Esta me parece la palabra decisiva.
Los políticos españoles, apenas sin
excepción, la mayor parte de las figuras representativas de la Iglesia, un
número crecidísimo de los que se consideraban «intelectuales» (y desde luego de
los periodistas), la mayoría de los económicamente poderosos (banqueros,
empresarios, grandes propietarios), los dirigentes de sindicatos, se
dedicaron a jugar con las materias más graves, sin el menor sentido de responsabilidad,
sin imaginar las consecuencias de lo que hacían, decían u omitían.
La lectura de los periódicos, de algunas
revistas «teóricas», reducidas a mera política, de las sesiones de las Cortes,
de pastorales y proclamas de huelga, escalofría por su falta de sentido de la
realidad, por su incapacidad de tener en cuenta a los demás, ni siquiera como
enemigos reales, no como etiquetas abstractas o mascarones de proa.
Y todo esto ocurría en un momento de
increíble esplendor intelectual, en el cual se habían dado cita en España unas
cuantas de las cabezas más claras, perspicaces y responsables de toda nuestra
historia.
Lo cual hace más grave el hecho
escandaloso de que no fueran escuchadas, de que fueran deliberadas, cínicamente
desatendidas por los que tenían dotes intelectuales, y por tanto deberes en ese capítulo.
Los años de la República estuvieron
dominados por la falta. de imaginación, la incapacidad de prever, de anticipar
las consecuencias, de proyectar un poco lejos.
No se llegó a aceptar las reglas de la
democracia, se declaró una vez y otra -por la derecha y por la izquierda- que
sólo se aceptaban sus resultados si eran favorables; unos y otros estuvieron
dispuestos a enmendar por la fuerza la decisión de las urnas, sin darse cuenta
de que eso destruía toda posibilidad política normal y anulaba la gran virtud
de la democracia: la de rectificarse a sí misma.
El 10 de agosto de 1932 fue el primer
síntoma de esa Actitud, que tuvo su correlato en los levantamientos anarquistas
del año siguiente; pero la irresponsabilidad máxima fue la insurrección del
partido socialista en octubre de 1934, aprovechada por los catalanistas, que
llevó a la destrucción de una democracia eficaz y del concepto mismo de
autonomía regional.
Se negó entonces la validez del sufragio,
la Constitución y el Estatuto de Cataluña -parte de la estructura jurídica de
la República española-, todo en una pieza.
La democracia quedó herida de muerte.
Los gobiernos de esta segunda etapa,
lejos de tratar de enmendar lo que les parecía peligroso para la nación o para
la religión en la legislatura del bienio anterior -como habían dicho en su
propaganda-, prefirieron dedicarse a restablecer egoístamente pequeñas ventajas
económicas para sus clientelas, con asombrosa insolidaridad y miopía, que llevaron
a la disolución de Cortes, las elecciones de febrero de 1936, el triunfo en
ellas del Frente Popular y, poco después, la guerra civil.
Pero, ¿puede decirse que estos
políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil?.
Creo que no, que casi nadie español la
quiso.´
Entonces, ¿cómo fue posible?.
Lo grave es que muchos españoles
quisieron lo que resultó ser una guerra civil.
Quisieron:
a) Dividir
al país en dos bandos,
b)
Identificar al «otro» con el mal.
c) No
tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz,
d)
Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario).
Se dirá que esto es una locura.
Efectivamente, lo era (y no faltaron los
que se dieron cuenta entonces, y a pesar de mi mucha juventud, puedo contarme
en su número).
La locura puede tener causas orgánicas,
puede ser efecto de una lesión; o bien psíquicas; pero también puede tener un
origen biográfico, sin anormalidad fisiológica ni psíquica.
Si trasladamos esto a la vida colectiva,
encontramos la posibilidad de la locura colectiva o social, de la locura
histórica. (El Irán, en el momento en que escribo, es un estupendo ejemplo de
ello, y no es el único).
Sin recurrir a esta idea, ¿puede
entenderse el triunfo del nacionalsocialismo en Alemania, los doce años de
historia que van de 1933 a 1945?,
La Revolución rusa fue otra cosa: locura
lúcida de una exigua minoría, operando in ánima vil sobre un inmenso cuerpo
social de «almas muertas», inertes.
