El filósofo escribió “La Guerra Civil
¿cómo pudo ocurrir?’. Es lo más lúcido, sentido y ecuánime que he leído sobre
la tragedia”
Hilari Raguer 21 MAY 2012 - 01:50 CET1
En julio del pasado 2011 se celebró en
El Escorial un curso sobre los mitos de la Guerra Civil; para refutarlos,
naturalmente.
Uno de ellos era que la Guerra Civil
había sido inevitable, porque la Segunda República tenía que llevar fatalmente
al conflicto, y que por eso los historiadores tendrían que acometer como una
unidad el estudio de los años 1931-1936.
Fue sobre todo Ángel Viñas, coordinador
del curso, quien, sin negar la tensión imperante en la primavera de 1936, insistió
en que la historia podía haber discurrido de muchos otros modos sin el
alzamiento militar.
Treinta años antes ya lo había afirmado
el filósofo Julián Marías en un ensayo titulado La Guerra Civil ¿cómo pudo
ocurrir?.
Se publicó primero en 1980 dentro de una
obra colectiva dirigida por Hugh Thomas, La Guerra Civil española y, de nuevo
en 1985, en el libro del propio Julián Marías España inteligible. Razón
histórica de las Españas.
Ahora aparece por primera vez de modo
independiente, en un elegante opúsculo de Fórcula Ediciones, con un prólogo del
historiador Juan Pablo Fusi y un epílogo del editor Javier Jiménez.
Es de lo más lúcido, sentido y a la vez
ecuánime que he leído sobre el alcance y el porqué de aquella tragedia. “La
única manera de que la Guerra Civil quede absolutamente superada —dice— es que
sea plenamente entendida, que se vea cómo y por qué llegó a producirse” (pág.
33). En cuanto al resultado final, resumía su juicio en esta frase lapidaria:
“Los justamente vencidos; los injustamente vencedores” (págs. 71-72). Es decir,
ni unos ni otros merecieron ganar aquella guerra fratricida.
Julián Marías era un joven de 22 años,
hondamente cristiano y partidario de la República.
Reprobaba las barbaridades cometidas en
el Madrid republicano, pero entendía que su causa inmediata había sido el
alzamiento militar.
Colaboró como periodista en el ABC de
Madrid, y en febrero de 1939 se adhirió al golpe del teniente coronel Casado y
de su admirado Julián Besteiro, que se sublevaron contra Negrín con la ingenua esperanza
de obtener de Franco una paz honrosa y, sobre todo, garantías de que no habría
represalias.
Él sí fue represaliado, denunciado por
un amigo, como cuenta en sus memorias Una vida presente (Alianza Editorial,
1988-1989, I, págs. 263-266). Su hijo, el escritor Javier Marías, lo recuerda
de paso, aunque cambiando el nombre de la víctima, en su gran novela Tu rostro
mañana. 1. Fiebre y lanza (Alfaguara, 2002, págs. 191-198).
Para Julián Marías no es solo que
aquello pudo no haber ocurrido, sino que lo sorprendente es que llegara a
ocurrir.
Como si se tratara de un sueño o de una
ficción, exclama con amargo sarcasmo: “¡Señor, qué exageración!” (La Guerra
Civil ¿Cómo pudo ocurrir?, pág. 32).
La tesis que defiende es: “Contra lo que
se ha dicho con insistencia, no fue necesaria, no fue inevitable... había más
de una salida a una situación sin duda difícil y peligrosa” (pág. 49). Incluso,
insiste, después del asesinato de Calvo Sotelo. En sus memorias, publicadas
algo más tarde, lo reitera más enfáticamente aún: “Si hay un caso en que me ha
parecido siempre inadmisible la noción de la inevitabilidad, es la Guerra
Civil” (Una vida presente, I, pág. 190). “La sublevación fracasó; el intento de
sublevarla [supongo que ha de decir “sofocarla”], también. La acumulación de
los dos fracasos, sin rectificación ni arrepentimiento, fue la Guerra Civil”
(La Guerra Civil ¿Cómo pudo ocurrir?, pág. 60). Sostiene que “casi nadie
español la quiso”, pero “lo grave es que muchos españoles quisieron lo que
resultó ser una guerra civil”. No querían una guerra, pero aceptaron dividir el
país en buenos y malos, identificaron a los otros con el mal, y esto llevó a la
guerra (pág. 52).
Si saltamos de nuevo a las memorias,
encontramos un llamativo ejemplo de esta división, ya en vísperas del estallido
(no sin cierta contradicción con la tesis de que la guerra era evitable). Iba
Marías a la facultad en tranvía cuando subió “una mujer espléndida, de gran
belleza y atractivo, elegante y bien vestida. El conductor volvió los ojos para
ver si los viajeros habían terminado de subir y así reanudar la marcha. Y la
miró con odio inconfundible. Me recorrió un estremecimiento de sorpresa y
consternación: tuve una especie de iluminación, y pensé: Estamos perdidos.
Cuando Marx puede más que las hormonas, no hay nada que hacer” (Una vida
presente, I, pág. 188).
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