La Ley de Sucesión de 1947 y el
principio VII de la Ley de Principios del Movimiento Nacional, establecieron
como forma del Estado español, “la Monarquía tradicional, católica, social y
representativa”.
Para Franco, desde 1947, el sucesor sería
el primogénito de don Juan de Borbón y éste debía formarse como heredero en
España.
“Así pues -explicó Franco ante las
Cortes en julio de 1969-, consciente de mi responsabilidad ante Dios y ante la
Historia, y valorando con toda objetividad las condiciones que concurren en la
persona del Príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, que perteneciendo a la
dinastía que reinó en España durante varios siglos ha dado claras muestras de
lealtad a los principios e instituciones del Régimen, se halla estrechamente
vinculado a los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire, en los cuales forjó su
carácter, y al correr de los últimos veinte años ha sido perfectamente
preparado para la alta misión a la que podía ser llamado... estimo llegado el
momento de proponer a las Cortes Españolas, como persona llamada en su día a
sucederme, a título de Rey, al Príncipe Don Juan Carlos de Borbón y Borbón,
quien, tras haber recibido la adecuada formación para su alta misión, y formar
parte de los tres Ejércitos, ha dado pruebas fehacientes de su acendrado patriotismo
y de su total identificación con los Principios del Movimiento y Leyes
Fundamentales del Reino, y en el que concurren las demás condiciones
establecidas por el artículo noveno de la Ley de Sucesión”.
Franco presentó un Príncipe que había
sido especialmente preparado por él para su tarea; vinculado al Ejército, pero
que es más que cualquier militar (por ello obligaría al Príncipe a retirar de
su discurso la expresión “como soldado”); un heredero leal tanto a los
Principios del Movimiento como a las Leyes Fundamentales, dos elementos
constitucionales distintos, siendo los primeros de orden jurídico superior. Franco
entendió siempre que el único régimen político posible para España era la
Monarquía (virtualizada, expurgada de los errores pasados, alejada de los
cortesanos y de los intereses de clase a los que siempre había estado vinculada
y asentada sobre un marco social y económico estable que impidiera una nueva
caída de la institución, haciéndola así perdurable).
La transmisión de la legitimidad.
La cuestión monárquica y su proceso
instituyente fue siempre un ámbito de decisión que Franco se reservó en
exclusiva. Dejó que todos opinaran, que todos actuaran a favor o en contra,
pero en ningún momento dejó de controlar el proceso.
Y se inclinó por una Monarquía que, a su
juicio, debía de conservar importantes poderes, cuando en la mayoría de las
monarquías occidentales el monarca o carecía de los mismos o eran muy
limitados.
Franco se propuso devolver la Corona a
la Jefatura del Estado en un país donde los monárquicos eran una exigua minoría
y la coalición política que, en cierto modo, acaudillaba desde la guerra, no era
significativamente monárquica.
Hizo de Juan Carlos primero y de sus
sucesores, sus sucesores naturales.
No le interesaba tanto que el sucesor se
ganara a la aristocracia, a los sectores económicos o a la clase política como
al pueblo; impulsó a los Príncipes a llevar a cabo una auténtica campaña de popularización,
de contacto con el pueblo, como las que él mismo solía hacer en los años
cuarenta o cincuenta, cuyos beneficiarios eran mucho más que la institución la
pareja que formaban Juan Carlos y Sofía.
En 1964 Franco realizó, con un gesto, la
primera designación popular de don Juan Carlos al presidir a su lado el desfile
conmemorativo de la Victoria.
Franco se preocupó, además, de que su
sucesor contara si no con sus poderes y su carisma, algo imposible de
transmitir, si con la transmisión de su legitimidad personal. A la muerte de
Franco no se produjo la sustitución de un poder de hecho por otro distinto,
sino que se producirá una continuidad natural en el poder, atendiendo a la
norma constitucional vigente. Fue para los españoles una transmisión normal.