Conviene recordar que la situación
española en el primer tercio del siglo había sido de promesa constante, en gran
parte realizada.
Desde el desastre del 98, la sociedad
española había despegado económicamente (con la ayuda de la neutralidad durante
la primera guerra mundial), y su pobreza se había mitigado; las Universidades
habían mejorado más de lo que se hubiera podido esperar, y todo el sistema de
la instrucción experimentó un avance extraordinario con la República.
Desde el punto de vista de la cultura
superior -filosofía, literatura, arte, investigación-, se había entrado en un
siglo de oro.
Las esperanzas de un joven de mi
generación eran ilimitadas, y la República, entendida positivamente, fue el
símbolo de la apertura, de la dilatación de la vida, del ejercicio de la
libertad.
La España estudiada e interpretada por
Unamuno, Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Asín Palacios, Ortega y los
historiadores y filólogos más jóvenes; imaginada y recreada literariamente por
Azorín, Baroja, Valle-Incíán, los Machado, Miró, Juan Ramón Jiménez, Ramón
Gómez de la Serna, Salinas, Guillen y los poetas «del 27»; pintada por Regoyos,
Zuloaga, Solana, Palencia; la que tenía, un poco lejos, a Picasso y a otros
cuantos; la que había empezado a investigar-en escasa medida, pero tan bien
como cualquiera- con Cajal, Cabrémir Palacios, Catalán; la que había creado,
por primera vez desde hacía tres siglos, una filosofía original y un comienzo
de escuela sin adanismo -Ortega, Morente, Zubiri,, Gaos-, esa España, en tantos
sentidos incomparable con todas nlas anteriores desde mediados del siglo XVII,
desde Quevjedb y Calderón, fue la que de repente fue negada a medías por
fracciones que nji siquiera poseían ni retenían la mitad de lo que pretendían
defender. De esa España nos despojaron a ios españoles -y a nuestros hijos no
nacidos- los quej quisieron la guerra (o no les importó dejarla llegar), los
que fueron internamente beligerantes en 1936.
Falta todavía examinar una cuestión
delicada: cómo se llegó a imponer a una gran parte de la sociedad española lo
que inicialmente no creía ni pensaba ni quería, cómo se disminuyeron sus
defensas, para llevarla adonde no quería ir.
He insistido en el carácter no ya
minoritario sino exiguo de los grupos que habían de resultar representativos y
decisivos durante la guerra civil.
Conviene tener presente que los
comunistas sólo consiguieron un diputado en las Cortes de 1931, otro en las de
1933, dieciséis (con los votos republicanos y socialistas) en las de 1936.
En cuanto a los falangistas, nunca
pudieron elegir un solo diputado, ya que José Antonio Primo de Rivera fue
elegido en 1931 como candidato de una coalición de derechas, dos años antes de
la fundación de Falange Española.
Lo cual no impidió que el Partido
Comunista fuese el principal rector de la política en la zona «republicana» y
que Falange fuese el «partido único» en la «nacional» y en los decenios que
siguieron a su victoria.
El proceso que se lleva a cabo entre
los años 31 y 36 (y-, si se quiere mayor precisión, de 1934 a 1936) consiste en
la escisión del cuerpo social mediante una tracción continuada, ejercida desde
sus dos extremos.
Ese torso de la sociedad, que poco o
nada tenía que ver con esos grupos extremistas, en lugar de rechazar sus
pretensiones, desentenderse de ellos y dejadlos fuera del juego político (reducirlos
a lo que en inglés se llama the lunatic frínge, «el fleco demencial»), se dejó
dividir, siguió, con mayor o menor docilidad, a los dos fragmentos que no
querían con vivir con los demás.
¿Cómo se ejerció -y se ejerce casi
siempre- esa tracción?.
Mediante una forma de sofisma que
consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto.
Cuando los medios de comunicación
proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute,
y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba,
que, por el contrario, se usa como base para discusiones, diferencias y hasta
polémicas, los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer
momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas que
precisamente implican su previa aceptación.
Todas esas discusiones, que no se
rehuyen, sino se fomentan, tienen justamente la misión de distraer de esa
aceptación que se ha deslizado fraudulentamente y sin critica, por un simple
mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior.
