La
Europa de las tribus
IGNACIO
CAMACHO
La
crisis de la política empuja a los europeos en manos de una pléyade de
charlatanes, oportunistas y exaltados
MALAS
noticias. La Europa de las instituciones tendrá esta noche menos cohesión
ideológica y moral que esta mañana. Por mano democrática y popular, eso sí; el
pueblo es soberano incluso en su derecho a equivocarse. La crisis ha provocado
en la gente una frustración que ofusca su criterio y tiende a empujarla en
manos de charlatanes, oportunistas y exaltados. Así, el Parlamento de soberanía
casi plena que soñaron Delors, Kohl y los últimos grandes europeístas de luces
largas va a convertirse en la caja de resonancia de una estrafalaria pero
extensa pléyade de ventajistas fanáticos. Los xenófobos de Le Pen en Francia,
los antisistema de Grillo en Italia, los racistas de Farage en Gran Bretaña,
los eurófobos de Wilders en Holanda. En las naciones del Tratado de Roma, en
los territorios que acunaron la más refinada civilización del Occidente
contemporáneo, la oleada antipolítica ha incubado los virus de la intolerancia,
la crispación y la discordia.
En
el convulso mapa continental que se perfila desde hoy, España aparenta pese a
su tormentoso clima interior un contorno moderadamente razonable. El racismo
carece de expresión política, la extrema derecha no está articulada y el voto
del descontento se limitará a alejarse del bipartidismo hegemónico para buscar
refugio en partidos de perfecta integración democrática. UPyD, Ciudadanos y Vox
representan a fuerzas regeneracionistas e Izquierda Unida es una plataforma de
ideas radicales pero con plena consolidación en el sistema institucional. El
extremismo revolucionario y las candidaturas frikis pueden aflorar solo en
proporciones simbólicas y poco significativas, testimonios inevitables de la
sociología del desengaño. Nuestra única cuota estrambótica la asume el
nacionalismo rupturista, vieja anomalía que pretende defender la unidad europea
rompiendo la española. En conjunto, el panorama electoral de las encuestas
responde a una cierta madurez colectiva, impermeable a los cantos de sirena que
en otras naciones invocan con su música alborotada a los peores fantasmas del
siglo pasado. El ajuste de cuentas será interno, no con Europa. La desafección
política es tan notable como lógica, pero no parece aún capaz de desequilibrar
la contrastada sensatez histórica de un electorado irritado por los ajustes
pero con memoria del papel que la UE ha representado en la consolidación
nacional de los últimos treinta años.
Por
mucha cordura que conservemos los españoles, va a ser sin embargo inevitable
que nos afecte la epidemia desintegradora con su efecto de contagio. El avance
de la Europa de las tribus, como la llama el maestro Carrascal, tendrá
influencia decisiva en el marco de las grandes instituciones que determinan
nuestro presente y nuestro futuro. Y no son buenas perspectivas las de ahí
afuera; si este país extravía el camino no va a encontrar soluciones correctas
donde siempre las había buscado.
Europa: To be or not to be
JOSÉ
MARÍA CARRASCAL
Aquel
sueño de una Europa unida, próspera, solidaria, ha sido la principal víctima de
la crisis
NO
es España la que se la juega este fin de semana. Es Europa, y comprenderán que
no me refiero a la final de Lisboa. Europa, como España, ha llegado a una
encrucijada en la que nunca creyó encontrarse: seguir adelante con su proceso
de unificación o volver a los estados nacionales, que, aunque son unos hijos de
puta, son nuestros hijos de puta, no los de Bruselas.
Aquel
sueño de una Europa unida, próspera, solidaria, ha sido la principal víctima de
la crisis y por todas partes crecen críticas al proyecto común, unos por creer
que aportan demasiado, otros por considerar que se les exige más de lo debido.
Ambos pueden tener razón, pero en la disputa puede morírsenos la criatura. El
dato más relevante que salga de las urnas es el de los partidos
antieuropeístas, que nos dará la magnitud del descontento y, a la postre, el
«to be or not to be» del proyecto comunitario. ¿Continuamos con los ajustes ahora
que la recuperación apunta tímidamente en los más castigados por la crisis –Grecia,
Italia, España, Portugal, Irlanda– o volvemos a gastar más de lo que ganamos?
Pues no hay otras alternativas, pese a lo que dicen los demagogos.
Lo
más curioso es que mientras en los países ricos del norte el antieuropeísmo se
da en la extrema derecha, en los pobres del sur se da en la extrema izquierda.
