POR GREGORIO SALVADOR
4-8-2007 08:11:35
LA conversación ha ido derivando hacia
las comparaciones entre el pretérito y el presente, yo me distraigo en mis
propios pensamientos y alguien, de pronto, afirma: «Ahora no hay sabios y en
tiempos pasados sí que los hubo», lo que me devuelve súbitamente al grupo,
porque hay algo que no me cuadra en lo que acabo de oír.
¿No hay sabios ahora? Desde luego,
quedan muy atrás, en el pasado, los siete sabios de Grecia y otros muchos de la
antigüedad y nadie habla de los posibles siete sabios de USA, del Reino Unido,
de Alemania, de Francia, de Italia, de Rusia o del Japón, pero haberlos, los
hay, a veces más, a veces menos, y cuentan, cada año, en las expectativas de
los premios Nobel.
Hasta aquí, en España, se nombró no
hace tanto un comité de sabios, para que pusieran en claro los problemas de la
televisión estatal.
¿Qué llevaba, pues, a mi contertulio a hacer
semejante afirmación?
Que los sabios antiguos eran sabios
completos, sabían todo lo que se podía saber, porque el conocimiento humano era
entonces abarcable, y los sabios modernos lo son en una sola materia, en una
ciencia o en una disciplina humanística, de la que saben todo lo que cabe
saber, con perfección y en su más alto grado, y se esfuerzan en profundizar su
conocimiento y en ir un poco más allá.
Quiero añadir que, en cualquier caso, todavía
reservamos la calificación de sabio para ese especialista que ha alcanzado un
nivel altísimo de sapiencia en su materia, pero que se siente llamado también
desde las demás y establece lazos y conexiones con otros ámbitos, que son, en
cambio, desdeñados por el que se encierra en su terreno y sigue su camino, a
veces largo y fructífero, qué duda cabe, sin mirar a los lados, lo que puede
conducirle a ser un investigador eximio, pero nunca un sabio.
Con estas consideraciones, que en aquel
momento improvisé de palabra, me parece dejar claro que también en nuestro
tiempo existen sabios y no menos que en los tiempos pasados, sino muchos más,
porque más numerosa es la humanidad en este siglo y, estadísticamente, a más
sabios tocamos, más sabios pretenden ocuparse hoy de poner un poco de orden y
concierto en el inmenso, inabarcable océano de saberes que ha alcanzado el
conocimiento humano.
Hace cuarenta y tantos años, un
matemático amigo, catedrático de instituto como yo, incansable lector, Emilio
López Galí, ya fallecido, nos ilustraba a los compañeros de claustro con una
explicación, digamos geométrica, con raíces en la filosofía griega, de cuál era
la actitud del ignorante, cuál la del pedante, cuál la del despreocupado y cuál
la del sabio en el variado mundo de saberes que constituía nuestro horizonte
profesional inmediato y nuestro ineludible horizonte vital.
Un espacio, el del conocimiento, en el que ya
para entonces, superada la primera mitad del siglo XX, habíamos perdido pie,
claramente.
*.- Pues bien, el ignorante, que conoce
su entorno, que sabe sus pequeñas cosas, que posee algunos conocimientos
prácticos, utilitarios, es como un punto, un redondelito, por lo que su
frontera circular con lo que ignora es mínima y, como tal, ni siquiera la
advierte, no tiene conciencia de ella y se siente feliz y satisfecho en su
ignorancia.
Si se acomete la instrucción del ignaro, este
va ensanchando el círculo de sus conocimientos y empieza a adquirir conciencia
de que existen, más allá, otras cosas que se pueden aprender.
Sus límites con lo que desconoce han
crecido notablemente, pero no lo bastante para inquietarlo y su actitud se
diversifica.