Los dos elementos (repetición y
utilización) son esenciales; el primero produce una especie de «anestesia» o de
efecto «hipnótico»; el segundo «pone a prueba» la tesis que interesa, de una
manera sumamente curiosa, que no es probarla, demostrarla o justificarla, sino
hacerla funcionar.
Se sobrentiende que su funcionamiento
es prueba de su verdad.
Si con esta idea como guía se hiciese
un examen atento de lo que se dijo en España durante los dos años anteriores a
la guerra civil por parte de los que habían de ser sus inspiradores y
conductores, me atrevo a asegurar que se aclararía una enorme porción de aquel
complicado proceso histórico. (Y si con el mismo método se echase una ojeada a
la situación actual, probablemente se obtendría claridad suficiente para evitar
en el futuro .diversos males cuya amenaza es demasiado evidente).
La única defensa de la sociedad ante
ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica
escolástica: negó suppositum, niego el supuesto.
Si se entra en la discusión,
dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está
perdido.
Es muy difícil que el hombre o la mujer
de escasos hábitos intelectuales, acostumbrados a la recepción de ideas más que
a su elaboración y formulación, se den cuenta de que están siendo objeto de esa
manipulación; sobre todo cuando el «supuesto» que se desliza es negativo, es
decir, consiste en una omisión.
(Si se quiere un ejemplo notorio y
reciente, recuérdese la eliminación o escamoteo de la palabra «nación» en el
anteproyecto de Constitución española que se hizo público a comienzos de enero
de 1978; remito a mis artículos de ese mismo mes, recogidos en España en
nuestras manos.)
De ahí la necesidad de un pensamiento
alerta, capaz de descubrir las manipulaciones, los sofismas, especialmente los
que no consisten en un raciocinio falaz, sino en viciar todo raciocinio de
antemano.
Esta es la función política que puede
esperarse de los intelectuales; es decir, que sean intelectuales y no
políticos, que se ajusten a los deberes de su gremio y adviertan al país cuándo
no se hace.
¿No era una época en que los
intelectuales gozaban de gran prestigio, había entre ellos unos cuantos
eminentes y de absoluta probidad intelectual?
Ciertamente los había; pero encontraron
demasiadas dificultades, se les opuso una espesa cortina de resistencia o
difamación, funcionó el partidismo para oírlos «como quien oye llover»; llegó
un momento en que una parte demasiado grande del pueblo español decidió no
escuchar, con lo cual entró en el sonambulismo y marchó, indefenso o
fanatizado, a su perdición.
Tengo la sospecha -la tuve desde
entonces-de que los intelectuales responsables se desalentaron demasiado
pronto. ¿Demasiado pronto -se dirá-, con todo lo que resistieron?
Sí, porque siempre es demasiado pronto
para ceder y abandonar el campo a los que no tienen razón.
He intentado hacer comprensible cómo
se pudo llegar a la guerra civil, cómo se fue simplificando la realidad
española, reduciéndola a esquemas, polarizándolos, convirtiéndolos en algo
abstracto, algo que se puede odiar sin que la humanidad concreta se interponga
y mitigue el odio; cómo se manipuló hábilmente al pueblo español desde dos
extremos profesionalizados, con ayuda de la torpeza y falta de estilo de las
soluciones más civilizadas y razonables, que fueron perdiendo atractivo y
eficacia. Larga serie de errores, el último de los cuales fue... la guerra.
La verdad es que nadie contaba con ella.
Los que la promovieron más directamente
creían que se iba a reducir a un golpe de Estado, a una operación militar
sencillísima, estimulada y apoyada por un núcleo político que serviría de
puente entre el ejército victorioso y el país.
Los que llevaban muchos meses de
provocación y hostigamiento, los que habían incitado a los militares y a los
partidos de derechas a sublevarse, tenían la esperanza de que ello fuese la
gran ocasión esperada para acabar con la «democracia formal», los escrúpulos
jurídicos, la «república burguesa», y lanzarse a la deseada revolución social
(lo malo es que dentro de ese propósito latían dos distintas, que habían de
desgarrarse mutuamente poco después).
Todos sabemos que las cosas no
sucedieron así.
La sublevación fracasó; el intento de
sublevarla, también. La prolongación de los dos fracasos, sin rectificación ni
arrepentimiento, fue la guerra civil.