Esa transmisión de su legitimidad personal fue muy importante para poder llevar
a cabo la transición en dos sectores básicos: en una parte importantísima de la
clase política del régimen y en el Ejército.
En su testamento político dejo escrito:
“por el amor que siento por nuestra Patria, os pido que perseveréis en la unidad
y en la paz y rodéis al futuro Rey de España, Don Juan Carlos de Borbón, del
mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado, y le prestéis, en todo
momento, el mismo apoyo de colaboración que de vosotros he tenido”. Palabras
suyas, escritas de puño y letra.
En sus confidencias a José Luis de Villalonga,
Juan Carlos afirma: “en los días que siguieron a la muerte de Franco, el
ejército hubiera podido hacer lo que le diera la gana. Pero obedeció al Rey. Y
seamos claros, le obedeció porque yo había sido nombrado por Franco y en el
ejército las órdenes de Franco, incluso después de muerto, no se discutían”.
Franco transmitir a su sucesor un poder
especial, superior al contenido en la Constitución del Régimen; poder que es el
que le permite proceder a su demolición.
Joaquín Bardavío, escribe: “muerto
Franco, al franquismo se le invitó a suicidarse y lo hizo con patriotismo y
obediencia al heredero de todos los poderes”, al heredero de Franco.
Las circunstancias geopolíticas.
Transformar el régimen de Franco en un
sistema democrático al modo occidental no obedeció sólo a razones de
ideológicas o internas. En ella intervinieron las circunstancias geopolíticas
del momento.
Terminada
la II Guerra Mundial, los aliados decidieron acabar con el régimen condenándolo
al ostracismo al descartar una posible intervención militar.
No era un sistema democrático pero
tampoco lo eran infinidad de países miembros de las Naciones Unidas, el Régimen
de Franco tampoco era un Régimen impuesto a los españoles por las potencias derrotadas
y menos constituía una amenaza para la paz mundial.
Franco, que ya había denunciado el entreguismo
occidental al avance y la previsión de la Guerra Fría, reaccionó afirmando su
régimen político. España era, según declaró a la Associated Press, un “país de
constitución abierta” que seguiría el camino trazado de perfeccionamiento
institucional sin abrir “periodos constituyentes de interinidad”.
A partir de 1947, EE.UU. consideró
oportuno de “modificar su política hacia España”, constatando además que en
España no existía una oposición cohesionada capaz de hacerse con el poder. La
situación previsible de una retirada de Franco podía conducir al caos.
Lo único conseguido con el aislamiento
había sido “reforzar el régimen de Franco, impedir la reconstrucción económica
de España y operar contra el mantenimiento de una atmósfera pacífica en España
en caso de conflicto internacional”.
Lo deseable: la evolución del régimen de
Franco de una forma ordenada hacia un régimen democrático, pero para ello será
necesario ir convenciendo a “los elementos derechistas que apoyan al régimen,
al ejército y a la Iglesia”.
Los Estados Unidos hicieron llegar a
Madrid su idea de que a Franco debería sucederle, conservando siempre el orden
y la estabilidad en la evolución, un sistema basado en la alternancia de dos
fuerzas moderadas: una de centro derecha y otra de centro izquierda.
Independientemente de los deseos
exteriores, Franco continuó fiel a su idea de poner en marcha un Nuevo Estado
(cerrado en 1967 con la promulgación de la Ley Orgánica del Estado); La institucionalización
final estuvo más para el sucesor que para el propio Franco.
Años sesenta: la desideologización
del régimen
Cuando entro en vigor la Ley Orgánica,
una parte importante de la clase política del régimen había dejado de creer en
el mismo y orientaba su acción política hacia la futura homologación del
sistema con occidente; había un consenso casi unánime de que tal homologación política solamente
alcanzaría entidad real una vez proclamado el sucesor y con la progresiva
desaparición de Franco de la escena política.
.
El proyecto del sucesor.
El príncipe Juan Carlos pronto fue
consciente de que más tarde o más temprano tendría que enfrentarse
políticamente a su padre y a la Corte de Estéril; pronto asumió que, para ser
rey, debería ganarse la voluntad de Franco, aceptando su proyecto instaurador.