El que es pedante se siente tan satisfecho de
haber aprendido tanto que se regodea con su propio saber y hace alarde
constante de su adquirida erudición. El que es un vivalavirgen sabe hasta donde
llegan sus conocimientos, juzga que hay más cosas que le convendría saber, pero
está convencido de que no son tantas, de que será cosa de ponerse a ello cuando
tenga tiempo y, de momento, le saca todo el provecho posible a lo que ha
aprendido. Y hay también quien necesita afirmarse en lo que sabe y sigue
aprendiendo, estudiando, analizando, investigando, ampliando ese círculo que
dijimos. Lo atrae lo desconocido y para él resulta desconocido todo lo que no
sabe, aunque ya lo sepan otros. Y cuanto más sabe, más se dilata el circulo que
abarca sus conocimientos y más crece su frontera con lo que ignora, más
conciencia tiene de la inmensidad con la que limita y más le retorna a la mente
la famosa sentencia shakespiriana, en boca de Hamlet: «Hay más cosas en el
cielo y en la tierra, Horacio, de las que alcanza tu filosofía».
Ese es el sabio ya: quien es plenamente
consciente de los límites de su saber y percibe a su alrededor los amplísimos
espacios de sus ignorancias. De ahí su actitud natural: la angustia del saber
que lo conduce al borde mismo de las incógnitas simas de todo cuanto ignora. El
vértigo del sabio, que no padece el necio.
Es un hecho que en el último siglo el
saber humano se ha multiplicado hasta límites insospechados, en progresión
geométrica, y que su crecimiento no cesa, que se han afianzado no pocas
certidumbres y se han descubierto nuevas vías de penetración en los secretos de
la naturaleza y el universo, que inimaginables milagros se han ido realizando,
que la humanidad sabe hoy del mundo que habita y de sus resortes y de sus
misterios muchísimo más de lo que nunca había sabido y ni tan siquiera
imaginado, que disfruta de nuevas posibilidades hasta hace poco insospechadas y
que vislumbra caminos que aún la pueden conducir más allá. Naturalmente, hablo
de la humanidad como especie, no del hombre concreto, porque ya dije que el
saber está muy repartido y, por lo general, el homo sapiens sapiens, uno a uno,
aisladamente, sabe más bien muy poco y tampoco podríamos decir que entre todos
lo sabemos todo, porque ya hemos apuntado las diferentes actitudes que existen
ante el saber. Lo único que cabría decir es que en el conjunto de las mentes de
los sabios -entendiendo hoy por sabio lo que dejamos dicho: el especialista
profundo que sabe mirar hacia otros lados- se atesora la esencia, el núcleo de
la sabiduría humana. Pueden ser unos cuantos miles en todo el mundo, no me
atrevo a aventurar la cifra. Hace ya muchos años, quizá treinta, quizá
cuarenta, leí en un artículo de divulgación científica que si desaparecieran, a
un tiempo, de la faz de la tierra seis mil personas determinadas, las que de
hecho poseían las claves de la ciencia que había transformado al mundo, todo el
avance tecnológico que ya disfrutábamos se vendría abajo. No sé precisar ni
siquiera suponer cuántos miles de sabios verdaderos habrá hoy en nuestro
planeta, pero sí puedo imaginar el cataclismo a que nos conduciría su
desaparición simultánea.
El funcionamiento del mundo, su medida,
está en sus mentes y, desde luego, la angustia de lo desconocido, pues cada uno
de ellos, desde su alta cumbre, puede lanzar su mirada y enlazarla con las que
vislumbra, activas, en las montañas de su nivel, pero también otear los
sucesivos valles de ignorancias, las interminables llanuras desoladas e
ignotas, las densas nieblas lejanas que ocultan o difuminan el horizonte.
Este es el panorama habitual del sabio.
Tiene conciencia de su saber y de que hay otras cosas que saben otros y muchas
más que no sabe nadie y es capaz de calcular y de prever la dimensión de lo que
ignora. Y se ve obligado, de continuo, angustiosamente, a mantener el
equilibrio del conocimiento, a no dejarse arrastrar hacia la amenazadora
ansiedad que produce lo inabarcable.
GREGORIO SALVADOR Vicedirector de la
Real Academia Española
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