Si se la mira desde este punto de vista,
creo que se puede comprender mejor su desarrollo.
Lo primero que hay que decir -porque
es lo más grave, lo diferencial de esta guerra- es que en ella lo de menos fue
la guerra.
Las víctimas de ella fueron
secundariamente las bajas militares; lo decisivo fueron los bombardeos y, sobre
todo, los asesinatos (con o sin ficción de ejecución legal).
Es decir, la lucha fue, más que
contra la «zona» enemiga, contra los enemigos de la propia «zona»; y no
contra los que ejercían actos de hostilidad, agresión o espionaje, sino contra
los que se consideraban «desafectos» a una ortodoxia política definida
arbitraria y estrechamente; y esta condición era previa a toda conducta
concreta, inherente a la persona e irremediable.
Las personas pertenecientes a ciertas
categorías-filiaciones políticas o incluso profesiones- no tenían escape;
estaban perdidas, hicieran lo que hicieran; su única salvación era la huida o
el ocultamiento.
En la zona que se llamó «nacional» y fue
llamada por sus enemigos «facciosa», todo el que no se sumó al «movimiento» fue
perseguido, normalmente (y desde luego en el caso de los militares) por
rebelión.
Esta persecución se extendía a todos los
afiliados a partidos del Frente Popular, pero no estaban seguros los radicales,
ni los pertenecientes a la CEDA, ni los maestros, ni, por supuesto, los
masones.
En la zona «republicana» («roja» para
los enemigos), solamente los partidos del Frente Popular eran aceptados (los
republicanos, meramente tolerados); todos los demás, aunque fuesen republicanos
históricos, eran perseguidos; los falangistas, sin la menor esperanza de
salvación; los sacerdotes, religiosos, monjas, etc., si no se escondían a
tiempo eran exterminados.
En ambas zonas, todos los que no eran
incondicionales eran sospechosos.
Las «depuraciones» dejaron sin
puestos de trabajo a millares de personas a las que se consideraba
«desafectas», aunque no hubiesen cometido ningún acto delictivo ni hostil; y la
depuración hacía ingresar inmediatamente en la categoría de los sospechosos,
sometidos a vejaciones y peligros.
La condición de militar retirado en
una zona, de dirigente sindical en la otra, significaba el encarcelamiento y,
con bastante probabilidad, la muerte.
Por supuesto, en la zona republicana,
con la excepción del País Vasco, todo culto religioso fue prohibido, y los
incendios de iglesias y conventos fueron frecuentísimos, en muchos casos
realizados sistemáticamente.
En toda España se constituyeron
tribunales («de guerra» o «populares») sin la menor garantía jurídica y de
particular ferocidad; estaban compuestos, en un caso, por representantes de
todos los partidos del Frente Popular y de las organizaciones sindicales; en el
otro, por militares y representantes políticos.
Esto sin contar con las abundantísimas
«checas» o sus equivalentes, absolutamente irresponsables, y con las «sacas» de
las prisiones, con pretextos de traslados que solían ser al otro mundo.
No me interesa recordar el aspecto más
horrible y siniestro de la guerra sino para recordar que fue un universal
terrorismo, ejercido no sólo contra los enemigos, sino contra los que se podían
considerar neutrales o incluso partidarios no fanáticos o incondicionales,
dentro de la propia zona, lo cual significó un chantaje generalizado, que
excluía toda crítica y todo matiz de posible disidencia. Así se llegó a la
aceptación de todo (incluida la infamia), con tal de que fuese «de un lado».
La consecuencia inevitable fue el
envilecimiento.
Nadie quería quedarse corto, ser menos
que los demás en la adulación de los que mandaban o la execración de los
adversarios.
Esto fue un poco menos compacto en la
zona republicana, por su falta de disciplina y coherencia, que dejó un estrecho
margen de «pluralismo».
Esta diferencia puede comprobarse en la
actual publicación de los dos ABC: el republicano de Madrid y el franquista de
Sevilla. La mentira, como puede verse allí mismo día por día, dominaba en
ambos campos por igual.
Esta actitud, unida a la decisión de
«pasar por todo», y en ocasiones al fanatismo -no siempre-, llevó a que la
inmensa mayoría de lo que se escribió en ambas zonas fuese literalmente vergonzoso.
