso, los sentimientos personales para salvar la institución que
representa y que ha de dejar en herencia a su sucesor. Eso le pasó con
Suárez...».
Hay otros actores de reparto, claro. Uno
protagoniza, quizás, el detonante final que lleva a Adolfo Suárez a su dimisión
como presidente del gobierno. Es la traición de Abril Martorel, su amigo, su
vicepresidente. Así lo cuenta Alberto Recarte, que presidía el gabinete
económico de la Presidencia: «Un día me llama Fernando Abril y me ofrece ser
su hombre en la Moncloa... Me dice sin tapujos que Adolfo Suárez, un hombre
enormemente válido, es un arroyo que se ha quedado seco, ya no trae agua, y que
lo que puede traer Adolfo son problemas. Añade que la única persona que puede
sustituirle con un mínimo de coherencia y continuidad es él...».
Cuando Suárez se entera, directamente
por Recarte, se queda de piedra, casi se derrumba: «Escucha todo mi relato en
silencio, me hace un par de preguntas y me despide. Después desaparece dos
días, que previsiblemente dedicó a asimilar el golpe».
Aún le quedaría una última
satisfacción. Él, que siempre consideró al general Armada un conspirador,
cuando lo vio entrar en el congreso el 23-F para convencer a Tejero pensó que
había estado equivocado. Después se lo dijo al Rey, quien así le devolvió a la
realidad: «No estabas equivocado, Adolfo; ha sido él (Armada) quien lo ha
montado».
Lo que no vieron los españoles de
aquel intento de golpe de Estado lo desvelaría después un ujier del Congreso,
Antonio Chaves.
Tejero le había pedido que le buscara
un sitio discreto para hablar con Suárez. Allí, le puso la pistola en la sien.
Fueron segundos con la convicción de Suárez de que iba a morir, pero fue capaz
de gritar «¡Cuádrese!» con voz firme, lo que desconcertó al bigotudo guardia
civil.
El ujier narró la escena así: «No
pienso contar de lo que hablaron.
Yo en esos años era de izquierda,
casi revolucionario, pero me impresionó la dignidad con que se mantuvo en su
sitio. A partir de ese día me hice incondicional suyo». En un momento
determinado le llevó un cigarrillo. «Años después iba paseando por la plaza de
Oriente y un coche oficial se detuvo junto a mí. Se bajó la ventanilla y era
Suárez. ¿Sabes qué me dijo? Antonio, te debo tabaco».
ACTO III
LA RECONCILIACIÓN
-¿Quién es usted? -Adolfo, soy tu amigo.
¿Vale una imagen más que mil palabras?
Quizás esta vale su peso en Historia, algo más que esa «línea» («Creo que ya
estaré, aunque sólo ocupe una línea») que creyó haberse ganado Adolfo Suárez
antes de ser el hombre que no sabe quien es. Ni conoce a sus hijos. Ni al Rey.
LA FOTO, EN PALACIO
La fotografía está enmarcada en
Zarzuela, en la sala de audiencias. Entrando a la izquierda. Así lo ha querido
el Rey. Se ve a los dos de espalda en la casa de La Florida, el barrio
residencial de Madrid donde vive su desmemoria Adolfo, con el monarca
rodeándole con su brazo derecho. Era el 17 de julio de 2008. 13 horas y 10
minutos de la tarde. El sol caía a plomo sobre Madrid y aquella mañana, antes
de la visita, de la caja fuerte de palacio había salido un precioso collar con las
armas del duque de Borgoña, el Toisón de Oro, la máxima condecoración que
concede la Casa Real. La joya llevaba un año esperando su destino en el cofre
palaciego. Y había llegado el momento, aunque Suárez nunca sepa de ello.
Suárez: -¿Quién es usted?
El Rey: -Adolfo, soy tu amigo...
Luego echaron a andar por un jardín de
200 metros cuadrados. El Rey le pasa la mano sobre el hombro y, como en los
viejos tiempos, le dice algo de su campechana cosecha... El ausente ríe
incluso.
A unos metros, Adolfo hijo supo captar
el momento, irrepetible quizás, y disparó su Canon automática. Una instantánea
-después premio Ortega y Gasset 2008- que cerraba el círculo. Palabra de hijo:
«Es una foto de dos personas que han vivido muchas cosas juntos y han llegado
al final del camino».
La portada perfecta para el libro de
aquellos «dos rapaces de Goya o quijotillos de armas tomar». Del chusquero que
llegó a duque y del príncipe que llegó a Rey.
EPÍLOGO
UN HOMBRE HABLA SOLO
Rayos de lucidez: «No sé por qué, pero
os quiero mucho»
Adolfo Suárez, ahora cuidado por su hija
pintora, restauradora y bohemia Laura (murieron Amparo, su esposa, y su
primogénita Mariam, aunque él no lo sabe: ¿Quién es Mariam?), ya no intenta
escaparse a la calle a repartir billetes de 500 euros entre los vecinos (tuvo
que ser parados por sus escoltas), ni se pone en mitad de un plaza a dirigir el
tráfico.
A veces sorprende a sus pocos amigos que
le siguen visitando. «No sé por qué, pero os quiero mucho», suelta de pronto.
Otras no para de hablar, aunque no se le entienda una palabra.
Hay días en que suena otra vez el
teléfono y es el Rey, que pregunta por su viejo amigo sin memoria.
Bonita forma de trejiversar la historia. El Rey fue parte integrante del golpe y enemigo de Suárez en ese momento
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