Don Juan Carlos se ganó esa voluntad.
Franco cuidó hasta los límites más
insospechados de su sucesor. Preparó sus
estudios, vigiló su formación, hablaba con unos y con otros, hacía pequeñas
indicaciones, bloqueaba cualquier información que él consideraba que podía
dañar su imagen.
Se reunía con el Príncipe, al que
hablaba de su experiencia, dándole lecciones de comportamiento y de conducta:
un rey no debía tener, su existencia fue una de las causas de la caída de la
Monarquía; el rey no debía tener amigos públicos; la Monarquía debía enterrar a
la Corte y ganarse al pueblo.
Pemán dejó constancia de que Franco veía en el
Príncipe a un hijo, y que Juan Carlos asumía esta relación como la del abuelo
con el nieto. Doña Sofía también estima que Franco vio a su esposo “como el
hijo que no había tenido”.
El médico privado de Franco, doctor
Vicente Pozuelo, dejó escrito que consideraba a los Príncipes como parte de su
propia familia.
La Ley y los Principios:
controversias sobre la idea de la Ley a la Ley.
La Ley de Sucesión de 1947, en su
artículo noveno, fijaba la obligatoriedad de que el sucesor jurara lealtad a
las dos realidades jurídicas que formaban el entramado constitucional del
régimen:
*.- Las Leyes Fundamentales del Reino.
*.- Los “Principios que informan el Movimiento
Nacional”. (Pero esos principios no estaban precisados, salvo que se entendiera
como tales, a través del Decreto de Unificación, los puntos programáticos de
Falange).
Una de las batallas políticas de José
Luis de Arrese fue la de fijar esos Principios que aseguraran la permanencia de
la ideología que animaba al régimen, sin mención a la Monarquía y se aseguraba
la pervivencia del Movimiento.
El equipo de López Rodó, una vez
frenados los proyectos de Arrese, preparó una nueva redacción, obra, en gran
medida, de Fernández de la Mora, que sería la promulgada en 1958.
Los Principios Fundamentales eran los
inspiradores de las leyes, de la acción política y del ejercicio de la misma en
el Régimen (un corpus ideológico no negociable, no sujeto al debate político en
el que se subsumían los principios del Tradicionalismo, del Derecho Público
Cristiano y los conceptos joseantonianos. Estos principios no podían ser
vulnerados ni modificados por el sistema constitucional que informaban; quizás
sólo pudieran ser ampliados o matizados a través de un sistema de enmiendas
siguiendo el modelo americano).
En el ordenamiento constitucional
español, ante los Principios, las Leyes Fundamentales quedaban en un rango
inferior. El juramento de fidelidad exigido al Jefe del Estado le convertía en
el encargado de mantenerlas, observarlas y defenderlas. Como el propio Franco
precisaría, no se trataba de un juramente único sino de un juramento doble y
diferenciado.
Eliminada del ordenamiento la fórmula de
reaseguro preconizada por Arrese al exigir que “la redacción de las leyes deba
evitar que queden (los Principios y el Movimiento) a merced de los caprichos y
de las veleidades posibles de los hombres teniendo como objetivo lograr la
continuidad política fijando las facultades y funciones, dentro de un sistema
de garantías políticas, que aseguren la adecuación de la gestión de gobierno a
esos principios inmutables”.
El problema político de la redacción
final era que todas las garantías consistían en la lealtad a un juramento. Para
Francisco Franco, era imposible que un Rey no cumpliera lo que jurara, porque
teniendo presente lo expuesto es evidente que prestar el mismo con cualquier
tipo de reserva mental constituiría un engaño o una traición.
En la Ley de Principios, los tres
artículos que acompañaban a la Declaración de Principios eran muy claros en su
intención: los Principios inspiran las leyes; son de obligado cumplimiento para
todos los cargos públicos; cualquier ley o disposición que los vulneren o
simplemente eviten su cumplimiento en lo más mínimo serían nulas.