Es aleccionador, pero infinitamente
penoso, leer lo que escribieron muchos que tenían pretensiones de
intelectuales, literatos, profesores, eclesiásticos, hombres de leyes. Hubo
excepciones, sin duda, de decoro literario, nobleza, generosidad y valentía;
pero no pasaron de excepciones. En algunos casos, lo lamentable fue simple
debilidad y amedrentamiento, y pasada la terrible prueba no siguió formando
parte de la personalidad de sus autores; en otros significó una corrupción
profunda que llevó hasta la denuncia, el aplauso a los crímenes propios o la
calumnia.
Una de las pruebas de ese estado de
abyecta sumisión es la feroz irritación que a ambos lados de las trincheras
provocó todo aquel que se atrevía a discrepar de los dos bandos.
La hostilidad máxima se reservaba para
los que no se sentían adscritos a ninguno de los dos beligerantes, no por
indiferencia o desinterés, sino por considerar a ambos inaceptables.
El que se atrevía a resistir a la
guerra era el enemigo de todos, contra el cual todo estaba permitido.
Por eso, tomar esta posición fuera de
España -lo más frecuente- significaba desusada valentía; hacerlo dentro era
pura y simplemente heroísmo, aunque fuese sin negar apoyo y colaboración a una
de las causas beligerantes; el ejemplo más eminente fue el de Julián Besteiro.
Todo lo que he dicho hasta ahora me
parece esencial para entender cómo fue posible que se llegara a la guerra
civil.
Si no se tiene en cuenta, es
completamente ininteligible que un pueblo como el español, de tan larga a
ilustre historia, creador de una de las tres o cuatro grandes culturas
modernas, en un momento de esplendor intelectual y literario, sin ningún
problema objetivamente grave, no digamos insoluble, al día siguiente de
lanzarse con entusiasmo a una nueva fase de su vida, de repente se encontrara
con que no podía seguir conviviendo, se llenara de odio y se dedicase al
exterminio de sus hermanos durante tres años.
Es menester recordar los pasos por los que
se llegó a una situación mental colectiva que tenía muy poco que ver con la
realidad; es decir, con la realidad si se omite el estado mental, que
naturalmente era parte de la realidad española en 1936.
Quiero decir que, lejos de ser la
guerra inevitable, su origen efectivo no fue la situación objetiva de España,
sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos interpretaciones que,
por una serie de voluntades y azares, llegaron a excluir a las demás y
oscurecer cuanto era distinto a ellas.
Y esto es, literalmente, una anormalidad
de la vida colectiva, que algún día podrá diagnosticarse con precisión, cuando
se vaya, más allá de la psiquiatría, a una «bioiatría», a un conocimiento de la
patología de la vida biográfica, individual y social.
Pero la realidad total de la guerra
civil no se agota en lo que he dicho.
Una vez estallada, una vez iniciada,
desde fines de julio de 1936, España estuvo en estado de guerra. Esta expresión
es particularmente reveladora: la guerra es un «estado», algo en que se está.
Se vive dentro de la guerra, en su
ámbito.
Las cosas se ordenan en otra perspectiva;
el tiempo cambia de ritmo, emplazamiento, significación; pierden importancia
muchas cosas, la adquieren otras; ciertas dimensiones de la vida humana, hasta
entonces olvidadas, se ponen en primer plano-por ejemplo, el valor-; se altera
el «umbral» de la inquietud, la inseguridad, el temor; surgen relaciones
inesperadas, crueles o fraternales; los individuos dan la medida de sí mismos
al estar expuestos á tensiones, tentaciones, peligros, esfuerzos; se conocen en
dimensiones antes ignoradas.
La guerra civil es -se ha dicho mil
veces- más cruel que ninguna otra, más dolorosa, porque introduce la división y
el odio entre compatriotas, amigos, hermanos.
Su especial intensidad le viene de
eso y de que es más inteligible -empezando por la lengua del enemigo, pero no
sólo la lengua, sino todo el repertorio de creencias, usos, proyectos,
esperanzas-, el no entenderse que lleva a la guerra procede de la distorsión de
un entenderse, demasiado bien, que no se da en las guerras internacionales.
Julián Marias. ¿Cómo pudo ocurrir?.
Julián Marias. ¿Cómo pudo ocurrir?.
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