martes, 2 de julio de 2013

Francesc Cambó - «La Veu de Catalunya», 15 de febrero de 1931

España, no desde ayer, sino desde hace algunos meses, da a los ciudadanos -y aún más a los extranjeros- la sensación de encontrarse en una situación prerrevolucionaria.
Todos los elementos de disolución política y social actúan con desenfrenada actividad. Y muchos de ellos, porque no viven otro mundo ni respiran otro ambiente que el que ellos mismos conforman, creen de buena fe que su hora ha llegado.
El Gobierno del general Berenguer, integrado por hombres buenos y, aún más, algunos dotados de excelsa inteligencia, hace mucho tiempo que viene dando, con creciente acentuación, la sensación de que no eran ellos quienes preveían y dirigían los acontecimientos, sino que constituían un sencillo juguete... de los hombres que los provocaban.
Al faltarle al Gobierno una orientación, no se dotaba al país de lo que la inmensa mayoría deseaba: sentirse orientados y dirigidos.

La aristocracia y la alta burguesía dan hoy, por todas partes, pero especialmente en Madrid, el triste espectáculo que han dado en todos los países en las vísperas de ser expoliadas y extirpadas.
En Rusia, en el año 1917, cuando ya se habían cerrado los cabarets y los restaurantes nocturnos, la aristocracia y la alta burguesía se reunían clandestinamente en el restaurante de la Estación Central, y pasaban toda la noche bebiendo y bailando.
Un día, de pronto, se vieron sorprendidos por las primeras descargas del golpe de Estado bolchevique que acabó para siempre con los aristócratas y los burgueses rusos.
El movimiento revolucionario español es mucho más superficial.
No es profundo.
Ofrece una intensidad mucho menor de la que sería necesario disponer como corolario de una dictadura de más de seis años.
Toda su fuerza radica en las debilidades y ausencias del Gobierno y en las inconsciencias y cobardías de los elementos contrarrevolucionarios.
Y no es que yo crea que el gobierno que necesita España para salvar la crisis actual haya de ser un gobierno de fuerza, un gobierno duro que pretenda imponerse por la violencia. ¡Nada de eso!.
Cuando el espíritu revolucionario se traduce en actos revolucionarios, cualquier gobierno, de derecha o de izquierda, conservador o socialista, o bolchevique, se defiende por la fuerza y con la fuerza.
Pero en España no se trata de nada de todo eso.
La inmensa, la inmensísima mayoría del país no quiere revolución ni quiere dictadura, ni quiere que volvamos al viejo régimen.
Quiere, simplemente, sentirse gobernada como lo son los ciudadanos franceses, ingleses, escandinavos y belgas.
Por una democracia de verdad, que no se asuste ante el enunciado de las reformas, pero que las examine todas antes de aceptarlas.
Que no tolere coacciones ni violencias de nadie, ni de las masas obreras ni de las coaliciones plutocráticas.
Un gobierno en el que los intereses protegidos por la ley tengan la defensa del gobierno.
En el que todos los ideales sepan que conquistando las conciencias pueden convertirse en realidad, pero que también sepan que no se someterán a ninguna violencia, ni de palabra ni de hecho.
Que sus intereses de corporación o de clase serán atendidos debidamente y resueltos con espíritu de estricta justicia.
Hoy, en muchas provincias españolas parecen síntomas de un intenso despertar regional que interesa mucho más que todas las veleidades revolucionarias.
Hoy son muchos los españoles que saben que la revolución puede llevar a las mayores catástrofes y significar un terrible retroceso para nuestro progreso espiritual y material.
No hace mucho hablaba yo con uno de los organizadores de la revolución portuguesa [sic] y me confesaba que en el momento actual, cuando hay una potencia bárbara, como Rusia, que no piensa en otra cosa que en extender a los pueblos del centro y del occidente de Europa la miseria de sus masas y el furor de sus dirigentes, no participaría en un movimiento revolucionario que podría significar la pérdida de todas las esencias de refinamiento y civilización que debemos a las influencias griega y romana.
Un ejemplo decisivo de lo que digo se encuentra en el estado de espíritu que presentan actualmente Madrid y Barcelona. Barcelona, y con ella toda Cataluña, ha sido siempre el punto neurálgico de la vida española.
Aquí han surgido todos los grandes movimientos de opinión porque aquí el movimiento de ciudadanía es mucho más vivo y se extiende a capas sociales más amplias.
Y aquí, en Barcelona -como en toda Cataluña-, donde incluso el sentimiento republicano posee una larguísima tradición nunca interrumpida, el espíritu revolucionario se siente asfixiado por el ambiente, en plena vibración ciudadana, sacudido por grandes ideales... pero que no ve en la revolución el camino necesario para su triunfo.
En Madrid, por desgracia, esas masas sociales con ideales apasionados y conscientes no existen, y por eso una minoría no contrarrestada por nadie da la sensación de que existe un ambiente revolucionario que en realidad es puro artificio.
Este hecho es una prueba más de la inconsciencia de los gobiernos y de los partidos que observan con terror y procuran combatir con todas las armas la floración de los grandes ideales en las masas.
Las masas sin ideales no resistirán nunca el empuje revolucionario de una minoría excitada.
La revolución es como las escorzoneras, que solamente brotan en caminos abandonados y sin cultivar.
Es con la acción ciudadana activa como se impiden los brotes revolucionarios

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