La Ley Orgánica del Estado cerró el
entramado constitucional del régimen de Franco, en su artículo tercero, volvía a
situar, por encima de la misma, a los Principios Fundamentales, que son “por su
propia naturaleza, permanentes e inalterables”.
Algo que se reiteraría en la refundición
en un solo documento de las Leyes Fundamentales del Reino, publicado unos meses
después.
En su exposición indicaba que la
refundición mantenía la “permanencia e ineltarabilidad de los principios que
las inspiran”, volviéndolos a situar en un plano distinto y superior a las
leyes. La insistencia en la importancia de la correcta observación de los
Principios resulta en la Ley Orgánica reiterativa.
El artículo sexto de la Ley obliga al
Jefe del Estado a la “más exacta observancia de los principios del Movimiento y
demás Leyes Fundamentales del Reino, así como de la continuidad del Estado y
del Movimiento Nacional”.
Leyendo la ley, difícilmente, desde su
óptica, si se aceptaba el juramento de las leyes, se podía promover una acción
contra lo que precisamente se había encomendado.
La Ley Orgánica, también limitaba los
poderes del Jefe del Estado, cuyas decisiones necesitaban el refrendo del
presidente del gobierno, del ministro correspondiente o del presidente del
Consejo del Reino según los casos.
Además, al Consejo Nacional se le
encomendaba la misión de “defender la integridad de los Principios del
Movimiento Nacional”, correspondiéndole velar porque las leyes se ajusten a los
mismos y puedan ejercer, en caso contrario, el recurso de contrafuero.
La Transición (la reforma-ruptura
realizada por don Juan Carlos, a través de Adolfo Suárez y Torcuato Fernández
Miranda) fue “un pequeño golpe de estado legal”, el artículo 59 de la Ley era
determinante y no abierto a interpretación al afirmar en su apartado primero:
“es contrafuero todo acto legislativo o disposición del gobierno que vulnere
los Principios del Movimiento Nacional o las demás Leyes Fundamentales del
Reino”.
Además, en la refundición de las leyes
se recordaba de forma taxativa que “serán nulas las leyes y disposiciones de
cualquier clase que vulneren o menoscaben los Principios proclamados en la
presente Ley Fundamental del Reino”.
De con las leyes del Régimen, la Ley de
la Reforma Política era en derecho nula y el axioma de ir de la “Ley a la Ley”
una justificación, porque la reforma lo que en realidad implicaba era una
ruptura realizada desde el poder. Fue en realidad, si nos ceñimos a lo
dispuesto en las leyes, un golpe de estado legislativo. Josep
Meliá, un hombre de la Reforma, escribió: “con arreglo a derecho, Blas Piñar y
todos los ultras tienen razón. Porque el proyecto de Ley de Reforma Política
incurre en contrafuero”.
La redacción definitiva de las leyes logró un
complejo sistema de relaciones orgánicas entre los poderes e instituciones del
Estado, que incluía un fuerte sistema de seguridades que, en teoría, hacía
imposible que las leyes vulnerasen la filosofía del Régimen.
Tenía, en este sentido, razón Franco
cuando afirmaba que “todo estaba atado y bien atado”: ni el Presidente del
Gobierno, ni el de las Cortes, ni el Consejo del Reino, ni las propias Cortes o
el Jefe del Estado podían pasar por encima de los Principios, a no ser, claro
está, que todos estuvieran de acuerdo en vulnerar las leyes, pero esto era algo
impensable para Franco.
Lograr la aceptación de esas
instituciones, de un modo u otro, al impulso del Jefe del Estado, se basó la
primera fase de la Transición que condujo a la Ley de Reforma Política.
Las leyes obligaban a todos, desde el
Jefe del Estado hasta el último de los procuradores y consejeros nacionales, a
la defensa activa de los principios y a evitar su vulneración.