Lo que indica que son bastante parecidas. O, mejor, que la izquierda ha
adoptado posturas de la peor derecha. ¡Quién me iba a decir a mí que vería a la
izquierda hacerse antieuropea, a más de nacionalista! Vivir para ver.
La
mayor mentira que ha dicho Elena Valenciano en esta campaña no fue que el PP
está contra las mujeres –teniendo maltratadores en altos cargos de su partido–, sino
que el PSOE es una
socialdemocracia. No, el PSOE de hoy es socialismo puro y duro, que disputa a
los comunistas el voto de la izquierda y se pone como objetivo «parar a
Merkel», como hacen estos. Si fuera socialdemócrata, haría lo que los socialdemócratas
alemanes que están gobernando con Merkel y que, bajo Schröder, lanzaron el
programa de ajustes que ha permitido a su país afrontar la crisis con éxito.
Ajustes que iban desde la reforma del mercado laboral a la revisión de todos
los gastos.
Pero
no quiero hablar de esta campaña electoral en España, la más triste, la más
pobre, la más estúpida que he presenciado en mi ya larga vida periodística,
reducida por la señora Valenciano al machismo del candidato del PP y por este a
escapar de la metedura de pata que cometió, mientras el resto intentaba sacar
tajada del rifirrafe. Yo solo quería llamar la atención sobre un punto: ese
Estado del bienestar que llegó a alcanzar España y ahora se ve en peligro fue
gracias a Europa. Sin las ayudas, subvenciones y oportunidades que Europa nos
ofreció –puede
que sin los debidos controles, pues parte de ello se fue a bolsillos que no
correspondían, pero eso no es culpa de Europa, sino nuestra–, nunca hubiéramos
alcanzado tal bienestar.
Pues
bien, quien quiera volver a lo anterior, hoy tiene la oportunidad de pedirlo.
España
era el problema, Europa la solución
La
UE se enfrenta a un gran dilema: o construye una estructura supraestatal con
fuerza suficiente para hacer política en el mundo globalizado o retornará a una
especie de Edad Media de Estados subalternos
SANTOS
JULIÁ 25 MAY 2014 - 00:58 CET
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en: Opinión Elecciones europeas 2014 José Ortega y Gasset Joaquín Costa Crisis
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Europa Organizaciones internacionales Política Relaciones exteriores
EULOGIA
MERLE
Cuando
Ortega alumbró la memorable ocurrencia que encabeza esta página, todavía
resonaban los ecos de “aquella literatura revuelta, tumultuaria, a trechos
estimulante y cáustica, a trechos deprimente y narcótica como el vaho de
cloroformo en las enfermerías”, de la que Miquel dels Sants Oliver levantó el primer
y casi definitivo balance en 1907. Oliver la bautizó como literatura del
desastre, aunque no todo en ella fuera canto de añoranza ni adoptara el tono
elegiaco propio del finis Hispaniae. Por ejemplo, que España, si quería salir
del estado de postración en que había caído tras el desastre de 1898, tendría
que europeizarse: “Queremos respirar el aire de Europa” fue el grito que se
elevó de la primera asamblea de productores animada por el ardiente corazón de
Joaquín Costa. Y Ortega, un adolescente del 98, que había escuchado con el
ánimo sobrecogido, como tantos otros jóvenes, los aldabonazos de Costa en el
Ateneo de Madrid clamando contra la oligarquía y el caciquismo y por la
reconstitución y europeización de España, no tuvo ninguna duda de que, en efecto,
España era el problema y Europa la solución.
Lástima
grande fue que nada más enunciarse el ideal de Europa como síntesis de ciencia
y moral alemana, libertad y democracia de Francia, educación y selfgovernment
de Inglaterra, los europeos entraran en una guerra que los desolados jóvenes
españoles, llegados a su primera madurez, no pudieron interpretar más que como
“guerra civil”, un concepto que oscurecía más de lo que aclaraba y que fue
cediendo ante la evidencia de que quienes se enfrentaban por las armas eran los
Estados de naciones imperiales, que no cejaron en su mutua destrucción hasta
que de la vieja Europa no quedaron más que ruinas. Las nuevas generaciones de
españoles, sin embargo, que habían apostado con fuerza por los aliados frente a
los imperios centrales, no abdicaron de su empeño y en muy pocos años, los que
van de 1918 a 1936 arramblaron con la España ensimismada a la que las clases
dominantes de la Restauración —típicamente, ferreteros vascos, textiles
catalanes, latifundistas castellanos y andaluces— habían aislado del mundo
entorno con sus aranceles y políticas proteccionistas. Respiraron, en efecto,
los aires de Europa y alumbraron una nueva edad que hemos llamado de plata aun
si en muchas de sus realizaciones superó con creces la de oro.
