Todos los elementos de disolución
política y social actúan con desenfrenada actividad. Y muchos de ellos, porque
no viven otro mundo ni respiran otro ambiente que el que ellos mismos
conforman, creen de buena fe que su hora ha llegado.
El Gobierno del general Berenguer, integrado por hombres buenos y,
aún más, algunos dotados de excelsa inteligencia, hace mucho tiempo que viene
dando, con creciente acentuación, la sensación de que no eran ellos quienes
preveían y dirigían los acontecimientos, sino que constituían un sencillo
juguete... de los hombres que los provocaban.
Al faltarle al Gobierno una
orientación, no se dotaba al país de lo que la inmensa mayoría deseaba:
sentirse orientados y dirigidos.
La aristocracia y la alta burguesía
dan hoy, por todas partes, pero especialmente en Madrid, el triste espectáculo
que han dado en todos los países en las vísperas de ser expoliadas y
extirpadas.
En Rusia, en el año 1917, cuando ya
se habían cerrado los cabarets y los restaurantes nocturnos, la aristocracia y
la alta burguesía se reunían clandestinamente en el restaurante de la Estación
Central, y pasaban toda la noche bebiendo y bailando.
Un día, de pronto, se vieron
sorprendidos por las primeras descargas del golpe de Estado bolchevique que
acabó para siempre con los aristócratas y los burgueses rusos.
El movimiento revolucionario español
es mucho más superficial.
No es profundo.
Ofrece una intensidad mucho menor de
la que sería necesario disponer como corolario de una dictadura de más de seis
años.
Toda su fuerza radica en las
debilidades y ausencias del Gobierno y en las inconsciencias y cobardías de los
elementos contrarrevolucionarios.
Y no es que yo crea que el gobierno
que necesita España para salvar la crisis actual haya de ser un gobierno de
fuerza, un gobierno duro que pretenda imponerse por la violencia. ¡Nada de
eso!.
Cuando el espíritu revolucionario se
traduce en actos revolucionarios, cualquier gobierno, de derecha o de
izquierda, conservador o socialista, o bolchevique, se defiende por la fuerza y
con la fuerza.
Pero en España no se trata de nada
de todo eso.
La inmensa, la inmensísima mayoría
del país no quiere revolución ni quiere dictadura, ni quiere que volvamos al
viejo régimen.
Quiere, simplemente, sentirse
gobernada como lo son los ciudadanos franceses, ingleses, escandinavos y
belgas.
Por una democracia de verdad, que no
se asuste ante el enunciado de las reformas, pero que las examine todas antes
de aceptarlas.
Que no tolere coacciones ni
violencias de nadie, ni de las masas obreras ni de las coaliciones
plutocráticas.
Un gobierno en el que los intereses
protegidos por la ley tengan la defensa del gobierno.
En el que todos los ideales sepan
que conquistando las conciencias pueden convertirse en realidad, pero que
también sepan que no se someterán a ninguna violencia, ni de palabra ni de
hecho.
Que sus intereses de corporación o
de clase serán atendidos debidamente y resueltos con espíritu de estricta
justicia.
Hoy, en muchas provincias españolas
parecen síntomas de un intenso despertar regional que interesa mucho más que
todas las veleidades revolucionarias.
Hoy son muchos los españoles que
saben que la revolución puede llevar a las mayores catástrofes y significar un
terrible retroceso para nuestro progreso espiritual y material.
No hace mucho hablaba yo con uno de
los organizadores de la revolución portuguesa [sic] y me confesaba que en el
momento actual, cuando hay una potencia bárbara, como Rusia, que no piensa en
otra cosa que en extender a los pueblos del centro y del occidente de Europa la
miseria de sus masas y el furor de sus dirigentes, no participaría en un
movimiento revolucionario que podría significar la pérdida de todas las
esencias de refinamiento y civilización que debemos a las influencias griega y
romana.
Un ejemplo decisivo de lo que digo
se encuentra en el estado de espíritu que presentan actualmente Madrid y
Barcelona. Barcelona, y con ella toda Cataluña, ha sido siempre el punto
neurálgico de la vida española.
Aquí han surgido todos los grandes
movimientos de opinión porque aquí el movimiento de ciudadanía es mucho más
vivo y se extiende a capas sociales más amplias.
Y aquí, en Barcelona -como en toda
Cataluña-, donde incluso el sentimiento republicano posee una larguísima
tradición nunca interrumpida, el espíritu revolucionario se siente asfixiado
por el ambiente, en plena vibración ciudadana, sacudido por grandes ideales...
pero que no ve en la revolución el camino necesario para su triunfo.
En Madrid, por desgracia, esas masas
sociales con ideales apasionados y conscientes no existen, y por eso una
minoría no contrarrestada por nadie da la sensación de que existe un ambiente
revolucionario que en realidad es puro artificio.
Este hecho es una prueba más de la
inconsciencia de los gobiernos y de los partidos que observan con terror y
procuran combatir con todas las armas la floración de los grandes ideales en
las masas.
Las masas sin ideales no resistirán
nunca el empuje revolucionario de una minoría excitada.
La revolución es como las
escorzoneras, que solamente brotan en caminos abandonados y sin cultivar.
Es con la acción ciudadana activa
como se impiden los brotes revolucionarios
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