Ahora bien, el sistema legal de seguros
estaba pensado en función de posibles actos gubernativos. Frente a éstos estaba
la capacidad del Consejo Nacional para operar como Tribunal Constitucional. Lo
que no estaba previsto es que el Consejo Nacional no ejerciera esa misión a
través de los vericuetos legales, porque la hipótesis que Franco nunca barajó
fue que el Jefe del Estado, la pieza clave, se convirtiera en el elemento
activo que impulsara la conculcación de los Principios.
Para ello, Juan Carlos se benefició de
los poderes de Franco. Poderes que aunque legalmente no heredaba, si quedaban
en su acervo personal por la inercia propia de la situación. Esta legitimidad
le abrió las puertas de las instituciones del régimen para su demolición. Para
ello fue necesario controlar las instituciones mediante hombres vinculados a
sus propósitos de cambio.
El compromiso de 1969.
Lo que se produce en julio de 1969, de
acuerdo con la legislación vigente, es una instauración convertida en
reinstauración por el hecho de que el sucesor es heredero directo de la rama
reinante hasta 1931.
No es una restauración porque no se
vuelve a la legitimidad de 1876, sino que se llega al trono a partir de la
realidad engendrada por el 18 de julio. Es lo que el Príncipe afirma en su
discurso: “quiero expresar, en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el
Jefe del Estado, Generalísimo Franco, la legitimidad política surgida del 18 de
julio de 1936 en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes,
pero necesarios, para que nuestra Patria encauzase su nuevo destino”.
Después recordará que “pertenece por
línea directa a la Casa Real Española”, ¿reivindicando que su legitimidad venía
de más allá del Régimen?.
El al final reitera, “estoy seguro de
que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los
principios y leyes que acabo de jurar”.
Hay
testimonios que indican que el ya Príncipe de España no tenía intención de
preservar esos Principios Fundamentales, sino hacer evolucionar el sistema
hacia formas democráticas (lo difícil el cómo y en qué forma se podría realizar
semejante operación política y si tendría que conservar alguna de las
aportaciones del Régimen).
Conocía la posibilidad de cambiar el
régimen desde la legalidad, evitando la oposición de las instituciones. Según
testimonia doña Sofía, a Juan Carlos le preocupaba la fórmula del juramento:
“no quería ser perjuro. Ni que alguien pudiera llamarle perjuro”.El propio rey
ha dicho: “son muy pocos los que hablan de lo mal que lo pasé yo antes de
prestar un juramento de fidelidad a unos Principios que yo sabía que no podía
respetar”.
El
18 de julio de 1969 tuvo lugar la célebre conversación entre don Juan Carlos y
Fernández Miranda, en la que, de algún modo, se selló el mecanismo de la
Transición. El profesor tranquilizó su conciencia con el siguiente
razonamiento: “al jurar las Leyes Fundamentales, las juráis en su totalidad;
por lo tanto, también juráis el artículo 20 de la Ley de Sucesión, que dice que
las leyes pueden ser derogadas y reformadas. Luego aceptáis desde ellas mismas
esa posibilidad de reforma”.
Para Fernández Miranda, los Principios
no era una realidad distinta a las Leyes Fundamentales sino parte de las mismas
y por tanto modificables.
La reforma era posible si se hacía de
acuerdo con lo establecido por las leyes y ese camino evitaría el continuo
empezar de nuevo de la anterior historia de España desde las Cortes de Cádiz. Lo
que en realidad había encontrado era un vericueto legal, una trampa jurídica
que él sabía contraria tanto a la inspiración como a la intención de las leyes
y a la propia filosofía política del régimen.
Torcuato no ignoraba que los Principios
estaban situados en un rango superior. El argumento, en definitiva, era válido
tan solo en la medida en que se quisiera compartir; porque, como ya hemos
apuntado, éstos no eran, como sostiene el profesor del Príncipe, síntesis de
las leyes sino inspiradores de las mismas. No eran resumen de su filosofía sino
la filosofía que las impregnaba.
Torcuato tuvo, además, buen cuidado de
no hacer referencia al artículo tercero de la Ley de Principios que declaraba
nula cualquier ley que entrara en colisión con los mismos. Y el recurso de
contrafuero era práctica parlamentaria habitual en la época.