El
ensimismamiento llegó a cotas impensables con la consigna de Imperio hacia Dios
y Nación católica
Por
algunas de las rendijas abiertas escaparon —escapamos— muchos españoles que,
además de respirar el aire de Europa como nuestros mayores, queríamos ser lisa
y llanamente como los europeos. ¿Españoles? Bueno, eso era lo que aseguraba
nuestro DNI, pero qué vergüenza andar levantando banderas, qué ridículo
emocionarse con glorias o identidades nacionales, qué pereza cultivar señas de
identidad impuestas por la tradición, la cultura o la memoria construidas desde
el poder del Estado. Determinados a ser, por nacimiento, españoles, éramos, por
lecturas y por voluntad de ser, europeos, con una carga de ingenuidad de la que
solo despertamos cuando, a la muerte del dictador, Francia impuso pausas y
sembró de obstáculos nuestro viaje a Europa. Finalmente, con el camino
despejado por la política exterior más hábil y tenaz sostenida por cualquier
Gobierno español en el siglo XX, la sensación de logro, y no de gracia
otorgada, dio a la entrada de España en la Comunidad Europea toda su dimensión
histórica, porque fue ese logro lo que acabó por liquidar la secular
frustración que nuestros más ilustres antepasados habían definido como anomalía
española.
¿Dónde
estamos ahora? El largo viaje a Europa terminó hace décadas: ya no vamos a
Europa, ahora somos Europa. Europa, por tanto, ya no es nuestra solución, es
nuestra responsabilidad, aunque por lo que transmitieron los debates entre
candidatos a ocupar un escaño en el Parlamento Europeo se diría que lo que
realmente nos va es cocernos en nuestras propias miserias. Lo que de verdad
movió a cada candidato fue echar sobre el adversario paletadas de basura de
manera que apareciera ante los electores como único responsable de los males
que nos aquejan. Por supuesto, para quienes tienen como meta la secesión de un
territorio del Estado, las elecciones europeas son poco más que un test para
medir la fuerza del soberanismo. Encerrados con esos juguetes de fabricación
casera, a nadie parece interesar el futuro de Europa.
Durante
la crisis se refuerzan y multiplican los nuevos movimientos secesionistas y
populistas
Sin
duda, Europa ya no es lo que era a finales del pasado siglo: un proyecto vivo
de construcción de un poder público supraestatal posnacional. La crisis que ha
sacudido sus cimientos ha mostrado, por una parte, que sus nacionalidades,
lejos de mezclarse y fundir sus cualidades y sus caracteres particulares en una
unión común para el beneficio de la raza humana —por decirlo con palabras de
John Stuart Mill— se refuerzan y multiplican con los nuevos movimientos
populistas y secesionistas surgidos en las últimas décadas; y, por otra, que
sin una moneda asentada en un sólido entramado institucional no hay poder
público ni hay, por tanto, política alguna que valga. Y así, Europa se
encuentra hoy ante un dilema que habrá de resolver: o logra constituir una
estructura supraestatal con fuerza suficiente para hacer política en el nuevo
mundo globalizado o retornará a esa especie de Edad Media en la que sueñan los
movimientos secesionistas siempre a la búsqueda de identidades ancestrales.
Pues
aunque nadie pueda predecir el futuro, parece claro que si los movimientos
neopopulistas y secesionistas logran sus objetivos y si Reino Unido, España,
Italia y Bélgica entran por la senda de la secesión de sus territorios mientras
Francia opta por encerrarse en una dorada decadencia, Europa acabaría
alumbrando un nuevo sistema de poder seudoimperial germano operando sobre
unidades territoriales de pequeños Estados subalternos. En tal caso, Europa
dejaría de existir como un poder supraestatal capaz de someter a regulación los
mercados y de mantener en vida lo que ha constituido hasta hoy su principal
razón de ser: garantizar a sus ciudadanos, además de paz y democracia, un
sistema público de sanidad, educación y seguridad social que las políticas
privatizadoras y el creciente abismo de desigualdad abierto a nuestros pies por
los poderes financieros globales ha erosionado durante las últimas décadas.
Santos
Juliá es profesor emérito de la UNED. Acaba de publicar Nosotros, los abajo
firmantes. Una historia de España a través de manifiestos y protestas (Galaxia
Gutenberg / Círculo de Lectores).