Don Juan Carlos, años después
comentaría, “aquello que me decía Torcuato de que toda ley lleva en sí misma el
principio de su reforma y que nada es eterno y que todo se puede cambiar por la
vía de la legalidad sonaba muy bonito, pero una cosa es hablar de ello y otra
hacerlo”.
El piloto del cambio.
En “Todo un Rey” se dice: “cuando Franco le
nombró Príncipe de España, Juan Carlos programó cada minuto de su vida para
preparar la Transición en el momento oportuno. Sin perder nunca el respeto
personal a Franco”.
Nicolás de Cotoner, marqués de Mondéjar,
en el prólogo a la obra de los familiares de Fernández Miranda,
significativamente titulada “Lo que el rey me ha pedido”, dice “que nuestro Rey
ha sido el motor del cambio, el empresario de la obra y el piloto que manejó
con pulso firme la nave del Estado en su travesía hacia la orilla democrática”.
Pero tras el juramento y la decisión de cambiar el régimen no existía certeza
sobre el cómo hacerlo.
Lo que sí se puede afirmar es que en
1969 don Juan Carlos debió moverse en la órbita de los sectores aperturistas
del régimen.
Entre 1969 y 1975 el Príncipe fue adquiriendo
el compromiso de no ser el continuador de la obra política de Franco, sin que
esto significase que renegar o poner en tela de juicio la legitimidad que le había
hecho rey.
En el período que va desde 1969 a 1975
dos tiempos en la acción del motor del cambio:
*.- En el primero, el Príncipe juega con
la hipótesis de ser rey en vida de Franco. En ese marco, los cambios por fuerza
deberían ser muy lentos y dentro de los límites de lo que se venía denominando
el reformismo del régimen, en el que militaba una joven generación de
burócratas del Movimiento.
*.- El segundo
tiempo vendrá determinado por la asunción del hecho de que no sería rey en vida
de Franco. Ante el después de Franco se dedicaría a dar a conocer cuál era su
proyecto tanto a la oposición como a los ambientes internacionales.
El Gobierno formado en octubre de 1969,
el gobierno del Príncipe, hechura de Laureano López Rodó, estaba destinado a
presidir la proclamación de Juan Carlos como rey. En el mismo figuraba, como
Ministro Secretario General del Movimiento, un hombre de la confianza del
Príncipe, Torcuato Fernández Miranda.
Un gobierno que se movía dentro de la
órbita reformista y aperturista del momento que en cierto modo trataba de ir
sentando las bases para un cambio. Torcuato se proponía consumar, bajo la
aparente ortodoxia de las palabras, la desfalangistización del Movimiento para
convertirlo en una estructura de apoyo a la Monarquía.
Las denuncias contra este gobierno por
parte de los sectores más militantes del régimen, acusado de querer desmantelar
el régimen y socavar el prestigio de Franco arreciaron y finalmente tanto
Franco como Carrero se hicieron eco de las mismas. Mientras, el Príncipe
continuaba dando muestras de lealtad a Franco y a los Principios Fundamentales
en los primeros discursos públicos que pronuncia. Es el hombre que mide las
palabras para no despertar recelos.
Apoya el proceso de desmantelamiento del
Movimiento que muchos pretenden incluso desde el Gobierno o sus aledaños,
conclusión lógica de parte de la política de los sesenta; como otros, cree que
la estrategia acertada es que el Movimiento se vaya diluyendo; se muestra
partidario de que se produzca la separación de la Jefatura del Estado y la
Presidencia del Gobierno; quiere las asociaciones políticas porque ellas
abrirán las puertas a los partidos.
Su opción parece ser la evolución lenta,
quizás conservando algunos elementos del régimen. Probablemente está en la
órbita de lo que desde hace años ha planteado la política exterior americana
como salida al régimen de Franco: un sistema con dos grandes fuerzas que no
cuestionen el orden.
Cuando esté próxima la muerte de Franco se
planteará impulsar la formación de esas fuerzas.
El presidente Nixon, al conocer sus
propósitos durante su visita a los EEUU en 1971, le recomendó tranquilidad en
un camino donde lo importante era conservar el orden y la estabilidad.
Pero también en esos años hizo llegar a
los centros de opinión internacionales su intención de hacer cambiar el
sistema. En 1970, el prestigioso articulista, Richard Eder publicó un
importante artículo bajo el título de “Juan Carlos quiere una España
democrática”.
Conforme avancen los años setenta y la
decadencia de Franco se haga más evidente mayor será la actividad del piloto
del cambio.
En 1971 visitó los EEUU, en 1972 la
República Federal Alemana. Después, a través de colaboradores, buscó convencer
a la oposición de sus deseos de cambio. A través de José Mario Armero llegó hasta
Felipe González. También enlazará con Luis Yañez y Luis Solana. En el maletero
de Puig de la Bellacasa llegan a la Zarzuela hombres como Jordi Pujol o
Leopoldo Torres.
En 1972, Herrero de Miñón publicó en
Cuadernos para el Diálogo su trabajo “El Principio Monárquico”, en el niega la
inmutabilidad de los Principios e indica que la clave está en la utilización
del artículo 10 de la Ley de Sucesión, confiando a la Corona, gracias a su
poder soberano, la misión de poner en marcha el cambio.
En 1974, Rafael Arias Salgado, había
defendido que el cambio debería ser obra de un gobierno liberalizador.
Jorge Esteban publica la obra
“Desarrollo Político y Constitución Española” y Fernández Miranda “Estado y
Constitución”, defendiendo su idea de que “el único camino para erradicar las
leyes que no nos gustan es trabajar para conseguir cambiarlas desde los
mecanismos de reforma en ellas establecidos.
En 1973, Franco decidió separar la Presidencia del Gobierno de la
Jefatura del Estado nombrando presidente a un hombre leal, Luis Carrero Blanco.
El gobierno está también pensado de cara al momento de la sucesión real pero es
muy distinto al de 1969. Carrero supone la continuidad del régimen y un escollo
para un cambio absoluto, pero lo corta un atentado terrorista de ETA.
El propio don Juan Carlos ha precisado
que de vivir el Almirante, un hombre que en silencio había trabajado por la
restauración de la Monarquía y por don Juan Carlos, no hubiera podido
desmantelar el régimen tan rápidamente, aunque creía que Carrero, finalmente,
no se le hubiera opuesto presentándole su dimisión.
Don Juan Carlos ya trabajaba
abiertamente para el cambio político, quedaba diseñar el camino legal.
Franco
murió el 20 de noviembre de 1975.
Probablemente era consciente de que su régimen
no le sobreviviría. En su última conversación con el hombre al que, en
definitiva, le había hecho rey, ya en la Ciudad Sanitaria de La Paz, sólo pidió
al Príncipe una cosa: que preservara la unidad de España: “la última vez que le
ví ya no se encontraba en estado de hablar. La última frase coherente que salió
de su boca, cuando ya se hallaba prácticamente en la agonía, es la que he
mencionado ya, referida a la unidad de España. Más que sus palabras, lo que me
sorprendió sobre todo fue la fuerza con que sus manos apretaron las mías para
decirme que lo único que me pedía era que preservara la unidad de España. La
fuerza de sus manos y la intensidad de su mirada. Era muy impresionante. La
unidad de España era su obsesión. Franco era un militar para quien había cosas
con las que no se podía bromear. La unidad de España era una de ellas”.
Esa España que, como afirma el propio
Rey, es la que le permitió llevar a cabo la Transición: “todo lo que hice
cuando me vi con las manos libres pude hacerlo porque antes habíamos tenido
cuarenta años de paz. Una paz, estoy de acuerdo, que no era del gusto de todo
el mundo, pero que de todos modos, fue una paz que me transmitió unas
estructuras en las que me pude apoyar”.